Longitudes de verano
Llegan los calores de julio y por una especie de reflejo condicionado se me despierta la apetencia por las ficciones de mucho calado y larga duraci¨®n. Durante el resto del a?o, la gula lectora est¨¢ m¨¢s influida por las obligaciones, aunque nunca hasta el extremo de forzarme a terminar un libro que no me guste mucho. Hay muchos m¨¢s libros buenos de los que uno tendr¨¢ ocasi¨®n de leer en su vida, de modo que no queda tiempo para leer libros malos. Pero como los libros pueden ser muy buenos de muchas maneras diferentes, no hay obligaci¨®n de leer ninguno que no resulte apasionante. Cualquier lector con afici¨®n y cierta experiencia est¨¢ capacitado para leer cualquier novela. Pero uno va cambiando mucho a lo largo de la vida, y lo que le gust¨® mucho en una ¨¦poca puede dejarlo indiferente o incluso volv¨¦rsele detestable, del mismo modo que la gran novela que lo venci¨® de aburrimiento o simplemente no despert¨® la llama de la curiosidad puede abr¨ªrsele como por sorpresa y ya para siempre en una futura tentativa. Sobre gustos no hay nada escrito: el sentido de la expresi¨®n creo que es que en ese ¨¢mbito tan privado del gusto no manda nadie, o no lo afecta ninguna legislaci¨®n exterior. Reivindico, por cierto, el verbo gustar, con su connotaci¨®n sensorial y caprichosa, por encima de ese otro que circula entre la gente m¨¢s o menos conectada con la literatura, ¡°interesar¡±, que suena como a un juicio m¨¢s experto, elaborado con el desapego de una evaluaci¨®n t¨¦cnica, como si quien lo usa no descendiera a la vulgaridad primaria del disfrute. Como si al tomarse uno una cerveza fresca dijera:
¡ªMe ha interesado mucho esta cerveza.
A lo largo del a?o me atraen y me gustan o me disgustan o me aburren o me entusiasman libros muy distintos, no principalmente de ficci¨®n, libros de historia o de divulgaci¨®n cient¨ªfica o de m¨²sica o de puro chisme biogr¨¢fico. Pero es llegar el verano y esa promiscuidad lectora deja paso al alimento casi ¨²nico de la novela: la novela larga y complicada, la novela que le exige a uno que se quede a vivir en ella, la que es como una casa de hondas habitaciones retiradas y como un viaje, como una de aquellas traves¨ªas antiguas que duraban semanas, como los viajes definitivos de los que precisamente tratan algunas de esas mismas novelas: el tr¨¢nsito hacia la India de E. M. Forster, el viaje del Pequod, los siete a?os de retiro del joven Hans Castorp en La monta?a m¨¢gica, el eterno viaje en tren a Siberia en medio del caos de los primeros tiempos de la revoluci¨®n que es la espina dorsal de Doctor Zhivago, el del desdichado Lord Jim hasta los l¨ªmites de la ignominia y la redenci¨®n.
