Lecciones de invierno
El invierno es la estaci¨®n del dibujo, de las texturas secas, los grises y los azules
En la universidad una estudiante que viene de Lima me cuenta que su mayor aprendizaje en Nueva York ha sido el del cambio de las estaciones. ¡°En Lima el tiempo es siempre m¨¢s o menos lo mismo. La diferencia m¨¢xima entre el verano y el invierno son unos diez grados¡±. Hasta llegar aqu¨ª nunca se hab¨ªa abrigado tanto, nunca hab¨ªa sabido lo que era de verdad el fr¨ªo. Tambi¨¦n es posible que no hubiera tenido una sensaci¨®n tan marcada del paso del tiempo. Hace a?os, en Copenhague, una se?ora brasile?a me cont¨® el recuerdo luminoso de su descubrimiento de las estaciones cuando lleg¨® a Europa en su primera juventud. Hasta entonces, en R¨ªo de Janeiro, hab¨ªa vivido en un para¨ªso fuera del tiempo. Se dio cuenta de la monoton¨ªa de ese para¨ªso cuando asisti¨® por primera vez al cambio de color de las hojas de los ¨¢rboles en los parques de las ciudades europeas; cuando experiment¨® la dulzura de los d¨ªas soleados, la sorpresa de la velocidad con que se iba el sol rubio de las tardes de noviembre. Me dijo que solo en Europa y luego en el noreste de Estados Unidos hab¨ªa aprendido algo sobre el paso del tiempo: el tr¨¢nsito permanente y la apariencia de circularidad en el regreso ordenado de las estaciones.
Cuando los primeros exploradores europeos llegaron a estas orillas en 1609 les sorprendi¨® la altura de los ¨¢rboles y el espesor de los bosques, y el aire de salud vigorosa de sus pobladores nativos. La mayor parte de Europa estaba ya desforestada. En las ciudades superpobladas e inmundas proliferaban las epidemias. Aqu¨ª los viajeros encontraban sin dificultad agua dulce abundante en los manantiales alimentados por el deshielo y m¨¢stiles espl¨¦ndidos para sus veleros. Al cabo de un tiempo comprendieron que un motivo de la salubridad de esta tierra era el fr¨ªo de los inviernos que exterminaba a los par¨¢sitos y manten¨ªa bajo control las plagas. Ahora las calefacciones t¨®rridas proporcionan abrigo invernal a las cucarachas y a las ratas, y la comida tirada a la basura, alimento seguro.
El invierno es la estaci¨®n del dibujo: texturas secas, garabatos de ramas muy definidos contra el gris del nublado o el azul liso y fr¨ªo de las ma?anas de sol. La niebla favorece la grisalla. Los d¨ªas limpios de helada le dan a los contornos una nitidez de lente de aumento. Harry Callahan, George Bellows y Andrew Wyeth son artistas del invierno. Callahan advirti¨® con su c¨¢mara de fotos lo que todo el mundo llevaba viendo hac¨ªa siglos y nadie hab¨ªa reflejado: que unos tallos secos de hierba en medio de la nieve son como l¨ªneas puras de dibujo sobre papel en blanco, como trazos de caligraf¨ªa china o japonesa; las siluetas de las ramas y de las copas desnudas de los ¨¢rboles tienen una negrura de tinta. El invierno uniforma los ¨¢rboles y resume el paisaje en una m¨¢xima simplicidad visual.
George Bellows no pintaba solo boxeadores: pint¨® con gran solvencia la luz de la ma?ana en los parques nevados de Nueva York
Andrew Wyeth es mucho mejor dibujante o acuarelista que pintor, porque el l¨¢piz, la acuarela y la tinta le imponen una austeridad de medios que dificulta su propensi¨®n al pormenor irrelevante y la an¨¦cdota. Su sentido del color es exactamente invernal, de invierno en bosques y praderas en el noreste de Am¨¦rica: el marr¨®n apagado o el gris de los troncos, el amarillo d¨¦bil del liquen de la hierba seca requemada y aplastada por la nieve, la transparencia v¨ªtrea del aire.
