Recorrido por la geograf¨ªa de Gabo
Un recorrido por los ambientes m¨¢s ¨ªntimos y personales de la Colombia natal del premio Nobel, que hoy celebra su 85 cumplea?os
En Aracataca. Hay a la altura de la ruina en la que se adivina lo que fue la habitaci¨®n de Gabito de ni?o en la casa donde naci¨®, cerca del patio de los grandes ¨¢rboles, al lado de la orilla donde est¨¢n las piedras enormes que son vecinas de la f¨¢brica en la que ¨¦l muchacho vio por primera vez el hielo, la sombra de una mujer que pasa; ella se llama Soledad Noches. Va despeinada y parece ausente y prehist¨®rica, como un personaje de Cien a?os de soledad, precisamente. Viene de ninguna parte, y va a cualquier sitio m¨¢s all¨¢ de la arboleda que ahora no le da sombra a nadie. Cuando pasa a nuestro lado Soledad deja la electricidad de los espectros, y adem¨¢s abandona la impresi¨®n de que su paseo jam¨¢s existi¨®. La cuna no existe, el cuarto no existe, pero es como si Gabito se estuviera vengando del tiempo haciendo que todo parezca intacto. El milagro lo ha hecho Soledad Noches, de cuyo nombre luego me cuentan.
Gabo vino anoche. En medio de la calle polvorienta por la que de cr¨ªo corri¨® Gabito hacia la f¨¢brica del hielo hay un hombre en camisilla que se balancea en una vieja silla de enea. Fuma un puro, es mediod¨ªa y por el aire viejo y limpio de Aracataca circulan los olores que fueron, m¨¢s de ochenta a?os antes, los mismos olores que alimentaron a esta hora a los habitantes felices o perplejos de este pueblo de ca?abrava que al hijo del telegrafista le sirvi¨® de soporte para crear Macondo, aunque Macondo est¨¢ un rato m¨¢s all¨¢, es una finca. Ese hombre que descansa ah¨ª es el hermano de Soledad y se llama Nelson Noches. Fue alcalde de Aracataca y tiene el aire de los Buend¨ªa, la misma certidumbre recia en la mirada desconfiada, el mismo aire so?oliento con el que recibe mis preguntas. Est¨¢ despeinado, es como si fuera un Onetti de este lugar que se parece a la vez a Santa Mar¨ªa, a Macondo y a Yoknapataupha, y algo de Rulfo hay tambi¨¦n en su silencio que parece un p¨¢ramo. Le pregunto por Gabo, su amigo de la juventud; el escritor est¨¢ en Cartagena de Indias, de all¨ª no se ha movido en meses, y desde hace a?os tampoco va a Aracataca. Pero Nelson me dice, adelantando un palmo su cabeza como si me dijera un secreto que est¨¢ esperando por mi desde que ¨¦l despert¨® en el silencio de la madrugada:
--Gabo vino anoche a jugar a las cartas. Gabo viene todas las noches.
¡°Era el mejor de todos nosotros¡±. Es el atardecer en la casa que le construy¨® Salmona al borde del mar Caribe, y alguien abre la puerta sigilosa que da entrada a esta mansi¨®n que yo recuerdo roja y blanca, como un atardecer. Arriba est¨¢ Mercedes Barcha, la mujer de Gabo, y anda perturbada por una noticia que tem¨ªamos todos y que ella nos da nada m¨¢s entrar en la parte alta del domicilio de los Garc¨ªa M¨¢rquez:
--Ha muerto Tom¨¢s Eloy.
Hay un aire de perplejidad en la casa. Gabo atiende algunas ocupaciones que Mercedes le encarga, ¨¦l quiere hacer algo, distraer la tarde de esos nubarrones que acaban de aparecer. Ella busca en Internet m¨¢s noticias del amigo muerto; nos sentamos en los sillones blancos, Gabo pide agua, en realidad hacemos tiempo para olvidarnos del tiempo. Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez fue siempre un amigo leal, un lector fervoroso de los primeros textos, un impulsor del mejor periodismo, y por tanto un atento seguidor del Gabo m¨¢s querido, el m¨¢s silencioso, el que desde la frontera de los g¨¦neros tuvo esa deferencia con el oficio que practic¨® Tom¨¢s con tanta imaginaci¨®n como eficacia.
De eso hablamos con Mercedes, pero Gabo estaba todo ese rato ocupado en otras cosas; ¨¦l, que hizo del tel¨¦fono uno de sus demonios menos habitables, llamaba a veces desde un tel¨¦fono grande, para reclamar algo. Como si estuviera barruntando la gravedad del suceso para hallar, al fin, alguna expresi¨®n que le diera sentido al caos que siempre producen la memoria y la muerte. Hasta que al fin, en medio del silencio que sucede al temporal, me dijo al o¨ªdo:
--Era el mejor de todos nosotros.
Thomas Mann dijo algo parecido de su hijo muerto. Lo record¨¦ m¨¢s tarde, cuando lo supe.
Que no pare esa m¨²sica. En uno de aquellos d¨ªas de Cartagena, a Mercedes le apeteci¨® ir con todos a escuchar m¨²sica por uno de los barrios de este pueblo de Indias. Y Gabo fue, c¨®mo no. Ten¨ªa a su lado a multitud de admiradores que le preguntaban por los m¨¢s infinitos sucesos que hubiera vivido; se quisieron hacer fotos, conversar con ¨¦l, y ¨¦l atendi¨® a unos y a otros con la maravilla en la cara, como si ese estado de perplejidad ahuyentara la necesidad de hablar. Siempre fue un hombre silencioso, que hablaba cuando quer¨ªa; m¨¢s bien, preguntaba, lanzaba un tema, y ya se dispon¨ªa a escuchar. Hay una antigua foto en la que ¨¦l est¨¢, vestido con su mono azul, ante Onetti. Callados. Como Onetti y Rulfo. Como Beckett y Joyce. Callados. As¨ª le gusta estar, callado; de modo que en ese bar ruidoso de melod¨ªas caribe?as no dijo ni una palabra a todos los que le preguntaban, por ejemplo, por el origen remoto de sus palabras, que seguramente est¨¢ en aquel pasillo por el que caminaba, lun¨¢tica, Soledad Noches. Y Gabo habl¨® tan solo cuando la m¨²sica se interrumpi¨® un instante. Dijo:
--Que no se pare esa m¨²sica.
Eso le o¨ª, pero seguramente tampoco dijo nada. Tan solo su mirada dec¨ªa eso, que no se pare esa m¨²sica. Tambi¨¦n, la m¨²sica que escuchaba por dentro.
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