Una adicci¨®n tard¨ªa
Thomas Bernhard pertenece al club restringido de los escritores empapados de m¨²sica
?Cuatro de los cinco breves vol¨²menes de la autobiograf¨ªa de Thomas Bernhard que he le¨ªdo uno tras otro en poco m¨¢s de dos semanas tienen marcado el precio en pesetas sobre la pegatina desva¨ªda de una librer¨ªa de Granada que ya no existe. Su formato mismo ya es adictivo, la delgadez id¨¦ntica, el color amarillo de la colecci¨®n internacional de Anagrama, la sequedad de los t¨ªtulos, las p¨¢ginas compactas de la traducci¨®n de Miguel S¨¢enz, sin intervalos de puntos y aparte ni divisi¨®n de cap¨ªtulos. Los cantos est¨¢n gastados de tantos viajes, de tantas estanter¨ªas distintas en las que los he guardado, primero en Granada y luego en Madrid, en las bibliotecas de varios domicilios de Madrid. He llevado conmigo estos libros de una vida a otra y de unas casas a otras durante m¨¢s de veinte a?os, casi un cuarto de siglo, y s¨®lo ahora los he le¨ªdo. El ¨²ltimo, Un ni?o, lo busqu¨¦ ¨¢vidamente en una librer¨ªa de Madrid cuando ya hab¨ªa terminado los cuatro primeros, temiendo no encontrarlo. Pero all¨ª estaba, en una estanter¨ªa alta, y lo alcanc¨¦ con una codicia que parecer¨ªa m¨¢s propia de las lecturas ansiosas de la juventud.
De vuelta a casa ya iba ley¨¦ndolo por las escaleras del metro, y luego de pie en el vag¨®n lleno de gente, absorto en esa inmersi¨®n inmediata hacia las profundidades de uno mismo y de la experiencia de leer que s¨®lo nos deparan los grandes. No los grandes can¨®nicos, desde luego, no siempre, sino aquellos, mayores o menores en las antip¨¢ticas jerarqu¨ªas de la literatura, que se nos vuelven adictivos al despertar en nosotros una resonancia que tiene algo de estremecimiento, al ofrecernos mundos cerrados y completos que son exclusivamente suyos y que nos llegan contados por una voz que en seguida se nos vuelve tan familiar como la pulsaci¨®n de nuestro pianista favorito, como la respiraci¨®n que hay en el saxo de Coleman Hawkins o de Lester Young, no un artificio de estilo sino un particular aliento humano.
No s¨¦ si lamentar o agradecer que una influencia tan poderosa no me afectara cuando era mucho m¨¢s joven
Hasta hace unas semanas yo no hab¨ªa le¨ªdo nada de Thomas Bernhard. Ahora no paro de leerlo. Me doy cuenta de que la comparaci¨®n musical puede ser provechosa. Bernhard pertenece al club restringido de los escritores completamente empapados de m¨²sica: Mann, Proust, Garc¨ªa Lorca, Langston Hughes, Faulkner cuando escrib¨ªa como dej¨¢ndose llevar por una cadencia de blues, Michel Schneider, el autor de un libro sobre las Variaciones Goldberg que repite por escrito meticulosamente la forma de esa composici¨®n incomparable. Un amigo suyo contaba que Bernhard correg¨ªa sus poemas ley¨¦ndolos en voz alta delante de una grabadora para escuchar su efecto y descubrir sus debilidades y errores. Estudi¨® canto y probablemente habr¨ªa sido cantante profesional si la enfermedad no se lo hubiera impedido. Estudi¨® seriamente viol¨ªn. Cuando yo lo leo de lo que me acuerdo es de esas composiciones para viol¨ªn o violoncello solo de Bach en las que se exploran met¨®dicamente, mani¨¢ticamente, todas las variaciones posibles de un tema sencillo o complicado, pero siempre inagotable, y en las que el instrumento, al no estar acompa?ado, adquiere una pureza expresiva m¨¢xima, como la de una voz que no para de hablar, la voz de un mon¨®logo hablado o la de una conciencia obsesiva. A lo que m¨¢s me recuerdan las tiradas que se prolongan p¨¢ginas y p¨¢ginas sin apariencia de esfuerzo o necesidad de interrupci¨®n en los libros de Bernhard es a las partitas y sonatas para viol¨ªn solo de Bach, y es a ¨¦l a quien me imagino toc¨¢ndolas, no