Gauguin y Tahit¨ª, sue?os sucesivos
El Thyssen dedica a Gauguin una de las muestras de la temporada. Su exposici¨®n del vig¨¦simo aniversario sit¨²a en los viajes del pintor el origen de la ruptura del arte moderno y la semilla de las corrientes visuales m¨¢s f¨¦rtiles del siglo XX
Una buena exposici¨®n cuenta una historia y formula una hip¨®tesis. En Gauguin y el exotismo, su comisaria, Paloma Alarc¨®, ha contado la huida de Paul Gauguin a los mares del Sur como el gran viaje de ruptura del arte moderno, que tiene su origen en los viajes rom¨¢nticos de la ¨¦poca de Chateaubriand y Delacroix y se proyecta hacia delante en la fascinaci¨®n por lo salvaje de los expresionistas alemanes, y en una mitolog¨ªa de la aventura ex¨®tica prolongada por el cine. En el arte, las obras individuales se comprenden mejor cuando pueden verse en el juego de sus conexiones y sus resonancias. Paul Gauguin es uno de los pocos artistas inmediatamente reconocibles, due?o de un estilo y de un cat¨¢logo de im¨¢genes que casi cualquiera identifica sin vacilaci¨®n como suyos. Pero para comprender su originalidad es muy ¨²til relacionarlo con los modelos en los que se fij¨®, y su relevancia no ser¨ªa tan grande si no hubiera inspirado algunas de las corrientes visuales m¨¢s f¨¦rtiles del siglo XX.
Ahora que el arte y el capitalismo viven en una armon¨ªa tan perfecta, y que los artistas vivos m¨¢s celebrados por la cr¨ªtica y canonizados por los museos se mueven con una solvencia de especuladores financieros, probablemente resultar¨¢ pintoresco recordar en qu¨¦ medida los grandes forjadores del arte moderno fueron fugitivos, marginales, renegados de una sociedad burguesa que cuanto m¨¢s se afianzaba menos sitio dejaba para ellos. La huida, la expulsi¨®n, no son solo, con mucha frecuencia, circunstancias biogr¨¢ficas, sino rasgos fundamentales de una actitud. En el mundo moderno no hab¨ªa sitio para el artista moderno. Rembrandt o Vel¨¢zquez hab¨ªan padecido inseguridades sobre el lugar que les correspond¨ªa en el orden social, pero no dudaban de que ese lugar exist¨ªa para ellos: al servicio de clientes ricos, o de los personajes de la corte. Pero en el siglo XIX, cuando la industrializaci¨®n desbarata los modelos de producci¨®n artesanal a los que se hab¨ªa asimilado el trabajo de los pintores, y cuando ¨¦stos, igual que los m¨²sicos o que los literatos, ya no tienen pr¨ªncipes ni arzobispos que los patrocinen, la ¨²nica salida es la intemperie del mercado: el pintor, el escritor, el m¨²sico, trabajadores solitarios, compiten en desventaja con la industria poderosa del entretenimiento, y si no se rebajan a secundar el gusto dominante se saben condenados a la penuria y a la irrelevancia.
El artista moderno, literalmente, es un descastado. Su rebeld¨ªa est¨¦tica es tambi¨¦n pol¨ªtica y existencial. Delacroix hab¨ªa estado con los revolucionarios de 1830 y Baudelaire, a su manera atrabiliaria, con los de 1848; Rimbaud con los de la Comuna, en 1871, y Gauguin con los anarquistas y con los republicanos espa?oles que conspiraban en Par¨ªs contra la Restauraci¨®n borb¨®nica de Alfonso XII. La negaci¨®n de las convenciones acad¨¦micas se corresponde con esa rebeld¨ªa pol¨ªtica. El fracaso de las revoluciones y la fortaleza abrumadora de la sociedad burguesa no deja m¨¢s salidas que el nihilismo bohemio o la huida.