George Bellows no pintaba solo boxeadores: pint¨® con gran solvencia la luz de la ma?ana en los parques nevados de Nueva York, las laderas de nieve y los bloques de hielo que bajan por el r¨ªo Hudson. Durante toda su vida, unas veces con m¨¢s suerte que otras, persigui¨® un efecto fugitivo: reci¨¦n miradas, las sombras de los ¨¢rboles sobre la nieve en una ma?ana luminosa tienen un tinte azul. Atravesando Central Park al d¨ªa siguiente de una gran nevada ¡ªdespu¨¦s de las grandes nevadas amanecen los d¨ªas de m¨¢s claridad del invierno¡ª voy oyendo el crujido de la nieve prieta bajo las pisadas de mis botas y fij¨¢ndome en cosas que he aprendido a mirar en George Bellows, en Harry Callahan y Andrew Wyeth. Hay una cita oportuna de Dorothea Lange: ¡°Una c¨¢mara es una herramienta para aprender a ver sin c¨¢mara¡±.
No te ba?ar¨¢s dos veces en el mismo r¨ªo ni leer¨¢s dos veces el mismo libro ni ver¨¢s dos veces la misma nevada. Palabras invernales como hielo o nieve tienen una cualidad terminante, una sugesti¨®n de sentido invariable y monoton¨ªa visual. Pero no hay superficie m¨¢s cambiante o menos regular que la del hielo en un estanque o un r¨ªo, ni un fen¨®meno m¨¢s insospechado que la nieve. En el r¨ªo Hudson el hielo forma una llanura m¨®vil y accidentada de ruinas, como de templos y m¨¢rmoles despedazados. En los estanques de Central Park el hielo forma masas blancas, grises y azules que se parecen a los sistemas nubosos de la Tierra vistos desde el espacio, los frentes de las borrascas, los torbellinos de los tornados. La nieve pocas veces puede decirse que cae: flota, gira, aparece y se desmaterializa, atraviesa el aire en diagonal, danza como las part¨ªculas de polvo o de polen en un contraluz; tiene una consistencia como de copos de algod¨®n instant¨¢neos o de granos m¨ªnimos y punzantes de arena arrastrados por el Levante. Se mantiene luego intocada durante d¨ªas, limpia en el cuadril¨¢tero de un tejado o de un parque, o se ensucia hasta un extremo de vileza en los montones al filo de las aceras, negra de mugre, de pisadas en el barro, de holl¨ªn de gasolina, revelando al derretirse muy lentamente una arqueolog¨ªa de basuras apresadas en ella, restos de comida, vasos aplastados de caf¨¦ y contenedores de pl¨¢stico. Hasta una escobilla de retrete vi aflorar una vez, en mitad de un deshielo.
En medio de la ventisca, emboscados en chaquetones y capuchas, pedaleando contra el viento, circulan desde que anochece los repartidores de comida a domicilio, con sus mochilas a la espalda, con bolsas de pl¨¢stico sujetas a los manillares, dejando al pasar olores fuertes de platos muy especiados y de cajas recalentadas de cart¨®n: pizza, comida china, comida india, o vietnamita, o tailandesa, o mexicana. Los repartidores son los emigrantes reci¨¦n llegados de Am¨¦rica Latina: ilegales, sin contrato, sin sueldo, ganando nada m¨¢s que lo que sacan con las propinas. Un conocido que vino de Ecuador y ahora tiene un buen trabajo abrigado en la porter¨ªa de un edificio me cuenta que trabaj¨® dos a?os haciendo esos repartos. Lo peor de todo, me dice, son esas planchas met¨¢licas que tapan los socavones en el asfalto. Hab¨ªa que aprender a eludirlas. Cuando las cubr¨ªa una l¨¢mina de hielo la ca¨ªda de la bicicleta era casi inevitable.
La mejor lecci¨®n de este invierno viene del otro pa¨ªs, de la otra ciudad de uno, en la que nunca hace tanto fr¨ªo, por fuera y por dentro. Con tes¨®n admirable, con fervor de rebeld¨ªa y sentido pr¨¢ctico, con la ayuda de una ciudadan¨ªa valerosa, los trabajadores de la sanidad p¨²blica de Madrid han logrado parar una privatizaci¨®n que parec¨ªa inevitable. Madrid, qu¨¦ bien resiste. La manera m¨¢s segura de perder algo es darlo por perdido
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