La oscura legi¨®n de las momias
Los grandes episodios de la arqueolog¨ªa, si tienen embalsamados, sin duda son m¨¢s atractivos. Leyendas, maldiciones, faraones olvidados y redescubiertos¡ Tutmosis III, Rams¨¦s II y la ultraestrella Tutankam¨®n alimentan la imaginaci¨®n y el deseo de protagonizar nuestro propio ¡®momento sarc¨®fago¡¯, al estilo de Howard Carter y Victor Loret.
"Vi tal n¨²mero de ata¨²des que sent¨ª que las piernas me temblaban¡±. Solo puedo hacer m¨ªas las palabras del egipt¨®logo berlin¨¦s ?mile Charles Adalbert Brugsch (1842-1930), pronunciadas cuando en un t¨®rrido d¨ªa de julio de 1881 entr¨® en la cachette, el escondrijo de momias reales, de Deir el Bahari (DB 320). En aquella ocasi¨®n, Brugsch, en una de las grandes aventuras de la arqueolog¨ªa, aventuras que con momias sin duda lo son m¨¢s, se dio de bruces con la flor y nata de los faraones egipcios, dispuestos como para pasar revista. Funcionarios piadosos los hab¨ªan recolocado en ese sitio secreto en la propia antig¨¹edad una vez constatado el saqueo de sus tumbas originales y tras volver a vendar las momias ultrajadas y depositarlas en nuevos sarc¨®fagos, sin olvidarse de ponerles una ¨²til anotaci¨®n identificativa de cara a la eternidad. Con el correr de los siglos y la inestimable colaboraci¨®n de una cabra, que ayud¨® a revelar el escondrijo metiendo la pata en una grieta, los reyes y otras momias que les hac¨ªan compa?¨ªa, hasta un total de medio centenar, fueron encontrados por la peor gente posible: los saqueadores de sepulcros Abd el Rasul. Los tres hermanos Abd el Rasul, pilladores de tumbas decimon¨®nicos, guardaron durante a?os el secreto del afortunado hallazgo dedic¨¢ndose a hacer un dinerillo vendiendo piezas del ajuar de las momias y ocasionalmente, parece, incluso una de estas completa. Se cree que esa desgraciada momia real fue comprada por unos viajeros brit¨¢nicos que, perturbados por el hedor del viejo egipcio, lo lanzaron al Nilo. Es dif¨ªcil decir qu¨¦ opinar¨ªan del imprevisto men¨² los cocodrilos.
D¨¦jenme rebobinar y volver a la cabra antes de olvidarme para se?alar la importancia de la fauna local en la historia de los descubrimientos egiptol¨®gicos. De hecho, los textos de las pir¨¢mides, en cuyo hallazgo particip¨® precisamente Brugsch, fueron encontrados en puridad por un zorro que se introdujo a trav¨¦s de una cavidad entre los escombros que rodeaban la pir¨¢mide en ruinas de Pepi I en Saqqara y al que sigui¨® un capataz ¨¢rabe; tenemos tambi¨¦n el incidente de la Tumba del Caballo (El Bab el Hosan, literalmente ¡°la puerta del caballo¡±), descubierta por la montura de Howard Carter, Sult¨¢n, al caer y abrir un agujero en tierra que condujo a una m¨¢s bien decepcionante cripta con una estatua de Mentuhotep I, y m¨¢s recientemente est¨¢ el caso de la gran necr¨®polis de las momias doradas de Bahariya, hallada en 1995 por¡ un burro.
