A la caza del devorador de hombres
La tigresa de Champawat mat¨® a 436 seres humanos En 400 a?os, estos felinos se han comido un mill¨®n de personas en Asia Nos enrolamos en las campa?as de cazadores como Kenneth Anderson y Jim Corbett
El tigre es el icono por excelencia de la gran aventura con fieras, y que Simba me perdone. Reverso oscuro y elusivo del le¨®n, con el que comparte tantos aspectos simb¨®licos, el tigre supera a su cong¨¦nere melenudo en tama?o y fuerza ¨Ces el verdadero rey de los felinos actuales¨C, pero adem¨¢s su condici¨®n de animal secreto y solitario, engastado en la oscuridad y el misterio de la selva, le otorga una calidad especial, esencial y ¨²nica, frente a su gregario y solar pariente. Es f¨¢cil ver un le¨®n, pero no le es dado a todo el mundo contemplar un tigre. Yo mismo en medio siglo de vida no me he topado con ninguno, en libertad quiero decir, cautivos los he visto incluso blancos. Y no ha sido por falta de empe?o. Hace a?os, en el norte de la India, observ¨¦ sus huellas en el barro ¨Cno eran dif¨ªciles de identificar: igual que las de mi gato, pero a lo bestia, del tama?o de la mano abierta¨C, y en un peque?o poblado del Himalaya del Garwhal me mostraron una vez los restos de una vaca a la que hab¨ªa matado la noche anterior uno de esos depredadores listados; a¨²n tiemblo al recordar que yo hab¨ªa pasado esa misma noche en una fr¨¢gil tienda de campa?a en los alrededores. El tigre seguramente prefiri¨® la cantidad a la calidad. Siento lo de la vaca, pero es un hecho que ella no habr¨ªa podido escribir este art¨ªculo. Uno de los motivos de que mi pusil¨¢nime persona se embarcara en un largo viaje senderista por esa remota zona llena de incomodidades (?sanguijuelas!) y peligros fue precisamente recorrer los parajes del Uttarakhand en que se desarrollaron algunas de las mayores aventuras con tigres de la historia. Me refiero, claro, a las cacer¨ªas de felinos antrop¨®fagos llevadas a cabo por Jim Corbett en las primeras d¨¦cadas del siglo XX.
Por circunstancias del destino o por un rasgo de car¨¢cter sin duda preocupante, los tigres asesinos han sido una de mis pasiones desde ni?o. De hecho, desde que en 1966, con nueve a?os, me compr¨¦, prefiri¨¦ndolo a Tint¨ªn y a Enid Blyton, Devoradores de hombres, de Kenneth Anderson (editorial Juventud, 1964), otro brit¨¢nico que se desvivi¨® por librar de esas alima?as a las gentes de la India meridional como su compatriota Corbett lo hizo en el norte. No s¨¦ qu¨¦ extra?a fibra tocaron esas aventuras en m¨ª, un chico aparentemente normal y sano, pero aquel verano, ya con toda la bibliograf¨ªa de Anderson le¨ªda (La pantera negra de Sivanipalli, La llamada del tigre y Esto es la jungla), me lo pas¨¦ rastreando huellas en los pinares y encaram¨¢ndome a los ¨¢rboles para construir un remedo infantil de la plataforma desde la que mi h¨¦roe acechaba a las terribles fieras armado de rifle, t¨¦, paciencia y mucho valor. De all¨ª no me hac¨ªa bajar m¨¢s que mi madre, que ven¨ªa a buscarme con una linterna y un vaso de Cola-Cao.
En la aleatoria y subjetiva selecci¨®n de grandes aventuras que quiere ser esta serie me resulta dif¨ªcil escoger mi favorita de todas las que he vivido con el bueno de Kenneth Anderson, nuestro hombre en Bangalore, un tipo que conoc¨ªa, amaba y respetaba la vida salvaje ¨Caunque tuviera que despachar a las mal¨¦volas sabandijas rayadas o moteadas que le hab¨ªan cogido gusto a la carne humana¨C, y que era capaz de dejarte en suspenso en medio de una emocionante batida para anotar la voz del sambar o dedicar ?tres l¨ªneas completas! a transcribir la llamada del chacal (aqu¨ª no les voy a hacer esa faena). La persecuci¨®n del devorador de hombres de Segur, el anacoreta rayado de Devarayandurga, el terror listado del valle de Chamala, el tigre melenudo de Chordi ¨Ccuya caza requiri¨® ?cinco a?os!¨C o la tigresa de Jowlagiri (¡°todo parec¨ªa en paz en la selva de Jowlagiri, y, sin embargo, el peligro reinaba por doquier y la muerte pertenec¨ªa oculta detr¨¢s de cada ¨¢rbol¡±) rivalizan en emoci¨®n. Oficialmente, Anderson mat¨® siete tigres devoradores de hombres, adem¨¢s de ocho panteras con el mismo (mal) h¨¢bito y varios elefantes locos (!), como el de Panapatti, que gustaba de hacer papilla a la gente y en consecuencia fue declarado indeseable por el Gobierno indio, que ofreci¨® una recompensa por ¨¦l.
