Sa?a
La ni?a que dio una paliza a una compa?era no estaba sola. Hab¨ªa otros grab¨¢ndolo
En mi infancia, los ni?os a veces se pegaban entre ellos. Esas peleas no duraban mucho y la mayor¨ªa formaban parte de un ritual de honor. Se programaban con antelaci¨®n y ten¨ªan lugar en el recreo o a la salida de clase, con mogoll¨®n de animadores jaleando a su favorito. Si alguno se rend¨ªa terminaba inmediatamente el duelo; no se permit¨ªa el sadismo ni el machaque. Las hostias de verdad llegaban cuando aparec¨ªan los curas, porque ol¨ªan el tumulto o les informaba el chivato de turno. Y ellos pegaban muy duro, con absoluta impunidad, sin posibilidad de defensa para el agredido. En algunas casas tambi¨¦n se practicaba esa atrocidad de las palizas salvajemente convencidas de que la letra con sangre entra y de que quien bien te quiere te har¨¢ llorar.
Recuerdo aquella belicosidad infantil regida por normas cuando observo en la tele las im¨¢genes aterradoras de una cr¨ªa de 13 a?os ensa?¨¢ndose con un gui?apo que gime en el suelo. La paliza no pertenece a una pel¨ªcula de Scorsese retratando el castigo en la honorable sociedad. Esa ni?a que patea el cuerpo de su v¨ªctima, estrella sin tregua su cabeza contra el cemento, utiliza su rostro como un saco de boxeo, no est¨¢ sola. Hay colegas que est¨¢n filmando con el m¨®vil su barbarie. Nadie intenta detener esa atrocidad, forma parte de un espect¨¢culo hasta que se oye la voz de una testigo que hasta ese momento debe de haber estado presumiblemente complacida. Le dice a la psychokiller: ¡°Mar¨ªa, para, que hay gente¡±. No hay compasi¨®n, no hay racionalidad, solo el miedo a que la gente pueda hacer notar¨ªa de esa barbaridad. Da escalofr¨ªo. La culpabilidad no es exclusiva de la torturadora.
Un amigo m¨ªo que pocas veces se ha puesto de acuerdo con la vida, con un extenuante fardo de soledad, que podr¨ªa acabar quit¨¢ndosela, me cont¨® con orgullo que una vez pudo perderla a manos de otros. Se encontr¨® en la calle con un grupo de gente que estaba a punto de linchar a un hombre apaleado. Su primer impulso fue escaquearse, nunca fue heroico. Pero le ech¨® tanta autoridad que los linchadores pararon, se acobardaron, convencidos de que alguien solo y tan osado deb¨ªa de ser el ministro del Interior o Harry el Sucio. Llev¨® a un hospital a la v¨ªctima. Me cont¨® que se enfrent¨® a ellos porque hab¨ªa bebido. Sobrio no hubiera tenido valor.
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