Lo que va descubriendo Gauguin es que ni las rupturas est¨¦ticas son absolutas ni las huidas verdaderas. En sus cuadros un solo plano de formas hechas de colores puros quiebra la profundidad ilusionista de la perspectiva, y sus paisajes de Tahit¨ª y las figuras que los pueblan proponen un mundo visual ajeno a la tradici¨®n europea; pero por debajo del evidente exotismo hay una fidelidad escrupulosa a aquello mismo que el fugitivo rechazaba: la idea occidental y cristiana del Para¨ªso Terrenal, con su serpiente tentadora y sus arc¨¢ngeles punitivos, la a?oranza melanc¨®lica de una Arcadia entre pagana y neocl¨¢sica que habr¨ªa sido inteligible para un artista tan comedido como Poussin.
En cuanto a la huida f¨ªsica, su imposibilidad proviene de una paradoja que a una persona tan aguda pol¨ªticamente como Gauguin no pod¨ªa escap¨¢rsele: el artista que huye de las metr¨®polis sofocantes del capitalismo viaja no a territorios inexplorados sino a los confines de la expansi¨®n colonial. Ese mundo rom¨¢ntico de los descubrimientos que excita ¡ªa trav¨¦s de los libros de viajes, los grabados, las fotograf¨ªas, las postales¡ª la vocaci¨®n de escapar y la conciencia de que la verdadera vida est¨¢ en otra parte, es tambi¨¦n el de la destrucci¨®n de sociedades y ecosistemas tan fr¨¢giles que no resisten el choque con los invasores europeos. El Tahit¨ª al que llega Gauguin no es un para¨ªso intacto sino un paisaje de ruinas, poco m¨¢s de un siglo despu¨¦s de aquellos viajes de Bougainville y del capit¨¢n Cook que hicieron tanto por difundir en Europa la leyenda del Buen Salvaje, del estado de naturaleza. Reci¨¦n llegado a la capital de Tahit¨ª, Papeete, despu¨¦s de una largu¨ªsima traves¨ªa, Gauguin comprueba que all¨ª no est¨¢ el para¨ªso y lo busca un poco m¨¢s all¨¢, en Mataiea. Y al cabo de unos a?os lo sigue buscando en las islas Marquesas. Su huida termina porque se le acaba la vida y porque ya no queda otro lugar m¨¢s all¨¢ hacia el que seguir escapando. Y hasta su mismo final vive en rebeld¨ªa contra los funcionarios coloniales.
El sentimiento de capitulaci¨®n que debi¨® de abatirlo mientras la enfermedad y el aislamiento lo gastaban contrasta con la magn¨ªfica irradiaci¨®n de su obra: fugitivo sedentario, el aduanero Rousseau paseaba por el Jardin des Plantes de Par¨ªs viendo en ¨¦l criaturas y paisajes fabulosos que no habr¨ªa imaginado sin el ejemplo de Gauguin. En Alemania, la hermosa furia de su colorido y el descaro de su erotismo desatan la audacia de los expresionistas y refuerzan en ellos una variante aut¨®ctona de rebeld¨ªa contra las ortodoxias sofocantes del r¨¦gimen imperial. En 1914 Emil Nolde y Max Pechtein viajan a los mares del Sur en una expedici¨®n etnogr¨¢fica y en sus retratos de los nativos son capaces, gracias sin duda al ejemplo de Gauguin, de mirar con respeto y asombro en vez de incurrir en los estereotipos de lo ex¨®tico. Viajar al sur es viajar al color: basta una acuarela del viaje a T¨²nez de Paul Klee para imaginar el deslumbramiento literal de tantos pintores educados en las gradaciones suaves y en las luces grises del norte de Europa.
El c¨ªrculo casi se cierra cuando, en 1930, Matisse viaja a Tahit¨ª, y all¨ª coincide con Murnau, que est¨¢ rodando su propia versi¨®n del sue?o de la huida a los mares del Sur, Tab¨². 15 a?os despu¨¦s, ya muy viejo, en otra posguerra, Matisse recorta y pega figuras de papel y sus composiciones son como un vocabulario visual cifrado de un sue?o mucho m¨¢s duradero que la realidad: caracolas, peces, hojas de ¨¢rboles tropicales, plantas o criaturas submarinas, p¨¢jaros. Gauguin hab¨ªa viajado a Tahit¨ª para pintar un Tahit¨ª imaginario. En su retiro de Niza, recortando y pegando, el viejo Matisse invocaba el Tahit¨ª de sus recuerdos.
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