Es f¨¢cil ver un le¨®n, pero no le es dado a todo el mundo contemplar un tigre
Sin duda, una de las m¨¢s tremendas peripecias de Anderson (1910-1974) es la caza del devorador de hombres de Hosdurga-Holalkere, una zona del Estado de Mysore c¨¦lebre por ser morada de tigres de desviada condici¨®n gastron¨®mica. El reinado de terror del felino que nos ocupa comenz¨® con el ataque a una ni?a de 11 a?os de la que solo se encontraron unos pedazos de ropa interior desgarrada prendidos en unos espinos. De la segunda v¨ªctima, un mulero, pudo recuperarse la cabeza, los dos brazos, una pierna y el pie de la otra. El tigre tuvo luego el mal gusto de llevarse a un cazador brit¨¢nico que lo acechaba con un compa?ero, que escap¨® aterrorizado. Anderson sigui¨® el rastro de sangre y encontr¨® lo que quedaba del infortunado. Tras varios recechos infructuosos con cebos animales, el cazador lo intenta aprovechando el oportuno cad¨¢ver de otro aldeano. En medio de la noche, Anderson, tendido sobre una roca a la vista del poco tranquilizador despojo a medio devorar (?lo que deb¨ªan de ser esas veladas!), escucha un rugido de frustraci¨®n cuando el tigre asesino le ataca por la espalda y falla por muy poco. Al final, Kenneth Anderson va a buscar al tigre junto a un viejo fuerte, adonde ha arrastrado y parcialmente devorado a un chico. Cuando trepa entre la maleza que cubre las murallas derrumbadas, entre la vegetaci¨®n aparece la cabeza del tigre con la orejas aplastadas contra el cr¨¢neo, preparado para el salto ¡°y las mand¨ªbulas abiertas de par en par mostrando sus amenazadores y blancos colmillos¡±. Una visi¨®n de ag¨¢rrate. Anderson dispara. La bala penetra por la boca de la fiera en el mismo momento en que el tigre se abalanza hacia ¨¦l pose¨ªdo por un diab¨®lico deseo de matar. Trata de escapar del animal rabioso. ¡°A pesar de haberle saltado la tapa de los sesos con mi disparo, aquel tigre trat¨® a¨²n de alcanzarme¡±. Anderson se da la vuelta: el tigre est¨¢ a dos metros. ¡°Casi fuera de m¨ª a causa del terror, dispar¨¦ una segunda, tercera y cuarta bala contra la bestia, y mientras, destrozada, ca¨ªa de lado, yo me sent¨¦ entre las ruinas, d¨¦bil y tembloroso¡±. ?Uf!
No es la ¨²nica ocasi¨®n en que nuestro h¨¦roe se salva por los pelos. La tigresa de Jowlagiri tambi¨¦n le da caza al cazador mientras este la aguarda junto a los pobres restos de otro aldeano (?qu¨¦ duro ser campesino indio en tierra de tigres!). La fiera marra su ataque y choca contra el ca?¨®n del rifle de Anderson, el arma se dispara, el cazador la suelta y queda desarmado. La leche. Por suerte, la tigresa desaparece. Luego se ver¨¢ que el disparo fortuito le ha arrancado una oreja. La bestia asesina tiene un final extravagante: Kenneth Anderson, que como Jim Corbett imita a la perfecci¨®n los sonidos de la selva (al segundo, que acab¨® en Kenia, trataron de contratarlo a fin de que realizara sonidos animales para Las minas del rey Salom¨®n), la atrae imitando la llamada del tigre macho en celo y le mete una bala del 405 entre los ojos. ¡°La temible asesina de Jowlagiri hab¨ªa tenido un fin miserable e ignominioso, indigno de sus sangrientas haza?as, y aunque hab¨ªa sido un animal de presa, silencioso, salvaje y cruel, mi conciencia me acus¨® de haber usado un ardid muy poco noble para poner t¨¦rmino a su vida¡±. Hay que ver c¨®mo son los ingleses¡ Les pierde la deportividad.
