Inesperado George Bellows
En el canon de la pintura del siglo XX ocupa un lugar no invisible, pero s¨ª modesto George Bellows
Voy al Metropolitan a ver una exposici¨®n de Matisse y paso mucho m¨¢s tiempo mirando cuadros, dibujos y litograf¨ªas de George Bellows. El Metropolitan es menos un museo que un laberinto, o que una enciclopedia desplegada en forma de laberinto, de modo que lo m¨¢s natural es perderse en ¨¦l, acabar viendo lo que uno no esperaba, equivocarse al torcer un pasillo y encontrarse no entre el gent¨ªo de las exposiciones m¨¢s populares sino en la soledad de una galer¨ªa dedicada al arte tibetano, o examinando de cerca las molduras talladas en una prodigiosa canoa de Nueva Guinea hecha con el tronco hueco de un solo ¨¢rbol. En el Metropolitan encuentro de vez en cuando por casualidad cosas mucho m¨¢s seductoras que las que he ido buscando, y del mismo modo que la emoci¨®n prevista se deterioraba en desenga?o lo inesperado me colmaba.
El a?o pasado, por equivocarme de escalera, descubr¨ª las m¨¢scaras africanas de Romuald Hazuom¨¦, construidas con bidones de pl¨¢stico y materiales de desecho. Algunas veces voy en l¨ªnea recta, por un itinerario seguro, buscando una sola cosa, un cuadro o un objeto, no queri¨¦ndome marear ni saturar con esa sobreabundancia de im¨¢genes que probablemente ser¨¢ la peor pesadilla para un iconoclasta. Voy a ver el Juan de Pareja de Vel¨¢zquez, por ejemplo, que parece recibirme con la mirada de reconocimiento de un compatriota, con esa dignidad imponente y serena que s¨®lo en la pintura espa?ola parecen tener los pobres y los excluidos; voy a ver la terrible Negaci¨®n de San Pedro de Caravaggio, con su negrura de cobard¨ªa moral, fragilidad humana, remordimiento sin absoluci¨®n ni consuelo; busco en una cierta sala de los pueblos de Ocean¨ªa un mapa para navegar por el Pac¨ªfico hecho con una trama de juncos y de peque?as conchas marinas que representan la posici¨®n de las estrellas; o me asomo a las galer¨ªas romanas para sobrecogerme de nuevo con el naturalismo de esos retratos de la ¨¦poca de la Rep¨²blica en los que los dignatarios, senadores, jefes militares, tienen caras crueles de aves de presa o de boxeadores arruinados.
Matisse no me gusta nada, o casi. Me esfuerzo honradamente en mirar esos cuadros suyos en el Metropolitan
Es como abrir por cualquier p¨¢gina cualquiera de los tomos de la ya extinta Enciclopedia Brit¨¢nica. Nunca habr¨¢ nada que no sea desconocido y que no sea apasionante. Mirarse en un espejo egipcio de metal pulido es ver la propia cara desdibujada en una niebla de cuatro mil a?os. En las salas de arte moderno un cuadro de Mark Rothko en gradaciones de violetas y negros ejerce una atracci¨®n magn¨¦tica muy parecida. Una escultura de madera venida del Congo y erizada de la cabeza a los pies de tachuelas y clavos parece aludir a uno de esos trances cham¨¢nicos en los que lo humano y lo animal se disuelven en un flujo sagrado de metamorfosis.
Buscando la exposici¨®n de Matisse he tenido que pasar por las galer¨ªas de Roma, y al doblar una esquina que no era me he visto perdido entre pinturas abor¨ªgenes australianas en corteza de ¨¢rbol y trajes completos coronados de m¨¢scaras que se usaban en Papua para las danzas de los muertos. Cuando por fin he llegado a ella ha sido como encontrarse en una salita de clase media al regresar de una expedici¨®n por ?frica o de una traves¨ªa del Pac¨ªfico. Me ha sabido a poco. Me ha sabido a lo mismo. Me ha vuelto a poner delante de una evidencia que es hasta cierto punto inc¨®moda, pero que se ha fortalecido cada vez que miro casi cualquier obra de este pintor. Matisse no me gusta nada, o casi. Me esfuerzo honradamente en mirar esos cuadros suyos en el Metropolitan ¡ªlos interiores con balcones al mar, las odaliscas vestidas o desnudas, los bodegones¡ª y me quedo completamente fr¨ªo. Me gustan mucho m¨¢s sus collages de los ¨²ltimos a?os, cuando no se levantaba de la cama y dec¨ªa que pintaba con unas tijeras. Soy capaz de apreciar la belleza limpia del color, la agilidad de los trazos, pero es como si mirase la cara de una mujer muy guapa de la que s¨¦ que no podr¨ªa enamorarme: igual que aprecio las perfecciones objetivas de esas ciudades en las que no vivir¨¦ nunca y que no me dejan huella; superficies demasiado pulidas, fotogenia de lo muy bien organizado.