Retomando el inicio y el temblor de piernas de Brugsch entre tantas momias reales, he de decirles que mi gran momento momia, si descartamos la vez que ca¨ª sobre un mont¨®n de ellas en una tumba destartalada y polvorienta del valle de las Reinas, con grave peligro de infecci¨®n y sobre todo de infarto, fue la ocasi¨®n en que me encontr¨¦ a solas rodeado de todos esos mismos faraones que tanto impresionaron al bueno del colaborador alem¨¢n de Maspero. La suerte y una gran desfachatez me permitieron un d¨ªa de noviembre de 1993 colarme en la sala del Museo Egipcio de El Cairo en la que se preparaba a las momias reales para su nueva exhibici¨®n el a?o siguiente en vitrinas con modernos sistemas de mantenimiento. Visitaba a la saz¨®n el museo despu¨¦s de haber viajado a Oxirrinco y El Fayum, y al abrirse una puerta por la que sali¨® un funcionario distingu¨ª dentro a Nasri Iskander, uno de los mayores especialistas mundiales en momias. No iba a dejar pasar la oportunidad. Ni corto ni perezoso, entr¨¦ en la sala y me present¨¦ vehementemente al prestigioso especialista alejandrino como conocido de Zahi Hawass, entonces responsable en alza de la zona monumental de Guiza, y como amigo de Luis Monreal, director aquellos a?os del Instituto Getty de Conservaci¨®n (IGC); de Eduard Porta, director del proyecto de restauraci¨®n de la tumba de Nefertari, y de Frank Preusser, t¨¦cnico del IGC encargado precisamente de dise?ar las nuevas vitrinas monitorizadas, todo lo cual no era solamente asombroso, sino cierto. Sorprendido de mis credenciales y sobre todo de mi arrebatado entusiasmo por las momias, Iskander tuvo la gentileza de present¨¢rmelas una a una. No fue un ¡°aqu¨ª Tutmosis IV, aqu¨ª Jacinto¡±, pero casi.
Un par estaban ya en las nuevas urnas acristaladas, pero otras, como la de Amenofis III y Rams¨¦s V, yac¨ªan en ata¨²des de madera cubiertas solo con un sencillo pa?o que Iskander retir¨® con gesto de prestidigitador para mostr¨¢rmelas. Cara a cara con aquellos poderosos reyes divinos de la antig¨¹edad, sin nada entre ellos y yo, excepto el h¨¢lito de los milenios, sent¨ª un v¨¦rtigo ¨Cs¨ªndrome de Stendhal versi¨®n Osiris¨C que Iskander malinterpret¨® como un vah¨ªdo, por lo que se apresur¨® a preguntarme si quer¨ªa un t¨¦. Imagin¨¦ torpemente la imagen para mis memorias de un t¨¦ entre los faraones y asent¨ª con la cabeza mientras me sent¨ªa incapaz de retirar la mirada de aquellos rostros nobles que contemplaron Karnak nuevecito y sin turistas. El atento estudioso sali¨® a por las bebidas y yo me qued¨¦ ah¨ª a solas con las momias, meditando algo ingenioso que decirles y de manera m¨¢s prosaica pensando en que si una se levantaba me daba un pasmo. Cuando Iskander regres¨® yo no hab¨ªa movido un m¨²sculo y parec¨ªa tan traspuesto que el cient¨ªfico pareci¨® dudar entre darme el t¨¦ o meterme tambi¨¦n en una urna.
Si encontrar una tumba y abrirla ya es emocionante, que haya alguien embalsamado resulta la caraba
No resisto la tentaci¨®n de explicarles que no ser¨ªa la primera vez que una persona moderna se convierte en antigua momia egipcia. Est¨¢ el individuo an¨®nimo que don¨® su cuerpo a la ciencia en Baltimore y al que en 1994 el estudioso Bob Brier transform¨® paso a paso, siguiendo las directrices de los viejos egipcios recogidas por Herodoto (incluida la extracci¨®n del cerebro por la nariz), en una momia perfecta (he ah¨ª una gran aventura p¨®stuma). Desde hace mucho tiempo, adem¨¢s, existen falsificadores de momias que surten al mercado de lo que es un producto muy solicitado: si anta?o las momias eran consideradas una medicina universal, la panacea para todos los males, luego pasaron a ser el indispensable souvenir que los primeros turistas se tra¨ªan del pa¨ªs del Nilo y en la actualidad son gran atracci¨®n en los museos, que se encuentran demediados entre la demanda popular y el debate ¨¦tico sobre la exhibici¨®n de lo que no dejan de ser restos humanos. La falsificaci¨®n se puede hacer, y se ha hecho, metiendo debajo de las vendas cualquier cosa, pero algunos mercaderes no han dudado en emplear aut¨¦nticos cad¨¢veres (a lo Brier) para dar mejor el pego, y se cuenta que incluso se ha llegado a convertir en momia a gente viva.