Llegados a este punto, a algunos de ustedes quiz¨¢ les parecer¨¢ incorrecto considerar como aventura la caza y muerte de un tigre, cuando esos hermosos animales est¨¢n en riesgo de extinci¨®n (quedan en libertad unos 3.200, se los cr¨ªa en zoos y granjas, pero no es posible reintroducirlos en la naturaleza). No nos confundamos. Miren, yo amo a los tigres, me identifiqu¨¦ de ni?o con el Timur de Bernard C. Rutley (Molino, 1962), y junto a la lectura de Anderson tambi¨¦n lleg¨® la de Bengt Berg (El tigre y el hombre, Juventud, 1958), y m¨¢s recientemente, el gran estudio de Schaller The deer and the tiger (University of Chicago Press, 1984). No quisiera vivir en un mundo sin ellos, sin tigres; tampoco demasiado cerca, es cierto: un tigre adulto necesita consumir 2.260 kilos de carne al a?o; si no encuentra suficiente, se alimentar¨¢ de ranas, macacos o cualquier cosa parecida que encuentre. Siempre les hemos temido a la par que admirado, por su poder y su estampa. La primera representaci¨®n conocida de un tigre, un sello de 5.000 a?os de antig¨¹edad procedente de Mohenjo-Daro, lo muestra muy expresivamente bajo un ¨¢rbol en el que est¨¢ encaramado un hombre. El tigre m¨¢s famoso, dejando de lado a Blake, el golf y a los de Mompracem, Shere Khan, no es precisamente un santo, pero no por eso vamos a denostar a Kipling y a Walt Disney.
D¨¦jenme recordarles que en este texto no se glorifica la literatura de shikar, de caza sin m¨¢s, que ha llevado al borde del exterminio al tigre en muchos lugares (junto a la demanda de huesos y otras partes para la medicina tradicional china), sino que hablamos de devoradores de hombres, fieras peligros¨ªsimas y resabiadas que se han cebado en las personas ¨Cuno se especializ¨® en devorar solo ni?os¨C e impuesto un reinado de terror en regiones enteras. Se calcula que en los ¨²ltimos 400 a?os, los tigres se han comido en Asia un mill¨®n de personas. Si un bicho as¨ª se merienda a tu padre, se te pasa el conservacionismo. Pienso en el devorador de hombres de Pegepalyam, al que Kenneth Anderson, que en puridad no era cazador profesional, sino que trabajaba como cuadro medio en una f¨¢brica de Bangalore, no consigui¨® cazar y que cuando le perdi¨® la pista, confundido con el asesino listado de Ragnagara, hab¨ªa devorado ya a 14 personas, 37 seg¨²n otras fuentes. Ese tigre ten¨ªa la siniestra particularidad de desgarrar a sus v¨ªctimas solo con las zarpas, as¨ª que se cree que igual hab¨ªa sido da?ado en la boca por el disparo de un furtivo o alg¨²n accidente (las minusval¨ªas de algunos tigres explican en muchos casos su afici¨®n por los humanos en lugar de por sus presas habituales).
Por circunstancias del destino o por un rasgo de car¨¢cter sin duda preocupante, los tigres asesinos han sido una de mis pasiones desde ni?o
La historia me hace pensar, y perdonen el excurso, en el baghnak, un arma india tipo pu?o de hierro (de la palabra hindi para garra de tigre) que imita una zarpa y que, inventado por Shivaji, el fundador del imperio Maratha, le sirvi¨® a este para sacarle las entra?as al general Afzul Khan, al servicio del sultanato de Bijapu, cuando aparentaba abrazarle (!). Soy incapaz de dejarles de explicar que fue tradici¨®n armar a las chicas hind¨²es bengal¨ªes con este instrumento para protegerlas durante los sangrientos enfrentamientos con los musulmanes en las revueltas de Calcuta de 1946. ?Chicas tigre!, parece sacado de una pel¨ªcula de Jacques Tourneur. Un apunte, ya que estamos, sobre los filmes con tigres devoradores de hombres: la versi¨®n de Hollywood de los libros de Corbett Man-eaters of Kumaon, con Sabu, es muy mala; tampoco es para tirar cohetes Rampage, con Robert Mitchum persiguiendo en Malasia a un peligroso h¨ªbrido de tigre y pantera (los hay) y a Elsa Martinelli. Mi preferida es Harry Black y el tigre, en la que Stewart Granger da caza a un tigre asesino envuelto en una historia de amor y cobard¨ªa con ra¨ªces en la II Guerra Mundial.