delante del p¨²blico sino a solas en una habitaci¨®n, sin m¨¢s pausa que la que se necesita para tomar aliento, la que viene indicada como punto y seguido en la p¨¢gina como en un pentagrama. Cada volumen de la autobiograf¨ªa sucede de la primera p¨¢gina a la ¨²ltima con la misma unidad y la misma precisi¨®n de comienzo y final que hay en la interpretaci¨®n de una larga pieza de m¨²sica, o uno de esos mon¨®logos errabundos y meditativos en las ¨®peras tard¨ªas de Wagner. Una vez comenzada la m¨²sica, saltado el intervalo del silencio al sonido, no cabe m¨¢s actitud que la atenci¨®n entregada. Cada frase se encabalga sobre la anterior en un progreso temporal que no admite vueltas atr¨¢s. Si hay breves pausas de silencio servir¨¢n para el recogimiento, para la espera de lo que va a venir, no para la respuesta impaciente, ni siquiera, idealmente, para toser, ni para distraerse en nada. Estos libros tienen una extensi¨®n tan breve, y tan parecida siempre, porque es el m¨¢ximo a lo que puede dilatarse ese grado de intensidad. Cada uno habr¨ªa que leerlo sin interrupci¨®n, como se escucha sin interrupci¨®n una sinfon¨ªa o una suite. Habr¨ªa que leerlo en voz alta, para apreciar toda su calidad musical. Y para que la lectura fuera plena habr¨ªa que leerlo, me imagino, en alem¨¢n, porque uno intuye que Bernhard es uno de esos escritores que fuerzan al m¨¢ximo las cualidades espec¨ªficas del idioma que usan.
Con furia caracter¨ªstica, que tiene algo de exhibici¨®n de virtuosismo, Bernhard dice que un libro traducido es ¡°como un cad¨¢ver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible¡±. Lo dice, desde luego, como lo dice todo para nosotros, en traducci¨®n de Miguel S¨¢enz, que fue su traductor mientras viv¨ªa y lo ha seguido siendo despu¨¦s de su muerte, en los libros p¨®stumos que se han seguido publicando, y que yo ahora busco con vehemencia de converso. Lo que ha hecho Miguel S¨¢enz me parece algo m¨¢s que traducir textos literarios: ha inventado una lengua que siendo plenamente espa?ol es un espa?ol raro traspasado por la m¨²sica del alem¨¢n, como los humanistas inventaban una lengua castellana dotada de la dicci¨®n solemne del lat¨ªn que traduc¨ªan, o Cipriano de Valera inventaba la suya empapada de las cadencias de la Biblia. Si la simple lectura de Bernhard es adictiva y contagiosa, no quiero imaginarme c¨®mo ser¨¢ esa lectura amplificada y extrema que es una traducci¨®n, c¨®mo ser¨¢ dejarse llevar por esa m¨²sica que no se detiene nunca y por esa voz que parece que est¨¢ sonando en el interior de la conciencia, dici¨¦ndonos exactamente todo aquello que preferir¨ªamos no saber ni decir, observando la crueldad, el deterioro, la enfermedad, la ruina, la muerte, con el lujo macabro de una pintura de Vald¨¦s Leal, con toda la ira de una imputaci¨®n y el sarcasmo de una caricatura de Grosz o de un n¨²mero de cabaret de Kurt Weill.
Qu¨¦ manera tan rara tienen a veces los libros de llegar a nosotros. Parece que nos esperan sin prisa, como concedi¨¦ndonos el tiempo que nosotros mismos no sabemos que necesitamos. Durante m¨¢s de veinte a?os esos vol¨²menes de Bernhard han estado conmigo, presentes en mi vida sin que yo los leyera, visibles en mi biblioteca, como una casa junto a la que pasa uno todos los d¨ªas y la mira y se siente atra¨ªdo pero no se decide a llamar a la puerta. No s¨¦ si lamentar o agradecer que una influencia tan poderosa no me afectara cuando era mucho m¨¢s joven. Pero a veces da la impresi¨®n de que un azar ben¨¦volo nos impone los libros en el momento justo en que necesit¨¢bamos leerlos.
Un ni?o. Thomas Bernhard. Traducci¨®n de Miguel S¨¢enz. Anagrama. 160 p¨¢ginas. 13 euros.
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