El calor y las novelas. La vagancia y las novelas. La lectura de novelas como la perfecci¨®n de la vagancia. La literatura de evasi¨®n de m¨¢xima categor¨ªa. De un modo u otro, el tiempo se apacigua en verano, y aunque haya que trabajar parece que las obligaciones son menos agobiantes. En ese estado de esp¨ªritu, la gran novela despliega sus atractivos m¨¢s seductores, y solo a trav¨¦s de la seducci¨®n ejerce sus efectos la literatura: la posibilidad de habitar temporalmente, conjeturalmente, en un mundo paralelo al de la realidad cotidiana, y de experimentar en ¨¦l otras vidas que son ajenas a la nuestra pero que en su peculiar extra?eza se nos vuelven familiares. Se trata de un ejercicio intelectual de una sofisticaci¨®n extraordinaria, y sin embargo est¨¢ al alcance de cualquiera, y es tan propio de nuestra condici¨®n que los mayores expertos en ¨¦l son los ni?os: jugar plenamente a algo, o a ser alguien, y hacerlo con toda convicci¨®n y a la vez sabiendo que se trata de un juego; saber que Jay Gatsby o Don Quijote o Yuri Zhivago o el Jim de Conrad no existen ni han existido nunca, y a la vez sentir una pena inmensa al leer sobre su muerte. Ahora parece ¡ªal menos as¨ª lo creen los directivos de los peri¨®dicos espa?oles, m¨¢s todav¨ªa en verano¡ª que la capacidad de atenci¨®n es muy limitada, muy fragmentaria: las novelas proponen el desaf¨ªo y la recompensa de una atenci¨®n que se mantiene alerta a lo largo del tiempo, de un placer que es m¨¢s profundo precisamente porque no se agota en la fruici¨®n instant¨¢nea. Y para otra epidemia contempor¨¢nea, la hipertrofia del yo, las novelas contienen el remedio magn¨ªfico de la inmersi¨®n en otras vidas, y por tanto un alivio temporal de la obsesi¨®n por uno mismo, por el registro de cada ¨ªnfima apetencia o rechazo, de cada uno de los me gusta y no me gusta que parece obligatorio estar anunciando en p¨²blico a cada momento.
El tiempo que las novelas exigen lo devuelven colmado: en unas horas de lectura, el tiempo se dilata abarcando a?os, vidas enteras. Tambi¨¦n exigen soledad, y tambi¨¦n la devuelven, fortalecida y habitada. Sin soledad no hay lectura verdadera: sin una confrontaci¨®n con las palabras escritas en la que no cabe nadie m¨¢s, ni la opini¨®n de otros lectores, ni los juicios de la cr¨ªtica, ni el deseo de parecerse a otros o distinguirse de otros. Estar tranquilamente ¡°a solas, sin testigo¡± (Fray Luis de Le¨®n) con una cierta frecuencia es un lujo de primera necesidad que, sin embargo, se vuelve cada vez m¨¢s raro. Por eso irritan tanto esos subrayados del Kindle que le informan a uno del n¨²mero de lectores que han destacado una cierta frase en un texto electr¨®nico. No quiero saber a cu¨¢ntas personas les gusta o les disgusta la misma frase que a m¨ª. No me hace ninguna falta transmitir instant¨¢neamente mi reacci¨®n afirmativa o negativa a la opini¨®n de un novelista o a las peripecias de un personaje. No quiero ser parte del grupo de los que tienen en com¨²n una cierta novela. ¡°Vivir quiero conmigo¡±, dice tambi¨¦n Fray Luis. Quiero leer la novela yo solo. Quiero vivir en ella como en una isla o en una casa, ni siquiera eso, como en una habitaci¨®n en la que mientras me apetezca no quiero que entre nadie m¨¢s.
Porque muchas de ellas son de dominio p¨²blico, los fabricantes de lectores electr¨®nicos regalan esas novelas: pero cualquier texto, m¨¢s a¨²n si es cl¨¢sico, ha de ser editado y fijado, y los que est¨¢n escritos en otra lengua se deben traducir de nuevo cada cierto tiempo, y desde luego del idioma original, no de otra traducci¨®n, como hasta hace no mucho ha sido normal en Espa?a, por ejemplo, con la literatura rusa. Si hay que vivir en una novela, que sea en las mejores condiciones. El verano pasado, nada m¨¢s empezar el calor, busqu¨¦ refugio en Doctor Zhivago, tan bellamente traducido por Marta Reb¨®n. Como estoy leyendo una biograf¨ªa de Joyce, me tienta mucho este verano regresar a Ulysses. Pero por lo pronto llevo conmigo, casi intacta, reci¨¦n comenzada, una edici¨®n de bolsillo de La cartuja de Parma: una promesa de felicidad, por decirlo con las palabras del propio Stendhal.
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