Las afinidades
El escritor habla de la admiraci¨®n hacia los literatos y el repentino desprendimiento que a veces ha experimentado
Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca le¨ª, o le¨ª algo, hace muchos a?os, y ya dej¨¦ de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones pol¨ªticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontr¨¦ con ¨¦l a lo largo de los a?os fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo hab¨ªa publicado una o dos novelas y lo conoc¨ª una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habl¨® conmigo con una cordialidad sin afectaci¨®n, hasta con un aire como de camarader¨ªa que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desd¨¦n o de condescendencia. Apenas 10 a?os antes, yo hab¨ªa alimentado apasionadamente mi vocaci¨®n de novelista leyendo en un cuarto de pensi¨®n a los escritores de la quinta mitol¨®gica a la que Carlos Fuentes pertenec¨ªa. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo hab¨ªa entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de M¨¦xico, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba inter¨¦s por lo que yo escrib¨ªa.
Pero yo no me sent¨ªa muy capaz de poder corresponderle, porque mi relaci¨®n con su literatura hab¨ªa sido escasa y terminado hac¨ªa tiempo. Algunos de sus libros hab¨ªan estado en mi atropellada biblioteca de los 20 a?os, junto a los de los otros nombres de su generaci¨®n o un poco mayores ¡ªde Borges, Onetti, Rulfo y Cort¨¢zar a Vargas Llosa y Carpentier y Garc¨ªa M¨¢rquez y Manuel Puig¡ª, pero el tiempo y las mutaciones del gusto me hab¨ªan alejado por completo de ¨¦l. Hab¨ªa empezado La muerte de Artemio Cruz y me hab¨ªa cansado al cabo de algunas p¨¢ginas. Hab¨ªa comprado sus cuentos con la misma pasi¨®n descubridora que me llevaba a sus coet¨¢neos, porque leer cuentos latinoamericanos en aquella ¨¦poca era un trastorno formativo para la imaginaci¨®n, pero de ellos el ¨²nico que me hab¨ªa gustado de verdad era Aura, que no he rele¨ªdo desde entonces. Hay escritores a los que uno admira mucho durante alg¨²n tiempo y de los que luego parece que se desprende, sin prop¨®sito, sin esfuerzo, casi sin motivo, probablemente sin justificaci¨®n. A m¨ª me sucedi¨® eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con Garc¨ªa M¨¢rquez. Lo que tanto me hab¨ªa gustado dej¨® de apetecerme. Los mismos rasgos que me hab¨ªan seducido en un estilo me lo volv¨ªan luego indigesto. No reivindico esos cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo importante es que son involuntarios, y que se corresponden con modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para reconocerlos. Sin que uno sepa por qu¨¦ algunos escritores le gustan y otros no; algunos lo siguen acompa?ando a lo largo de la vida y otros se le quedan atr¨¢s; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por qu¨¦ motivo, por culpa de qu¨¦ prejuicio o descuido no los ley¨® mucho antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema verdadero es que uno se mienta a s¨ª mismo, por obedecer a una difusa coacci¨®n exterior que se convierte en polic¨ªa ¨ªntimo, m¨¢s eficaz a¨²n cuando uno no se da cuenta de que est¨¢ obedeci¨¦ndolo. La literatura, si es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros admirables y son tan distintos entre s¨ª que cualquiera que busque sin prejuicio y dej¨¢ndose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas lecturas encontrar¨¢ exactamente aquellos que le corresponden, los que se le parecen, como se nos parecen seg¨²n Baudelaire esos pa¨ªses en los que nos est¨¢ esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolst¨®i y a la vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este caso habr¨¢ otro novelista en el que podr¨¢ sumergirse como en la misma vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderar¨¢ de nosotros tan solo unos a?os m¨¢s tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que el ¨²nico peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero el lector, cualquiera de nosotros, desea m¨¢s o menos inconfesablemente que le guste lo que la atm¨®sfera del momento determina que debe gustar, lo que est¨¢ en la lista de los diez mejores al final del a?o, o, igual de arbitrariamente, lo que es tan poco le¨ªdo que por fuerza ha de ser muy bueno, como si existiera alg¨²n tipo de correlaci¨®n entre la fama o el n¨²mero de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A Franz Kafka no lo le¨ªa nadie en su tiempo y era un escritor magn¨ªfico; Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En ¨²ltimo extremo, las elecciones personales no dependen de la calidad objetiva, tan dif¨ªcil de establecer inapelablemente en las artes, sino de ciertas afinidades que son m¨¢s poderosas porque no son del todo conscientes. Qu¨¦ hace que uno se enamore de una cara y no de otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann en La monta?a m¨¢gica. Y un amor pasional puede acabarse en unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar una vida entera. A m¨ª Garc¨ªa M¨¢rquez o Alejo Carpentier me gustaron mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o Marcel Proust, o Montaigne, me gustan m¨¢s cuanto m¨¢s tiempo pasa y cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo descubierto despu¨¦s de los cincuenta a?os. A los veintitantos tuve entre las manos Bajo el volc¨¢n y no recuerdo si lo empec¨¦ y no segu¨ª leyendo o si lo dej¨¦ en una estanter¨ªa y ya no lo abr¨ª nunca.
No se sabe qu¨¦ parte de intuici¨®n o de capricho hay en estas afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder simplemente a la distracci¨®n, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo que no puede es negar su existencia. Si me paro a pensarlo creo que Carlos Fuentes me daba la impresi¨®n de escribir novelas no sobre personajes sino sobre temas de antemano importantes: la Conquista, el Mestizaje, la Identidad colectiva de los mexicanos o los latinoamericanos. Quiz¨¢s me alejaba de ¨¦l no una literatura que apenas hab¨ªa le¨ªdo sino un cierto personaje de escritor: el que adquiere una figura p¨²blica tan agigantada que acaba representando o simbolizando un pa¨ªs entero, toda una literatura, un continente; el escritor proconsular o papal, que habla por un micr¨®fono desde una tribuna, no el que escribe a solas en su cuarto y parece que nos est¨¢ murmurando al o¨ªdo, Borges urdiendo poemas en voz baja en su penumbra de casi ciego, John Cheever tecleando en una m¨¢quina de escribir en un s¨®tano: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediaci¨®n a otra.
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