Libros, bicicletas, tranv¨ªas
En lo que va del siglo XXI la divinidad hasta ahora m¨¢s considerable ha sido Steve Jobs
Uno de los rasgos m¨¢s llamativos de la religi¨®n es su capacidad de metamorfosis. Est¨¢ visto que en el cerebro humano hay inscrita una propensi¨®n a adorar a seres supremos y a conceder poderes milagrosos a ciertas personas y a ciertos artefactos. Puede quedar desacreditada una variante del recetario religioso, pero es posible que quien abjura de ella se instale c¨®modamente y sin ning¨²n conflicto en otra veneraci¨®n absoluta: la de la Patria, la del Pueblo, la del L¨ªder Supremo. Extinguidos en su mayor parte los grandes dinosaurios pol¨ªticos del siglo XX, en lo que va del XXI la divinidad hasta ahora m¨¢s considerable ha sido Steve Jobs, que a¨²n en vida ya congregaba a millones de adoradores que por nada del mundo habr¨ªan pisado nunca una iglesia, pero a los que solo les faltaba prosternarse cuando el Gur¨² M¨¢ximo se manifestaba en carne mortal, vestido con una ropa tan invariable como la toga romana de Cristo o la t¨²nica de Buda, solo sobre un escenario y recibiendo una luz venida de lo alto, esgrimiendo alguno de sus aparatos milagrosos como si fuera un hisopo o una reliquia sagrada o un c¨¢liz. En los ¨²ltimos tiempos las huellas visibles de la enfermedad acentuaban el misticismo de sus apariciones. Viendo luego el espect¨¢culo universal del luto por su muerte yo me acordaba de esa historia ap¨®crifa del anarquista espa?ol de los a?os treinta que rechaza el proselitismo de un pastor protestante:
¡ªSi no creo en mi religi¨®n, que es la verdadera, ?c¨®mo voy a creer en la suya?
No sobrevivi¨® uno al adoctrinamiento ultramontano del clero franquista para acabar someti¨¦ndose a la ortodoxia de Steve Jobs
No sobrevivi¨® uno al adoctrinamiento ultramontano del clero franquista para acabar someti¨¦ndose a la ortodoxia de Steve Jobs y rendirle culto en las capillas c¨²bicas de las tiendas Apple, por las que circula la gente con la misma unci¨®n sobrecogida con que llegar¨ªan los peregrinos medievales a las naves c¨®ncavas de la catedral de Santiago. Como en todas las religiones, los reci¨¦n convertidos son los m¨¢s vehementes. Aceptan con menos indignado dramatismo la negaci¨®n que la tibieza y lo que menos soportan es la iron¨ªa. Encontr¨¦ hace poco a un amigo al que llevaba alg¨²n tiempo sin ver, y la vehemencia de su conversi¨®n me hac¨ªa no reconocerlo del todo. Hablaba con devoci¨®n de su iPhone y su iPad, cada uno en la versi¨®n m¨¢s reciente, cada uno dotado de la capacidad milagrosa de hacer todav¨ªa mejor lo que ya era perfecto. En su iPad estaba leyendo la biograf¨ªa de Steve Jobs. No hablaba de esos aparatos como de dos herramientas ¨²tiles y sofisticadas que pueden hacer m¨¢s gratas algunas tareas de la vida, como un buen port¨¢til, o un tren c¨®modo y veloz, por ejemplo. Parec¨ªa que estuviera refiri¨¦ndose al Santo Grial o a la ampolla de vidrio en la que se lic¨²a cada a?o la sangre de san Pantale¨®n.
Abrazar la nueva fe no vale nada si no se abjura radicalmente y en p¨²blico de las convicciones anteriores, de la adhesi¨®n decr¨¦pita a la tinta y al papel
Comprend¨ª que a mi amigo, que es un poco mayor que yo, las tecnolog¨ªas lit¨²rgicas de Apple y la Historia Sagrada de Steve Jobs le permit¨ªan apaciguar las ansiedades de la edad madura y sentirse contempor¨¢neo. No hay religi¨®n que no establezca una distancia tajante entre los que est¨¢n dentro y los que se quedan fuera, entre la protecci¨®n c¨¢lida de la comunidad de los justos y la intemperie de los incr¨¦dulos y de los condenados. Para mi amigo, como para casi todos nosotros, el ¨²nico pecado mortal para el que no hay redenci¨®n es el anacronismo, la mustia posibilidad de descuidarse un poco y quedar obsoleto, atado a una tendencia que no es la m¨¢s ¨²ltima, cargado luctuosamente con un smartphone de hace dos temporadas, fuera del halo m¨ªstico que de manera tan conveniente irradian los productos de una compa?¨ªa que es la m¨¢s rentable y la m¨¢s poderosa del mundo, y que adem¨¢s no despierta rechazo por su colosalismo financiero ni entre los activistas m¨¢s radicales, los mismos que est¨¢n dispuestos a apedrear con sa?a justiciera a un literato o a un cantante que se atrevan a reclamar el fruto casi siempre escaso de sus oficios.
