Romanticismo del conocimiento
Quiz¨¢s no hay un gran libro que no contenga al menos un gran viaje. Uno de los mejores libros que yo he le¨ªdo en bastantes a?os, La edad de los prodigios, del historiador brit¨¢nico Richard Holmes, est¨¢ atravesado de la primera a la ¨²ltima p¨¢gina por los muchos viajes de la gran ¨¦poca de las exploraciones ilustradas, pero el marco temporal que cubre lo delimitan precisamente dos: dos vueltas al mundo, las dos tan llenas de aventuras que abarcar¨ªan cada una al menos una docena de novelas, las dos tan decisivas que cambiaron para siempre las vidas de quienes participaron en ellas y ensancharon en una escala revolucionaria los l¨ªmites del conocimiento humano. En abril de 1769 el buque Endeavour, al mando del capit¨¢n James Cook, lleg¨® a la isla de Tahit¨ª, en el curso de un viaje que iba a durar tres a?os, y cuya misi¨®n principal era observar el tr¨¢nsito de Venus. En diciembre de 1831, el joven Charles Darwin, un naturalista aficionado, se embarcaba en el Beagle con la vaga tarea de hacerle compa?¨ªa a su capit¨¢n y de realizar observaciones geogr¨¢ficas y bot¨¢nicas en Am¨¦rica del Sur. En nuestra ¨¦poca, dominada por la convicci¨®n idiota de que el pasado es un mundo de gente aburrida y provecta que a diferencia de nosotros lo ignoraba todo sobre las nuevas tecnolog¨ªas, sorprende comprobar que los grandes exploradores y descubridores cient¨ªficos de hace m¨¢s de dos siglos fuesen gente tan joven: en 1831, Charles Darwin ten¨ªa 22 a?os; en abril de 1769, reci¨¦n llegado a lo que parec¨ªa el para¨ªso terrenal de Tahit¨ª, Joseph Banks, el responsable de las observaciones astron¨®micas de la expedici¨®n de Cook, iba a cumplir 26.
Con un instinto para las simetr¨ªas inexactas que parecer¨ªa m¨¢s propio de un novelista, Richard Holmes empieza su libro con la llegada del Endeavour a Tahit¨ª, despu¨¦s de una traves¨ªa de m¨¢s de seis meses desde Inglaterra, y lo termina con la partida del Beagle. El final de un gran libro es tambi¨¦n muchas veces una perspectiva abierta sobre el porvenir que hay m¨¢s all¨¢ de ¨¦l, porque nos gusta que las historias se completen, pero tambi¨¦n que nos recuerden que no hay trama que no sea incesante. Esa despedida narrativa de La edad de los prodigios es el comienzo de otra era en el conocimiento cient¨ªfico que ya es de alg¨²n modo la que vivimos nosotros: los cinco a?os de la vuelta al mundo de Darwin en el Beagle son el gran viaje educativo que dio lugar a El origen de las especies, que sigue estando en el centro de todas nuestras ideas sobre la vida y sobre el lugar de los seres humanos en la naturaleza, y que al cabo de m¨¢s de siglo y medio, asombrosamente, a¨²n provoca el esc¨¢ndalo de los integristas. Pero la gran ruptura de Darwin no habr¨ªa sido posible sin una larga tradici¨®n de racionalidad y de observaci¨®n emp¨ªrica de las cosas que empieza en Inglaterra con Francis Bacon y Robert Hooke y contin¨²a con Newton, y una generaci¨®n m¨¢s tarde con ese esp¨ªritu a la vez ilustrado y rom¨¢ntico que es el impulso del primer viaje de Cook.