Las momias, les dec¨ªa, me parecen inseparables de la gran aventura arqueol¨®gica. Y es que si encontrar una tumba y abrirla ya es emocionante, que haya alguien embalsamado dentro resulta la caraba. Aunque no est¨¦ muy bien preservada. Como aquella princesa disuelta en su sarc¨®fago o la misteriosa momia de la enigm¨¢tica tumba KV 55 que Weigall encontr¨® h¨²meda (?) y que al tocarle un incisivo, de tres mil a?os de antig¨¹edad, se convirti¨® en polvo. Ya el pionero de la egiptolog¨ªa Viviant Denon ¨Cdel que Anatole France dec¨ªa aquello tan bonito de ¡°fue valiente y apreci¨® el peligro como la sal del placer¡±¨C se extasi¨® con un pie de momia y se trajo de su pintoresco viaje a L¨²xor una cabeza de anciana ¡°tan bella como las Sibilas de Miguel ?ngel¡±. El propio Napole¨®n tambi¨¦n meti¨® en su equipaje de regreso de la campa?a de Egipto dos testas de momia, una para Josefina, que seguramente hubiera preferido flores.
El mundo est¨¢ fascinantemente lleno de momias. Las de las ni?as incas sacrificadas de un mazazo, como Juanita, la Doncella de Hielo, que descansan en las monta?as andinas. Las tan inesperadas de Xianjiang, cauc¨¢sicas en el desierto del Taklamanjan. O las de la turba, los hombres de los pantanos, que se cuentan entre mis favoritas. Entiendo que el inter¨¦s por las momias les resulte a algunos insano. Incluso amigos egipt¨®logos como el investigador de Consejo Superior de Investigaciones Cient¨ªficas (CSIC) Jos¨¦ Manuel Gal¨¢n, responsable del Proyecto Djehuty de excavaci¨®n en Dra Abu el Naga, arrugan la nariz ante el brillo entusiasta que despunta en mis ojos con solo mencionarse la palabra ¡°momia¡±. ¡°Las inscripciones son m¨¢s importantes¡±, me ri?e Gal¨¢n.
Mi primera momia, como todas mis primeras cosas, desde la muerte hasta el amor pasando por el sexo, estaba en un libro. En una vieja edici¨®n que a¨²n conservo de En busca del pasado, de C. W. Ceram (Labor, 1959), el ¨ªnclito autor de Dioses, tumbas y sabios, que como sabr¨¢n en realidad se llamaba Kurt W. Marek y hab¨ªa sido corresponsal de la Propagandatruppe del Ej¨¦rcito alem¨¢n en la II Guerra Mundial, una buena raz¨®n para usar seud¨®nimo, pasaba revista a toda la gran aventura arqueol¨®gica con profusi¨®n de ilustraciones. All¨ª descubr¨ª de ni?o que la arqueolog¨ªa era mucho m¨¢s interesante que el tren de la bruja (y a¨²n no pod¨ªa ni imaginar que las egipcias usaban como anticonceptivo esti¨¦rcol de cocodrilo). Mi ilustraci¨®n favorita del libro, mi verdadera primera momia, era la de un antiguo dibujo de una joven romana hallada en 1485 por obreros que excavaban en la ciudad en busca de m¨¢rmol y que encontraron el cuerpo extraordinariamente bien conservado dentro de un sarc¨®fago de piedra y recubierto de una espesa costra de sustancias arom¨¢ticas. La chica realmente era muy bella y estaba a¨²n m¨¢s desnuda que las fotos de modelos alemanas de corseter¨ªa que espiaba en la revista de moda Burda de mi madre¡
La mayor aventura arqueol¨®gica con momia incluida es el hallazgo de la tumba de Tutankam¨®n
