Sombras del siglo
Uno no quiere ni puede olvidarse del siglo XX, pero le gustar¨ªa dejarlo al margen durante un tiempo
El siglo XX parece que no se acaba nunca; el siglo breve que el historiador Eric Hobsbawm dijo que empezaba en 1914 y llegaba a su fin en 1989, abarcando la duraci¨®n normal de muchas biograf¨ªas. Ninguna de las monstruosidades que vinieron despu¨¦s habr¨ªa sido posible sin la guerra insensata que una banda de pol¨ªticos, militares y comerciantes diversos de la palabrer¨ªa patri¨®tica y del armamento, armaron en el verano de 1914, todos ellos convencidos de que durar¨ªa como m¨¢ximo dos meses y traer¨ªa consigo grandes beneficios. Y en 1989 se desmoron¨® como una fortaleza de cart¨®n en un decorado lo que parec¨ªa tan inamovible que todo el mundo le atribu¨ªa una capacidad geol¨®gica de perduraci¨®n.
Para nuestros hijos todo eso es historia igualmente lejana, la Uni¨®n Sovi¨¦tica un fantasma del pasado igual que el Imperio Austroh¨²ngaro. Las personas de mi generaci¨®n tenemos con el breve siglo XX una relaci¨®n demasiado estrecha como para desprendernos de ¨¦l, o al menos confinarlo en el espacio neutral de la historia. Nosotros podemos recordar el temor y la ¨¦pica de la militancia clandestina contra Franco, y hasta a los m¨¢s pusil¨¢nimes nos roz¨® de muy cerca la zarpa grosera de la represi¨®n. Los a?os setenta no eran los cuarenta, pero la tortura segu¨ªa siendo una amenaza cierta para cualquiera que levantara un poco la cabeza, y el viejo tirano firm¨® hasta el mismo final sentencias de muerte con su mano temblona de p¨¢rkinson igual que las hab¨ªa firmado con el pulso seguro de los vencedores. Cuando ¨¦ramos muy j¨®venes y reneg¨¢bamos contra la dictadura clerical y cuartelaria de Franco nos lleg¨® a deslumbrar todav¨ªa el brillo mentiroso de los reg¨ªmenes comunistas. Uno de los misterios m¨¢s dif¨ªciles de explicar del siglo XX sigue siendo la mezcla de voluntariosa credulidad y de abrumadora propaganda que convirti¨® en un modelo universal de emancipaci¨®n humana, justicia social y desarrollo econ¨®mico un r¨¦gimen tan tir¨¢nico y tan incompetente como el de la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Debilitado por la ignorancia, intoxicado por la propaganda el impulso m¨¢s noble desembocaba en la elecci¨®n m¨¢s deleznable. Y una vez aceptada la creencia absoluta nada era m¨¢s f¨¢cil que fortalecerla contra los anticuerpos de la duda o la cr¨ªtica.
Las personas de mi generaci¨®n tenemos con el siglo XX una relaci¨®n demasiado estrecha como para desprendernos de ¨¦l
No lo sabemos por haberlo le¨ªdo en esos testimonios personales o libros de historiadores a los que de un modo u otro estamos volviendo siempre. Lo sabemos porque nosotros mismos nos adiestr¨¢bamos en creer a ciegas lo que nos parec¨ªa verdadero y en rechazar con un anatema tajante cualquier informaci¨®n o cualquier reflexi¨®n que pusiera m¨ªnimamente en duda los mandamientos simples de nuestro catecismo. Nos ultrajaba la falta de libertad de expresi¨®n en nuestro pa¨ªs pero no sent¨ªamos ninguna solidaridad hacia los disidentes que por reclamar la suya eran encarcelados o enviados a sanatorios psiqui¨¢tricos en los pa¨ªses comunistas. Y tardamos muchos a?os en pararnos a meditar sobre la simultaneidad frecuente entre el hero¨ªsmo ejemplar y verdadero y el fanatismo ideol¨®gico, o entre la justicia de una causa y el cinismo o la vanidad o el oportunismo de un cierto n¨²mero de quienes se consagran a ella.
Son asuntos del siglo XX. Uno no quiere ni puede olvidarse de ¨¦l, pero s¨ª le gustar¨ªa dejarlo al margen durante un cierto tiempo, sobre todo para no tener colonizada la imaginaci¨®n, para no arriesgarse a que por ver tanto el pasado se le desdibuje el presente. El ahora mismo de uno mismo es el ¨²nico catalizador f¨¦rtil de los materiales de la literatura. Puede que los ojos que miran demasiado el pasado pierdan agudeza para observar el presente. O quiz¨¢s no, y suceda al contrario, que en este presente fr¨¢gil solo puede comprenderse algo si se tiene en cuenta la perspectiva del fondo del siglo, como ese plano de profundidad contra el que resalta una figura en primer t¨¦rmino en una pel¨ªcula.