Entre el viaje del Endeavour y el del Beagle, cuenta Richard Holmes, una misma pasi¨®n por el conocimiento impulsa a los investigadores que a¨²n no se llaman cient¨ªficos ¡ªel t¨¦rmino en ingl¨¦s, scientist, fue acu?ado en 1834¡ª y a los poetas a los que m¨¢s tarde se llamar¨ªa rom¨¢nticos. Las divisiones exageradas m¨¢s tarde por la miop¨ªa de los especialismos acad¨¦micos nunca existieron. Samuel Taylor Coleridge era amigo de astr¨®nomos, exploradores y qu¨ªmicos, y en su poes¨ªa y sus ensayos est¨¢n presentes los debates cient¨ªficos que le entusiasmaban tanto como la literatura. Keats y Shelley tuvieron formaci¨®n m¨¦dica. Humphry Davy, que hizo descubrimientos fundamentales en qu¨ªmica, gustaba de los paseos solitarios por esos paisajes desolados en los que nadie hab¨ªa encontrado belleza hasta la irrupci¨®n de la mirada rom¨¢ntica, y escribi¨® poemas casi con la misma fertilidad con que publicaba ensayos cient¨ªficos. Ning¨²n poeta ejercit¨® tan temerariamente la imaginaci¨®n como el astr¨®nomo William Herschel, que descubri¨® el planeta Urano, el primero que se a?ad¨ªa al Sistema Solar desde la Antig¨¹edad. Fue Herschel quien concibi¨® la idea del universo no como un templo o una b¨®veda en la que se mov¨ªan ordenadamente los cuerpos celestes seg¨²n las leyes de Newton, sino como un espacio de distancias que la luz tardaba millones de a?os en recorrer y en el que estrellas y galaxias estaban permanentemente form¨¢ndose y destruy¨¦ndose. El devoto Haydn aseguraba que el sobrecogimiento de mirar por el telescopio de Herschel, el m¨¢s grande construido nunca, le inspir¨® para componer su oratorio La Creaci¨®n, que contiene alguna de la m¨²sica m¨¢s memorable de aquellos tiempos. Pero mucho antes de El origen de las especies, desde finales del siglo XVIII, las observaciones astron¨®micas de Herschel desbarataban impl¨ªcitamente la veracidad obligatoria del relato b¨ªblico: el espacio era mucho m¨¢s grande de lo que hab¨ªa imaginado nadie y conten¨ªa muchos m¨¢s soles y m¨¢s mundos; el tiempo no pod¨ªa medirse por las generaciones de la Biblia sino por la edad de las galaxias y la velocidad de la luz.
El conocimiento puro era una pasi¨®n tan heroica como la poes¨ªa y tambi¨¦n una manera pr¨¢ctica de mejorar la vida de las personas y de establecer una fraternidad que estuviera por encima de las lealtades nacionales. William Herschel era un alem¨¢n que hizo toda su carrera en Inglaterra. Cient¨ªficos brit¨¢nicos y franceses se manten¨ªan en comunicaci¨®n incluso durante las guerras napole¨®nicas. Ilustraci¨®n y Romanticismo se combinan en los viajes de Mungo Park en busca de una Tombuct¨² que parece inventada en los sue?os del opio y en el empe?o de Humphry Davy por lograr una l¨¢mpara segura para los mineros del carb¨®n, que mor¨ªan en accidentes terribles cuando las llamas de sus candelas provocaban explosiones de metano, quem¨¢ndolos o sepult¨¢ndolos vivos bajo los aludes. El relato meticuloso de la invenci¨®n de la l¨¢mpara de Davy absorbe tanto como el de las aventuras er¨®ticas del joven Joseph Banks en Tahit¨ª o las primeras ascensiones en globo o las noches en vela de William Herschel y su hermana Caroline explorando el cielo con el telescopio. En nuestro pa¨ªs, d¨¦cadas de adoctrinamiento en la ignorancia instigado por una mafia pol¨ªtica agresivamente analfabeta han desprestigiado y casi extinguido el amor por el saber, lo han convertido en una especie de antigualla sombr¨ªa que solo es tolerable si la reduce a unas cuantas pildoritas de colores administradas l¨²dicamente y con el adecuado envoltorio tecnopedag¨®gico: en La edad de los prodigios Richard Holmes vuelca toda su erudici¨®n y todo su talento narrativo en el gran relato ¨¦pico de la pasi¨®n humana por aprender, por descubrir, por explorar, por experimentar, por imaginar con solidez y rigor lo que todav¨ªa no se sabe si existe, la atracci¨®n del misterio que est¨¢ en la ra¨ªz de la ciencia y de la literatura, la alegr¨ªa de dedicar la vida a una vocaci¨®n exigente, tan f¨¦rtil para uno mismo como para los otros. Miguel Mart¨ªnez-Lage muri¨® cuando lo estaba traduciendo. Puedo imaginar c¨®mo disfrutar¨ªa con ese trabajo, ¨¦l que amaba tanto la buena prosa en ingl¨¦s.
La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo. Richard Holmes. Traducci¨®n de Miguel Mart¨ªnez-Lage y Cristina N¨²?ez Pereira. Turner. Madrid, 2012. 686 p¨¢ginas. 32 euros.
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