La cosa est¨¢ tomando un rumbo peligrosamente freudiano, as¨ª que vamos a volver a ?mile Brugsch y su gran aventura con las momias en Deir el Bahari, un gran golpe de suerte de la egiptolog¨ªa. ¡°Superada la emoci¨®n, examin¨¦ lo mejor que pude a la luz de mi antorcha y vi que se hallaban all¨ª las momias de personajes reales de los dos sexos¡±, escribi¨® el alem¨¢n. ¡°Me hice cargo de la situaci¨®n con un gemido ahogado y me apresur¨¦ hacia el aire fresco, no fuera a desmayarme de emoci¨®n y aquel maravilloso trofeo, a¨²n sin desvelar, se perdiera para la ciencia¡±. Brugsch, ya ven que uno de los nuestros, hab¨ªa llegado de urgencia al entonces remoto paraje como sustituto de su jefe Maspero, que se hallaba en Par¨ªs. Tras una en¨¦rgica pesquisa seguida de un musculoso interrogatorio de los Abd el Rasul por parte del gobernador de Qena, los ladrones hab¨ªan cantado y era necesario actuar con rapidez para impedir que los tesoros del escondrijo se desvanecieran. Brugsch entr¨® en la tumba y alucin¨®. Hab¨ªa all¨ª como si tal cosa 11 faraones del Nuevo Imperio egipcio, entre ellos estrellas hist¨®ricas como Tutmosis III, Seti I y Rams¨¦s II. Adem¨¢s de reinas, miembros menores de la familia real, altos sacerdotes e individuos privados. La gran suerte para la egiptolog¨ªa fue que los Abd el Rasul se hab¨ªan dedicado a extraer y vender primero los bonitos ajuares dorados de los propietarios originales de la tumba, el sumo sacerdote de Tebas Pinudjem II y sus parientes. Dado que los grandes reyes, trasladados una y otra vez en la antig¨¹edad, estaban de okupas en el sepulcro y metidos en ata¨²des y sarc¨®fagos de escasa calidad y privados de todo ornamento y boato, solo quien era capaz de leer sus nombres pod¨ªa reconocerlos y valorarlos.
Brugsch tuvo que resolver la papeleta del vaciado r¨¢pido de la tumba ¨Cla identidad real de sus ocupantes empezaba a difundirse¨C y el complicado env¨ªo de los viejos reyes v¨ªa fluvial a El Cairo. Mientras el barco que trasladaba las momias surcaba el Nilo, las mujeres locales ululaban una triste despedida ancestral desde las orillas y los hombres disparaban sus armas. Para los que no la conozcan, existe una pel¨ªcula egipcia maravillosa sobre el episodio, que recoge toda su magia y fascinaci¨®n, del director Shadi Abdel Salam, The mummy (1969) ¨Cno confundir: en esta no sale Patricia Vasquez como Anck-su-Namun d¨¢ndole un nuevo sentido rotundo al t¨¦rmino arquitectura fara¨®nica¨C. Al llegar al Museo de El Cairo, las momias fueron examinadas. Tutmosis III, el Napole¨®n egipcio, no estaba muy fino. ¡°Su cuerpo estaba cubierto por una capa de natr¨®n blanquecino mezclado con grasa humana grasienta al tacto, pestilente y muy c¨¢ustica¡±, describi¨® Maspero. Le faltaban el pene y los test¨ªculos. De Seti I le sorprendi¨® su ¡°dignidad varonil¡±. De Ram??s¨¦s II anot¨® que ten¨ªa las orejas agujereadas para llevar pendientes y una nariz semejante a las de los Borbones. A la reina Ahmose-Nefertari, que se hab¨ªa podrido y ol¨ªa espantosamente, le faltaba la mano derecha, cortada, seguramente para robarle las pulseras.