Hay religiones que tienden a tolerar mal la competencia. Los cristianos del imperio tard¨ªo aprovechaban cualquier oportunidad para demoler o incendiar los templos del paganismo. Tan importante en la historia de la arquitectura y del arte es la destrucci¨®n como la construcci¨®n, y la pasi¨®n iconoclasta ha sido tan furiosa a lo largo de los siglos como la pasi¨®n inversa, y a mi juicio m¨¢s llevadera, por esculpir y pintar im¨¢genes y erigir estatuas. Algunas tradiciones entra?ables no hay manera de que desaparezcan. En el archipi¨¦lago de las Maldivas, que fue apaciblemente budista hasta que irrumpi¨® el islam en el siglo XII, el ¨²nico museo nacional fue asaltado hace unas semanas por una de esas cuadrillas de desconocidos y de incontrolados que aparecen tan oportunamente y se esfuman sin dejar rastro, a pesar de los desvelos de la polic¨ªa. Los asaltantes an¨®nimos del museo rompieron a garrotazos todas las vitrinas y decapitaron y pisotearon las estatuas de Buda que eran el ¨²nico testimonio material del pasado preisl¨¢mico del pa¨ªs, y que constitu¨ªan una afrenta inaceptable para los creyentes m¨¢s fervorosos.
Una parecida prisa iconoclasta advierte uno a veces en los adoradores de Steve Jobs, en los conversos incondicionales a la religi¨®n digital. No basta con que usemos port¨¢tiles Mac y lectores de libros electr¨®nicos. Abrazar la nueva fe no vale nada si no se abjura radicalmente y en p¨²blico de las convicciones anteriores, de la adhesi¨®n decr¨¦pita a la tinta y al papel. Hacia la mitad del siglo pasado ocurri¨® algo semejante con la religi¨®n de los coches. No bastaba con usarlos de manera juiciosa en los recorridos para los que fueran m¨¢s pr¨¢cticos. Hab¨ªa que sacrificarles ciudades enteras, que eviscerar el tejido del transporte p¨²blico y borrar la posibilidad de la caminata, del recorrido en bicicleta. En ciudades como Los ?ngeles, el coche no sustituy¨® al transporte p¨²blico por una evoluci¨®n natural del progreso, sino en virtud de un proyecto perfectamente calculado de hegemon¨ªa que impusieron los fabricantes de coches y las compa?¨ªas petrol¨ªferas, y que acab¨® en poco tiempo con la red de tranv¨ªas m¨¢s extensa y m¨¢s eficiente del mundo. Ha hecho falta casi un siglo para que vuelva a descubrirse la novedad arcaica de los tranv¨ªas, de las ciudades compactas, mucho m¨¢s sostenibles, de las ventajas para la salud y para el medio ambiente de ir en metro o en autob¨²s, de ir a pie o en bicicleta.
Despu¨¦s de tres a?os usando con regularidad un Kindle, estoy seguro de dos cosas: es una herramienta excelente y muy pr¨¢ctica para ciertas lecturas; para otras, las de m¨¢s calado, las m¨¢s gustosas, las que duran m¨¢s en la memoria, prefiero el libro de papel. No quiero ser un converso. Desconf¨ªo de los vapores religiosos. Lo que le pido por igual a un Kindle o a un iPad que a un volumen impreso es un servicio pr¨¢ctico. Pero igual que en los a?os cincuenta y sesenta hubo visionarios que se negaron a aceptar el absolutismo del coche privado, y salvaron las ciudades en las que ahora vivimos, creo que el libro de papel, la librer¨ªa, la biblioteca, pueden y merecen sobrevivir. De ellos depende una parte fundamental del equilibrio ecol¨®gico, del espacio p¨²blico, de la biodiversidad de la literatura.
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