El caso es que no puedo entrar en una librer¨ªa sin salir de ella cargando con alguna de las sombras del siglo, con los centenares de miles de sombras an¨®nimas de los diversos gulags ¡ªlos nazis, los sovi¨¦ticos, los chinos, los de los jemeres rojos¡ª o con alguna de las sombras singulares que actuaron con nombre propio en aquella gran fantasmagor¨ªa. La ¨²ltima de todas, Santiago Carrillo, que tuvo una vida m¨¢s larga que todo el breve siglo XX de Hobsbawm y hasta hace muy poco perteneci¨® al presente m¨¢s cotidiano de la actualidad y las tertulias pol¨ªticas. Hace casi 20 a?os Paul Preston escribi¨® una rigurosa biograf¨ªa del general Franco: hay una cierta simetr¨ªa po¨¦tica en este relato de la vida de quien m¨¢s simboliz¨® no solo la oposici¨®n a la dictadura de Franco sino tambi¨¦n el mundo inverso al que Franco encarnaba, el enemigo a quien Franco, en su palacio destartalado del Pardo, imaginar¨ªa torvamente agazapado en Mosc¨², igual que Carrillo lo imaginaba a ¨¦l, cada uno convertido para el otro en una figura monstruosa.
Santiago Carrillo construy¨® sus memorias no en torno a lo que recordaba sino a lo que fing¨ªa haber olvidado
Franco, para nosotros, era un vejestorio omnipresente, una foto en la cabecera de las aulas, un espectro encogido bajo el uniforme en los televisores en blanco y negro, una decr¨¦pita vocecilla en la radio. Carrillo fue primero la leyenda de un nombre que alguien dec¨ªa en voz baja y luego una cara que era poco m¨¢s que una mancha torpemente impresa en un peri¨®dico clandestino. En unos a?os en los que todo suced¨ªa muy r¨¢pido Santiago Carrillo pas¨® casi de la noche a la ma?ana del tenebrismo mitol¨®gico de la clandestinidad al espect¨¢culo cotidiano de la pol¨ªtica. Casi igual de r¨¢pido fue su tr¨¢nsito del protagonismo a la irrelevancia, y luego, ya en el siglo nuevo, a una especie de magn¨¢nima ancianidad memoriosa en la que quedaban muy lejos las sombras del otro siglo oscuro, en parte porque ¨¦l las hab¨ªa sobrevivido a todas, en parte porque este es un pa¨ªs muy olvidadizo en el que poca gente se iba a molestar en poner en duda el testimonio del propio Carrillo.
Parece mentira que en una sola vida puedan caber tantas vidas. El jubilado sentencioso con esa voz de fumador que se hac¨ªa tan familiar en la radio hab¨ªa circulado por Mosc¨² cuando ten¨ªa 20 a?os en uno de los coches de lujo que se pon¨ªan a disposici¨®n de los invitados oficiales; hab¨ªa tenido a su cargo a los 21 las vidas de millares de prisioneros en el Madrid sitiado por el ej¨¦rcito de Franco; hab¨ªa escrito a su padre a los 24 una carta p¨²blica en la que lo llamaba traidor y se declaraba su enemigo; hab¨ªa escalado en la burocracia del Partido Comunista en los a?os del exilio y del estalinismo. Fue testigo de heroicidades y c¨®mplice de cr¨ªmenes. Dirigi¨® un partido en el que el culto a Stalin era tan ferviente como la resistencia sacrificada y muchas veces heroica contra el franquismo. Construy¨® sus libros de memorias no en torno a lo que recordaba sino a lo que fing¨ªa haber olvidado. Preston, que reconstruye con tanto cuidado las peripecias de su carrera pol¨ªtica, dice muy poco sobre su vida personal. Hay un vac¨ªo al final, o en el centro. No es posible saber qui¨¦n era de verdad Santiago Carrillo, qu¨¦ pensaba, qu¨¦ cosas recordaba con terrible claridad y no dijo nunca.
El zorro rojo. La vida de Santiago Carrillo. Paul Preston. Traducci¨®n de Efr¨¦n del Valle Pe?amil. Debate. Barcelona, 2013.
Babelia
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