Cuando parec¨ªa que no pod¨ªa haber mayor sorpresa que encontrar esa sombr¨ªa reuni¨®n de faraones, Egipto, como hace siempre, brind¨® otra. En 1898, 17 a?os despu¨¦s, el egipt¨®logo franc¨¦s Victor Loret descubri¨® en el valle de los Reyes la tumba de Amenofis II (KV 35), que result¨® contener su propio cachette de momias reales, incluidos otros nueve faraones.
Segu¨ªan faltando algunos, entre ellos Tutankam¨®n. Y eso nos lleva, por supuesto, a la mayor aventura arqueol¨®gica de la historia, y con momia incluida, que es el hallazgo de su tumba virtualmente intacta, un hito del que este noviembre se cumplir¨¢n 90 a?os. Parecer¨ªa que todo est¨¢ dicho y explicado de ese descubrimiento, pero a¨²n quedan cosas por aclarar y misterios por resolver. Esta ocasi¨®n del aniversario quiz¨¢ nos ofrezca algunas respuestas. Por lo pronto tenemos ya un libro que repasa de manera apasionante la historia del hallazgo y nos pone al d¨ªa de lo que sabemos e ignoramos del joven rey y de su descubrimiento. Se trata de Tutankhamen¡¯s curse, de Joyce Tyldesley (Profile, 2012), arque¨®loga y egipt¨®loga con una larga serie de t¨ªtulos. No piensen por el t¨ªtulo que la autora sea de los que creen en la c¨¦lebre supuesta maldici¨®n de la tumba. ?Qu¨¦ va! Tyldesley apunta con humor que de existir maldiciones, una ser¨ªa la que supone para los egipt¨®logos el desmesurado y distorsionante inter¨¦s popular por Tutankam¨®n, que eclipsa a todos los dem¨¢s personajes y periodos de la historia del Egipto fara¨®nico. Otra, la que supuso para Howard Carter encontrarlo, pues signific¨®, junto a la gloria, el fin de su carrera de arque¨®logo (no hizo nada m¨¢s en la vida). Otra m¨¢s, la del destructor turismo masivo arrastrado al valle de los Reyes por el nombre del rey dorado. Para el propio Tutankam¨®n, la maldici¨®n fue morir joven y no alcanzar la realizaci¨®n de su completo destino.
Algunas precisiones que hace la autora es bueno recordarlas: el hallazgo de la tumba no fue por casualidad, sino fruto de una meticulosa planificaci¨®n y un escrutinio minucioso y exhaustivo del valle: para quien supiera verlos, los indicios eran claros. Carter, no obstante, estuvo en la campa?a de 1917 ?a un metro! de la entrada, sin encontrarla entonces. La tumba es peque?ita ¨Ccasi no cab¨ªa todo lo que metieron¨C porque no estaba dise?ada para Tutankam¨®n, sino probablemente para el que se convertir¨ªa accidentalmente en su sucesor, Ay, que, en cambio, se qued¨® con la que seguramente era para el joven fara¨®n, la KV 23. El ajuar era en parte reaprovechado, muchas cosas hab¨ªan sido hechas para otros personajes. No es del todo cierto que la tumba estuviera inviolada: fue saqueada al menos dos veces poco despu¨¦s del entierro de Tutankam¨®n; Carter calcul¨®, en base a los inventarios anotados en las cajas, que hasta el 60% de las joyas depositadas fueron robadas. Tambi¨¦n le escamotearon al rey el kit de afeitar, del que solo se encontr¨® la etiqueta; Tyldesley apunta que el pene en reposo (eterno) med¨ªa 50 mil¨ªmetros: mi solidaridad masculina me hace pensar que es un error de calibrado.
Cuando Carter dio con la tumba, el descubrimiento fue extraordinario, pero en un punto se qued¨® a medias: podr¨ªa haber sido una grandiosa tumba real como las de los otros faraones y no lo fue; maravillosa, s¨ª, pero peque?ita. Solo queda so?ar con lo que ser¨ªa una de las gigantescas tumbas del valle con todo su contenido. En otro aspecto, la tumba decepcion¨®: no hab¨ªa papiros, excepto uno, mal conservado y sin apenas informaci¨®n, recuperado del cuerpo de la momia. Tutankam¨®n acaso no era un chico muy le¨ªdo. Tampoco apareci¨® ninguna corona real en la tumba, es posible que fuera un objeto hereditario.
