Rumbo a la isla del tesoro art¨ªstico
La Fundaci¨®n Juan March propone un recorrido por cinco siglos de pintura y escultura brit¨¢nicas entre finales del siglo XVI y la llegada de Thatcher
La ambiciosa muestra de oto?o de la Fundaci¨®n Juan March sobre arte brit¨¢nico participa de esas pasiones, tan inglesas, por la miscel¨¢nea y las listas, la caprichosa acumulaci¨®n de cachivaches y la flem¨¢tica divulgaci¨®n hist¨®rica. Como uno de esos vol¨²menes editados por la Universidad de Oxford para acompa?ar al profano en los m¨¢s diversos saberes (de la ficci¨®n eduardiana al musical americano, del pensamiento cristiano a la comida italiana), la exposici¨®n La isla del tesoro. Arte brit¨¢nico de Holbein a Hockney, con t¨ªtulo inspirado por Stevenson, propone un (solo en apariencia) liviano recorrido por cinco siglos de pintura y escultura. Arte creado entre finales del XVI y la era Thatcher y fruto de eso que en pol¨ªtica exterior se llam¨® el ¡°espl¨¦ndido aislamiento¡± de las islas en el contexto europeo.
La aspiraci¨®n de Manuel Font¨¢n, director de exposiciones de la fundaci¨®n, y Richard Humphreys, comisario, es acercar el arte brit¨¢nico al p¨²blico espa?ol, m¨¢s habituado a otras latitudes, italianas, francesas o de Pa¨ªses Bajos, pero escasamente familiarizado con la s¨¢tira social de James Gillray, el gran pintor de caballos que fue George Stubbs o las esculturas vorticistas de Henri Gaudier-Brzeska.
Un recorrido por las salas de la fundaci¨®n, que esta vez abandonan ese aire de sofisticado apartamento de galerista soltero en los setenta para recordar m¨¢s bien al atestado desv¨¢n de una mansi¨®n familiar inglesa (hay 180 piezas en la muestra), invita a pensar que la sombra brit¨¢nica, tan alargada en campos como la literatura, la m¨²sica pop o el mercado del arte contempor¨¢neo, nunca lleg¨® a tapar el sol del imperio espa?ol; siglos de rivalidad y otros caprichos de las afinidades electivas desviaron la atenci¨®n de reyes y coleccionistas en otras direcciones. Prueba de ello es que entre los cerca de 80 prestadores solo un pu?ado son espa?oles.
El resto proviene de museos y colecciones privadas estadounidenses, portuguesas, suizas, alemanas y, sobre todo, claro, brit¨¢nicas. El conjunto, formado por piezas escasamente conocidas, obras esenciales y agradables sorpresas, sirve de testimonio del arduo proceso de b¨²squeda y captura de los fondos necesarios para armar el relato. ¡°Hab¨ªa nombres que, sencillamente, no pod¨ªan faltar¡±, explica Font¨¢n sobre el trabajo de dos a?os, transcurridos desde que surgi¨® la idea con motivo de la exposici¨®n en la fundaci¨®n sobre la fascinante figura del artista, escritor y fabricante de manifiestos Wyndham Lewis.
Lewis es pieza central en Modernidad y tradici¨®n (1900-1940), una de las siete etapas en las que est¨¢ dividida la muestra. Su grito vorticista se enfrenta al elegante desd¨¦n pict¨®rico de los cachorros de Bloomsbury ante la mirada viperina del bi¨®grafo de la reina Victoria y agudo comentarista social Lytton Strachey.
Entre recuerdos a la centenaria exposici¨®n de posimpresionismo de 1912 comienza en ese punto un viaje por el acelerador de part¨ªculas del siglo XX: del arte en guerra de Meredith Frampton (que aporta un minucioso retrato del mando de control para la defensa regional de Londres en la II Guerra Mundial) a las hipn¨®ticas esculturas de Henry Moore. De los sospechosos habituales (Lucian Freud, Francis Bacon autorretratado en d¨ªptico o el Hockney del t¨ªtulo) a la hegemon¨ªa brit¨¢nica en la naciente cultura de masas: en esta parte final de la muestra se incluyen iconos ineludibles, como la portada de Peter Blake para el Sgt. Pepper¡¯s de los Beatles o la c¨¦lebre serie del Mick Jagger esposado, obra de Richard Hamilton.
Antes de tanta convulsi¨®n secular, solo se traiciona al principio de la muestra el hilo cronol¨®gico que conduce al visitante de la reforma anglicana a la man¨ªa acad¨¦mica de los prerrafaelitas a trav¨¦s del barroco ingl¨¦s o el gran paisajismo de Turner y Constable (y su esclusa sin terminar). Una escultura del renacentista Torrigiano (1472-1528), a quien Vasari acus¨® de ¡°tener m¨¢s soberbia que arte¡± y fue c¨¦lebre por haber roto la nariz a Miguel ?ngel antes de recalar en la corte inglesa, se enfrenta a la perspectiva de una pieza de Richard Long (1945), que se adivina tras una ventana, en el jard¨ªn de la fundaci¨®n.
No es el escultor florentino el ¨²nico extranjero considerado en la exposici¨®n como artista brit¨¢nico por derecho propio. Ah¨ª est¨¢n Hans Holbein el joven, Van Dyck, Anthony para sus amigos ingleses, o Marcus Gheeraerts, flamenco y retratista predilecto de los Tudor. El comisario Humphreys va m¨¢s all¨¢ en un texto del cat¨¢logo al considerar la fortificaci¨®n de Pomeiooc, en la Am¨¦rica de 1585, como uno de los escenarios claves para el desarrollo del arte brit¨¢nico, en una lista impresionista que incluye el colegio Eton, los talleres Omega de Roger Fry o el estudio de Bacon.
Del mismo modo interrogativo en que Humphreys titula su ensayo (?D¨®nde estaba el arte brit¨¢nico?), cabe preguntarse tras contemplar la muestra qu¨¦ es lo que lo define, y si no ser¨ªa mejor dejarnos llevar por la c¨¦lebre frase cargada de mala leche de Godard (¡°podr¨ªamos hablar del cine ingl¨¦s posterior a la II Guerra Mundial si tal cosa existiera¡±). ¡°La enorme influencia de la literatura, el gusto por el retrato, toda una obligaci¨®n cuando la reforma prohibi¨® la imaginer¨ªa religiosa, y los poderosos paisajes hacen del arte brit¨¢nico algo ¨²nico¡±, respond¨ªa esta semana Font¨¢n sobre la excepci¨®n art¨ªstica de las islas ante la monumental pieza que cierra el recorrido en el s¨®tano de la fundaci¨®n: Gran Breta?a vista desde el norte (1981), de Tony Cragg, un mapa (?del tesoro?) trazado a partir de desechos.
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