Kenneth Anderson, que muri¨® de c¨¢ncer de pr¨®stata en 1974 no sin antes, en un gesto que le honra, ceder su querida mascota pit¨®n al Madras Snake Park de Rom Whitaker y realizar, ya muy enfermo pero a¨²n con ganas de aventuras, su primer viaje de LSD (seg¨²n he le¨ªdo en un art¨ªculo del diario indio The Hindi), es menos conocido en general que su colega en despachar devoradores de hombres Jim Corbett. Los dos ¨Cque nacieron ambos en la India, en el seno de familias largo tiempo instaladas all¨ª¨C me parecen buenos y legales tipos, aunque est¨¢ de moda por lo visto vituperarlos en aras de un animalismo a ultranza (e injustamente retroactivo). A Corbett se le ha acusado de imperialista y de ser poco sensible a las realidades de los indios (pese a que parece bastante sensibilidad jugarte la vida para librarles de bichos como el leopardo de Rudraprayag, que se comi¨® a 125 de ellos), y a Anderson, de (?anatema!) inventarse sus historias. Se le ha reprochado tambi¨¦n ser menos literario. A m¨ª, qu¨¦ quieren que les diga, me encanta c¨®mo escriben los dos. No solo por la emoci¨®n de sus aventuras, sino por la pasi¨®n con que describen la naturaleza y sus bellezas, del chital al chotacabras. Ambos, Corbett y Anderson, acabaron empu?ando la c¨¢mara y defendiendo posturas conservacionistas.
A Corbett, al que se le consagr¨® el primer parque nacional de la India y el nombre de una especie de tigre (el de Indochina, Panthera tigris corbeti, reconocido como especie aparte en 1968), llegu¨¦ m¨¢s tarde, pero me he le¨ªdo todos sus libros con fruici¨®n (en Oxford University Press hay traducci¨®n de algunos al castellano). Es cierto que sus fieras asesinas son m¨¢s numerosas (mat¨® 19 tigres y 14 leopardos) y m¨¢s importantes en cuanto al volumen de sus fechor¨ªas ¨Cel tigre de Champawat, una hembra, devor¨® a 438 seres humanos (s¨ª, han le¨ªdo bien) hasta que cay¨® bajo su rifle en 1907¨C y la repercusi¨®n que tuvieron. Tambi¨¦n es verdad que el coronel Corbett (1875-1955) se mov¨ªa a¨²n en otra ¨¦poca al cazarlas. Anderson era m¨¢s moderno, llevaba el t¨¦ en termo y se desplazaba de una regi¨®n a otra en su Studebaker.
Corbett, del que acaba de aparecer una maravillosa selecci¨®n de textos in¨¦ditos, incluidas cartas, como la correspondencia que sostuvo mientras daba caza al leopardo de Rudraprayag ¨CMy Kumaon, uncollected writings (Oxford, 2012)¨C, estaba cerca todav¨ªa de los grandes d¨ªas del Raj y la llamada edad de oro de la caza del tigre, cuando se mataron 20.000 tigres por deporte y eran varios los brit¨¢nicos que, aunque hoy parezca imposible, contaban en su haber (y en su conciencia) un centenar de estos hermosos felinos: el coronel Nightingale caz¨® 300 antes de morir alanceando una pantera a caballo; un tal George Yule, 400 en 25 a?os, y el famoso Gordon Cummings, 73 en dos a?os. En todo caso, el hombre que m¨¢s tigres ha matado en la historia parece haber sido el sult¨¢n de Surguja: 1.700 (v¨¦ase The life and fate of the indian tiger, de Tobias J. Lanz, Praeger, 2009). En realidad, los brit¨¢nicos heredaron la pasi¨®n por la caza del tigre de los maharaj¨¢s y nababs, que practicaban cacer¨ªas espectaculares (hunquah). El m¨¢s obsesivo con esos felinos fue sin duda Tipu Sult¨¢n, el Tigre de Mysore, que los criaba en su palacio, se sentaba en un trono en forma de tigre, enarbolaba una bandera que proclamaba la divinidad del animal, luc¨ªa ropas listadas y visti¨® a sus tropas ¨Ccon las que combati¨® a los ingleses¨C tambi¨¦n con uniformes de rayas. Un detalle menos simp¨¢tico es que lanzaba los prisioneros a sus tigres.