Nos sigue emocionando el relato del ¡°d¨ªa de d¨ªas¡±, el vislumbre de las ¡°cosas maravillosas¡±, seg¨²n dijo Carter a sus compa?eros al meter luz por la brecha practicada en la puerta y observar pasmado el brillo del oro por todas partes. Pero m¨¢s all¨¢ del momento cosas maravillosas, hubo otros igualmente extraordinarios. Al propio Carter, habitualmente contenido, se le hizo un nudo en la garganta al observar la bell¨ªsima capilla can¨®pica dorada. Fue emocionant¨ªsima tambi¨¦n la apertura del gran sarc¨®fago y la visi¨®n de la m¨¢scara dorada sobre la momia. Cosas maravillosas, s¨ª, a espuertas, pero tambi¨¦n cosas raras. En la tumba se hallaron objetos rituales incomprensibles y elementos tan extra?os como los ¡°fetiches de Anubis¡±: pieles de animales rellenas de fluido de embalsamar y colgadas de un m¨¢stil.
Hace tiempo que se sabe que Carter, un tipo dif¨ªcil, con sensaci¨®n perpetua de agravio ¨Calgo hab¨ªa: no le hicieron sir¨C, y Carnarvon y su hija entraron subrepticiamente en la c¨¢mara sepulcral de la tumba, que estaba sellada y a la que en puridad no pod¨ªan acceder sin permiso. Tyldesley subraya que eso, aunque puede entenderse humanamente, estuvo muy mal, fue una p¨¦sima praxis arqueol¨®gica indigna de Carter. Tampoco fue bonito (ni legal) que, como est¨¢ probado, Carter y Carnarvon se quedaran algunas piezas de Tutankam¨®n para ellos. Howard Carter, al que no le interesaban una higa las momias (nadie es perfecto), maltrat¨® innecesariamente la de Tutankam¨®n en su prisa por desprenderlo de sus objetos.
Entre las novedades que aporta Tyldesley est¨¢ la nueva investigaci¨®n sobre la ropa de Tutankam¨®n y su maniqu¨ª, que parece lucir camiseta a lo James Dean. Se ha podido reconstruir las medidas y tallas del fara¨®n y el resultado es que ten¨ªa un cuerpo tipo pera y algo femenino, con caderas muy anchas (110 cent¨ªmetros). Sobre el manido tema de la causa de la muerte, aunque se sigue y se seguir¨¢ discutiendo, parece haber cierto consenso en que pudo ser provocada por un accidente de caza. Los amplios da?os en el torso sugieren, seg¨²n Benson Harer, m¨¦dico y profesor adjunto de Egiptolog¨ªa en la Universidad de San Bernardino, que acaso lo mat¨® ?un hipop¨®tamo! (nunca nos cansaremos de se?alar la peligrosidad de ese bicho). Tyldesley opina m¨¢s bien que se accident¨® cazando avestruces en su carro. Ya no est¨¢ tan claro, por lo visto, que fuera cojo ni que sufriera malaria.
Un ¨²ltimo detalle. La aventura de la tumba tiene uno de esos personajes secundarios e indignos que tanto nos gustan en el sargento inspector Richard Adamson, que aseguraba haber sido miembro del equipo de excavaci¨®n y haber custodiado el recinto durante siete a?os pasando las noches en un saco de dormir en la c¨¢mara funeraria y poniendo m¨²sica a toda potencia en un gram¨®fono para disuadir a los posibles ladrones. El tipo no explic¨® su peripecia hasta que, muy convenientemente, hab¨ªan muerto todos los hist¨®ricos del descubrimiento y se dedic¨® entonces a dar conferencias sobre el tema y hasta a conceder entrevistas a los medios. Resulta, sin embargo, que hay evidencias aplastantes de que Adamson no estaba en esa ¨¦poca en Egipto¡
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