Los harapos de los vagabundos callejeros de Bellows vienen en l¨ªnea recta de los fil¨®sofos indigentes de Vel¨¢zquez
Sin darme cuenta he atravesado entera la exposici¨®n de Matisse. Los coloridos de los souvenirs y las reproducciones de la tienda de regalos acent¨²an la sensaci¨®n de banalidad decorativa. Tazas, postales, l¨¢minas, carteras, monederos, pa?uelos, bolsos, alfombras, cortinas de ducha de Matisse. Buscando la salida veo un ascensor abierto y delante de ¨¦l una flecha y un cartel que anuncia a George Bellows. Con desgana y fatiga, por seguir a la gente, tomo yo tambi¨¦n el ascensor. De George Bellows conozco, como todo el mundo, uno o dos cuadros magn¨ªficos de combates de boxeo. Como la ignorancia es perezosa anticipo con desmayo toda una exposici¨®n hecha de cuadros de combates de boxeo.
Porque no esperaba ninguna sorpresa el impacto es mayor. George Bellows lleg¨® con poco m¨¢s de veinte a?os a Nueva York a principios del siglo pasado y muri¨® tan s¨®lo veinte a?os despu¨¦s. Edward Hopper, su contempor¨¢neo exacto, tard¨® m¨¢s que Bellows en desplegar su talento, pero le sobrevivi¨® medio siglo. Los dos fueron disc¨ªpulos del gran Robert Henri, que los alent¨® al mismo tiempo a estudiar a los grandes maestros europeos y a fijarse en la vida urgente y desgarrada de una ciudad en crecimiento explosivo. Bellows pinta a una mujer pelirroja y desnuda y su carne tiene una crudeza sexual aprendida en Manet. Los harapos de sus vagabundos callejeros vienen en l¨ªnea recta de los fil¨®sofos indigentes de Vel¨¢zquez. Su nervio sat¨ªrico para el dibujo procede de Goya y sobre todo de Daumier. En las caras de miradas ansiosas y bocas abiertas y embobadas del p¨²blico brutal de sus combates de boxeo est¨¢n los rasgos de las pesadillas de Goya, las cabezas asomadas a los grader¨ªos taurinos o deformadas por las m¨¢scaras del carnaval.
Cuando Bellows pinta el inmenso socav¨®n donde estar¨¢n los cimientos de la estaci¨®n de Pennsylvania nos parece ver los desmontes l¨²gubres de la pinturas negras o de los fusilamientos. Pint¨® y dibuj¨® a los ni?os de los barrios de emigrantes, los ni?os que juegan o pelean en la calle o se ba?an desnudos en las aguas sucias de los muelles del East River, con una atenci¨®n respetuosa que parece anticipar las fotograf¨ªas de Helen Levitt. Vivi¨® en un tiempo en el que el dibujo ten¨ªa a¨²n una presencia relevante en la prensa y en el que la pintura no hab¨ªa renunciado a su capacidad documental. Pint¨® a grupos de trabajadores ateridos que aguardan en una ma?ana nevada de invierno a que empiece la descarga de un transatl¨¢ntico reci¨¦n atracado. Pint¨® el trabajo en los astilleros y la diversi¨®n plebeya y populosa en la playa de Coney Island, la confusi¨®n del tr¨¢fico a la hora punta en Times Square, las sombras azuladas sobre la nieve en Riverside Park.
Muri¨® joven, probablemente confuso ante la evoluci¨®n del arte moderno. En el canon de la pintura del siglo XX ocupa un lugar no invisible, pero s¨ª modesto. Pero cuando es bueno es magn¨ªfico, y a m¨ª me emociona m¨¢s que Matisse.
Matisse. En busca de la verdadera pintura. Metropolitan Museum. Nueva York. Hasta el 17 de marzo.
George Bellows. Metropolitan Museum. Nueva York. Hasta el 18 de febrero.
www.antoniomu?ozmolina.es
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