Mi historia favorita de tigres de Corbett, al que, a diferencia de Anderson, no le gustaban nada las serpientes y que era adem¨¢s muy supersticioso y viv¨ªa con su hermana, es la de la mencionada tigresa de Champawat, su primer devorador de hombres. Cuando la fiera se llev¨® a una chica de 17 a?os, Corbett sigui¨® el rastro de sangre y cuentas azules del collar de la v¨ªctima, a la que la tigresa portaba como una mu?eca entre las fauces. M¨¢s adelante encontr¨® un extra?o objeto blanco: era una pierna. Horrorizado, se agach¨® y se sumi¨® en la contemplaci¨®n del miembro, perdiendo un segundo la concentraci¨®n en la caza. Un sexto sentido le hizo alzarse repentinamente y encarar el rifle: la tigresa, que le estaba acechando, abort¨® en el ¨²ltimo segundo su ataque, desapareciendo en la selva. Luego logr¨® cazarla. En el est¨®mago le encontraron los dedos de la chica, que el cazador enterr¨® piadosamente. Semanas despu¨¦s, Corbett le llev¨® la piel del animal asesino a una mujer que hab¨ªa quedado muda del shock cuando la tigresa se llev¨® a su hermana; al ver otra vez las temidas rayas, la mujer prorrumpi¨® en alaridos.
Corbett y Anderson acabaron empu?ando la c¨¢mara y defendiendo posturas conservacionistas
Aunque el n¨²mero de tigres se ha reducido implacablemente, siguen d¨¢ndose casos de devoradores de hombres. En Nepal, en 1997 se inform¨® de un tigre que hab¨ªa matado a m¨¢s de 100 personas. El devorador de hombres de Papra no es un cap¨ªtulo de un libro de Corbett o Anderson, sino una noticia de 1986. En los Sunderbans, las impenetrables marismas del delta del Ganges, donde reside la mayor cantidad de tigres salvajes del mundo, entre 500 y 800, se calcula que siguen comi¨¦ndose 50 personas al a?o. Se ha probado de todo para disuadirlos, la gente se pone m¨¢scaras en la nuca y se han colocado espantatigres electrificados, pero el h¨¢bito persiste, seguramente por la escasez de alimento.
Lo que parec¨ªa que hab¨ªa acabado es la literatura de devoradores de hombres, convertida en una rareza. Pero entonces ha llegado El tigre, de John Vaillant (Debate, 2012), una sensacional historia de la caza de un tigre siberiano asesino extraordinariamente bien narrada y que combina el relato tradicional de persecuci¨®n de la fiera con el ensayo zool¨®gico, la divulgaci¨®n de ciencias naturales, el libro de viajes, el g¨¦nero de aventuras y el de terror. Incluso hay pol¨ªtica. Por supuesto, tambi¨¦n tiene parte de informe forense. Es como Corbett y Anderson pasados por el Nuevo Periodismo.
El autor oy¨® hablar del caso, un tigre del Amur (Panthera tigris altaica) que devor¨® a dos personas en diciembre de 1997 y provoc¨® el terror en toda una zona del extremo oriental de Rusia, el Territorio del Primorje, los predios de Dersu Uzala, hasta ser abatido por un abigarrado equipo integrado por polic¨ªas, miembros de un organismo ruso de control de los tigres, exmilitares, furtivos e ind¨ªgenas, y lo recre¨® en un portentoso ejercicio de periodismo y maestr¨ªa narrativa. No he le¨ªdo nada tan bueno en a?os. Vaillant, que ha entrevistado a todos los personajes (supervivientes) de la historia, muestra al animal con el rigor de un bi¨®logo, aprovechando para explicar los problemas de conservaci¨®n del tigre, locales y en toda Asia; pero a la vez, a trav¨¦s de los testimonios de los supersticiosos y montaraces habitantes de la zona, empapados de chamanismo, pavor y vodka, lo reviste de un aura de malignidad, inteligencia y poder sobrenaturales. La sensaci¨®n es que lo que se persigue en esta tierra de chamanes y gulag es a un diab¨®lico, brutal y vengativo asesino en serie. El personaje central del drama, dejando de lado el tigre, el zar del bosque, un bicho enorme capaz de comerse a un oso, es Yuri Trush, un ¨¦mulo de Anderson y Corbett pero en ruso, que incluso vive al final una ordal¨ªa semejante a las que he contado de los otros dos cazadores, con el tigre ech¨¢ndosele encima y engullendo el ca?¨®n de su rifle.
