La factor¨ªa de la nostalgia
El blanco y negro de fotograf¨ªas y documentales puede volver memorable cualquier episodio pasado
Cualquier cosa, bien macerada y caramelizada por el tiempo, puede manufacturarse en forma de nostalgia. El blanco y negro de las fotograf¨ªas y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los a?os cincuenta, de los primeros sesenta, nuestros padres parecen j¨®venes actores de cine.
¡°Existe en la naturaleza humana una fuerte propensi¨®n a devaluar las ventajas y a magnificar los males del tiempo presente¡±, dice Gibbon. Nueva York es ahora una ciudad m¨¢s limpia, m¨¢s segura y m¨¢s pr¨®spera que hace treinta o cuarenta a?os, pero cuando uno habla con personas que recuerdan el tiempo de los atracos en el metro, los apu?alamientos en Central Park, los campamentos de mendigos, drogadictos y traficantes en Tompkins Square o en Washington Square, junto al alivio de que todo aquello pasara hay con frecuencia un tono de nostalgia. Un amigo me contaba que uno no pod¨ªa permitirse el lujo de ir abstra¨ªdo por la calle: hab¨ªa que estar siempre alerta, como con un radar siempre movi¨¦ndose para detectar signos de peligro, y eso hac¨ªa que uno viviera m¨¢s pegado a lo real, mucho m¨¢s despierto que ahora, cuando las aceras est¨¢n pobladas casi exclusivamente por son¨¢mbulos que hablan gesticulando por sus tel¨¦fonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iphones. ¡°Hab¨ªa que andar de una cierta manera¡±, me dijo mi amigo, ¡°para que se supiera que uno no era un turista, que no estaba perdido ni era una presa f¨¢cil; hab¨ªa que andar r¨¢pido, mirando al frente, y al mismo tiempo vigilando de soslayo a un lado y a otro, aunque con la precauci¨®n de que la mirada no chocara con la de quien no deb¨ªa¡±. Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, est¨¢ dedicado a la ¨¦poca de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos a?os en los que la ciudad se hund¨ªa en la cat¨¢strofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no hab¨ªa dinero ni para limpiar la basura. Entre el mot¨ªn de Stonewall en 1969 y la irrupci¨®n del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.
Existe en la naturaleza humana una? propensi¨®n a devaluar las ventajas y a magnificar los males del presente¡±, dice Gibbon
Tambi¨¦n era la ciudad de las bocas de metro cegadas por escombros como tumbas egipcias y el de los trenes tachonados completamente con manchas, figuras y garabatos de grafitis. Casi cualquiera que ya no sea joven tiene un recuerdo muy vivo de la pesadilla y el peligro de aventurarse en el metro. Hab¨ªa asientos arrancados, cristales escarchados por pedradas, charcos de l¨ªquidos alarmantes, restos de comida, gente trastornada de mirada retadora. En verano no hab¨ªa aire acondicionado y en los t¨²neles y en los trenes el calor adquir¨ªa una cualidad cenagosa. Y, para muchas de las personas a las que les he preguntado, una parte grande del suplicio del metro eran los grafitis: su proliferaci¨®n angustiosa, la claustrofobia de que no hubiera un espacio, dentro o fuera de los trenes, no ocupado y saturado por ellos. De lejos, cuando se ve¨ªa desde la calle un tren emergiendo de un t¨²nel por un paso elevado o atravesando uno de los puentes sobre el East River, hab¨ªa a veces un efecto inesperado de belleza, una complicaci¨®n de colorido barroco.
Nadie que yo conozca prefiere el metro de aquellos a?os al de ahora, pero la nostalgia es una planta capaz de arraigar en los suelos m¨¢s inh¨®spitos. El Museo de la Ciudad acaba de inaugurar una gran exposici¨®n dedicada a lo que ahora resulta que fue la edad de oro del grafiti. En ella no hay vagones de verdad cubiertos de policrom¨ªas, pero s¨ª fotos apaisadas y muy bien enmarcadas de aquellos trenes desfilando como convoyes de color entre edificios desmoronados, a trav¨¦s de barriadas que parecen ciudades en las que nunca comenz¨® la reconstrucci¨®n de una posguerra. En una magn¨ªfica galer¨ªa de Chelsea especializada en fotos, Steven Kasher, se repiten im¨¢genes parecidas de trenes, tomadas en los ¨²ltimos setenta y primeros ochenta por Henry Chalfant. En ellas los vagones forman frisos que ocupan todo el espacio. En cualquier parte destaca sin dificultad el talento. En la exposici¨®n del Museo de la Ciudad deslumbran artistas callejeros que trasmutaban la prisa y el peligro en virtudes est¨¦ticas: Daze, Dondi, Futura, Lee Qui?ones, Lady Pink; y en esa atm¨®sfera se comprende mejor la capacidad de aprender y absorber y darle la vuelta en beneficio propio a toda aquella imaginer¨ªa que tuvieron Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, sobre todo Basquiat.
Gente joven con talento pod¨ªa buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero tambi¨¦n barata y con oportunidades
En la Nueva York opulenta y socialmente escindida de ahora la nostalgia es una mercanc¨ªa y tambi¨¦n un indicio de la incomodidad que despierta en la gente la omnipotencia obscena del dinero. En Steven Kasher la sala principal la ocupa estos d¨ªas una selecci¨®n de las fotos que Fred McDarrah hizo en los sesenta y los setenta para el Village Voice. Aqu¨ª la nostalgia es en blanco y negro. McDarrah iba por las calles, los caf¨¦s, los apartamentos destartalados del Village, como un minutero ambulante que retrat¨® a los mayores de la generaci¨®n que se estaba extinguiendo y a los m¨¢s j¨®venes y m¨¢s de la siguiente, los que empezaban a brillar y los que estaban perdiendo brillo, los expresionistas abstractos con sus blusas y pantalones manchados y su fatiga de viejos pintores de brocha gorda y los j¨®venes pop con sus caras ani?adas de estudiantes precoces, los poetas beat y los mendigos, los que miraban sabiendo desde muy j¨®venes lo que quer¨ªan y los que promet¨ªan mucho y no llegaron a nada. Retrat¨® a Dustin Hoffman con veinte a?os y con cara de comer mal y casi no dormir, a Bob Dylan sentado al sol como un indigente en un banco de Sheridan Square, a Norman Mailer como un le¨®n en una jaula llena de montones de peri¨®dicos, con el cigarrillo y la m¨¢quina de escribir que entonces parec¨ªan las herramientas naturales de un novelista, a Jack Kerouac recitando poemas en la sala de estar de un apartamento lamentable, a Robert Mapplethorpe con un corte de pelo y una cara chupada y una mirada fulgurante que le hac¨ªan muy parecido a Camar¨®n de la Isla, a Mark Rothko como un gordo viejo y demolido, muy solo entre los invitados a una fiesta. Parece que no hubo protesta contra la guerra de Vietnam o a favor de los derechos de las mujeres o los homosexuales a la que Fred McDarrah no acudiera con su c¨¢mara.
Gente rara y muy joven con mucho talento o solo con un talento fantasioso para la extravagancia pod¨ªa buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero tambi¨¦n era barata y estaba llena de oportunidades. Ahora que hay sucursales de bancos o de Starbucks en casi cada esquina, y que sobre las terrazas de los vecindarios destartalados de entonces se levantan torres de vidrio para oligarcas rusos y chinos y escualos financieros de Wall Street, la nostalgia tiene una m¨¦dula de protesta pol¨ªtica.
Babelia
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