La nataci¨®n del yo
El ser un isle?o o vivir en una isla no es igual a hallarse aislados. Los habitantes de una isla tienden, por el contrario, a encontrar relaciones con casi cualquier cosa de su exterior. En cierto modo, ser un isle?o fue igual a vivir en la Espa?a de Franco donde cada ciudadano que mereciera ese nombre se preocupaba, ansiosamente, por conocer las circunstancias que se coc¨ªan afuera. El humo del guiso internacional era una suerte de vaho y actualidad que aliviaba de las barreras fronterizas, entonces impuestas por la autarqu¨ªa y, generalmente, en la geograf¨ªa, impuestas por el mar.
Una isla es un lugar muy codiciado por los aventureros porque les permite ilusionarse con la idea de haber dejado el mundo atr¨¢s y ganar con ello el alma de la desaparici¨®n. Para un isle?o, sin embargo, lo codiciado ser¨ªa formar parte del mundo con o sin traslaci¨®n.
La distancia que separa las costas del continente y su sat¨¦lite es igual a la variable impaciencia del coraz¨®n. Parad¨®jicamente, cuanto pasa en el continente es el contenido. Y lo que pasa en esta tierra australiana y aislada, incluso tan extensa como Estados Unidos, es un acontecer de sucursal.
Los australianos viven en la isla mayor del mundo. La llaman, en los libros, continente y, sin embargo, no terminan sus l¨ªmites en su perfil. Toda isla lleva a sentirse en un patio de butacas mientras la representaci¨®n discurre sobre una escena m¨¢s all¨¢. No importa que Nicole Kidman o Russell Crowe triunfen en Hollywood y demuestren con ello su integraci¨®n global. Por mucho que luzca en el exterior no dejan de ser gentes de un feudo ensombrecido, fragmentado y dependiente. Pueden ser islas afortunadas, islas de esmeralda, islas de oro pero son, con ello, pendientes del o¨ªdo (o la oreja) del mundo.
La subordinaci¨®n es un factor que crea una influencia proporcionalmente inferior a su distancia y con ello Australia, sin importar cu¨¢nto haga, siempre ser¨¢ una construcci¨®n de menor publicidad.
Las islas brit¨¢nicas, se di¨ªa, fueron, no obstante, un imperio del marketing pero claro est¨¢ que las Islas Brit¨¢nicas cuando fueron poderosas impusieron su archipi¨¦lago colonial en patr¨®n supremo.Tan superlativo que ha llegado hasta este cabo del mapa austral con Nueva Zelanda en la misma esquina.
Una isla no sabe qu¨¦ hora le corresponde sino en relaci¨®n al continente y el continente no consulta el reloj perif¨¦rico saber la hora. La hora es la hora y a la isla le corresponde un m¨¢s o un menos. De ah¨ª, acaso, la impresi¨®n de que los diarios australianos, su radio o sus peri¨®dicos no parezcan, con frecuencia, estar al d¨ªa. La sensaci¨®n, positiva, es que se han salido de la circulaci¨®n y gracias a ello no les atropell¨® el criminal ferrocarril de la crisis. La sensaci¨®n, negativa, es que Dios sabe que les pasar¨¢ sin penalidad.
?Liberados? Claro que no. Ni aislada puede librarse la isla de la epidemia humana. En el coraz¨®n de la inmaculada Australia se ha consolidado una excrecencia de decenas de miles de sucios y feos abor¨ªgenes con una probabilidad de contraer graves enfermedades tres y cuatro veces mayor a la media nacional. La mortalidad de un ciudadano com¨²n ronda los 82 anos pero un aborigen no pasa de los 72.
No solo est¨¢n m¨¢s enfermos, aislados incluso de su identidad. Porque a diferencia de los isle?os de vida y coraz¨®n, no buscan, ni esperan, ni se abocan al exterior. Su agujero negro es sobrevivir y cuanto m¨¢s fuera del tiempo, mejor. Ambulan pues desarreglados, sin reglas ni direcci¨®n como los zombis, y nadan a diario en un disolvente mar alcoh¨®lico mientras en Bondi Beach, los ricos surfean, aunque siempre aislados, sobre su bendita isla del yo.
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