Trush y sus hombres encuentran los restos de un cazador furtivo, Markov, devorado por un tigre en lo que parece un acto de represalia felina. Destaca un f¨¦mur ro¨ªdo. El ambiente es el mismo que en las historias de los cl¨¢sicos, pero a 30 grados bajo cero y con un manto espeso de nieve. ¡°Este era el tigre de invierno, no la criatura esbelta y l¨¢nguida de la hierba alta y los estanques de la jungla, sino el soberano de gruesas extremidades de las monta?as, la nieve y la luz de la luna, esplendoroso y enorme en su soledad fr¨ªa y azul¡±. El libro est¨¢ lleno de frases magn¨ªficas que recogen la esencia de la experiencia de rastrear a un devorador de hombres: ¡°El miedo no es un pecado en la taiga, pero la cobard¨ªa s¨ª lo es¡±. ¡°Lo que segu¨ªan no era un animal, sino una contradicci¨®n, un silencio que estaba hecho de carne y era invisible a la vez¡±. ¡°La ¨²nica certeza en la huella de un tigre es: s¨ªguela el tiempo suficiente y acabar¨¢s llegando a un tigre, a no ser que el tigre llegue antes a ti¡±. De la segunda v¨ªctima del tigre, Pochepnya, quedan apenas restos para llenar una caja de zapatos. Los sobrecogidos cazadores identifican correctamente los excrementos p¨¢lidos y sin pelos del felino can¨ªbal. En una ocasi¨®n, el tigre aguarda a su v¨ªctima, tras irrumpir en su caba?a, acostado sobre su cama, como en un cuento infantil¡
D¨¦jenme acabar este feroz florilegio con la singular historia de la cacer¨ªa de un tigre ins¨®lito. Un tigre nazi de 56 toneladas de puro malvado acero, con una coraza de 100 mil¨ªmetros de espesor y, como arma, no las u?as de 10 cent¨ªmetros y los caninos de 7,6 cent¨ªmetros habituales, sino un letal ca?¨®n de 88 mil¨ªmetros. Lo han adivinado: un tanque Panzerkampfwagen VI Tiger alem¨¢n.
Una de las grandes aventuras de la II Guerra Mundial fue la captura en el norte de ?frica de uno de esos innovadores y carism¨¢ticos carros de combate con fama de invencibles cuya irrupci¨®n en la contienda en oto?o de 1942 (en Rusia) provoc¨® un golpe psicol¨®gico brutal en los aliados que no ten¨ªan nada que oponerles. Era el primero de la serie de supertanques de Hitler y un avanzado indicio de por d¨®nde ir¨ªan los tiros (!) de la evoluci¨®n futura de los carros, hasta llegar a los Abraham y Merkava. Consciente de lo que supon¨ªa esa arma, tan simb¨®lica como lo fue el Stuka al inicio de la guerra, Churchill orden¨® que le consiguieran uno para estudiarlo, pero tambi¨¦n para desactivar su valor propagand¨ªstico y la tigerphobia de sus tropas. Me encanta la historia porque junta los tigres de la jungla sobre los que le¨ªa de ni?o con el m¨ªtico tanque Tiger, una maqueta de Airfix del cual ensambl¨¦ en aquellos felices tiempos y me ha acompa?ado desde entonces. Un libro reci¨¦n aparecido, Catch that tiger (John Blake Publishing, 2012), revela nuevos detalles de la operaci¨®n secreta liderada por el mayor Doug Lidderdale, del cuerpo de ingenieros el¨¦ctricos y mec¨¢nicos (Arte et Marte), que, junto a un pu?ado de valientes y ech¨¢ndole tantas narices como Corbett, Anderson y Trush, caz¨® su letal depredador.
Fue el 21 de abril. Observando que un Tiger del 504 Schwere Panzer-Abteilung (batall¨®n de tanques pesados), con la numeraci¨®n 131 en la torreta, mostraba problemas que obligaron a emerger de su interior a los tripulantes, el grupo de captura, a bordo de un tanque Churchill, les abord¨®. Tras un intenso combate cuerpo a cuerpo, los tanquistas alemanes cayeron y los brit¨¢nicos se apoderaron del tanque intacto, y lo condujeron hasta sus l¨ªneas para llevarlo despu¨¦s hasta Inglaterra.
El tigre de Hitler no est¨¢ en el zoo de Londres, sino que puede contemplarse, como atracci¨®n principal, en el Tank Museum de Bovington, y es el ¨²nico carro Tiger que a¨²n funciona.
Babelia
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