Gabo ya no es de este mundo
M¨¦xico y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de 'Cien a?os de soledad'
En medio de la sala, como un monolito hecho de silencio y ceniza, la urna de cerezo que conten¨ªa el aire que queda en el mundo del hombre que fue Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez estaba bajo una luz cenital que lo destacaba como el resplandor mismo de una ausencia.
Detr¨¢s, de negro como todo el mundo, Mercedes Barcha, la mujer con la que hace medio siglo y dos a?os hizo el viaje a M¨¦xico. En ese viaje, que este lunes acab¨® con la muerte de Gabo y su despedida popular en medio de un turbi¨®n de mariposas amarillas propulsadas por un hurac¨¢n inventado, la pareja se par¨® en una fonda de cualquier sitio, superados los Estados Unidos. Llevaban veinte d¨®lares en el bolsillo y eran errantes e indocumentados, probablemente felices, pero ten¨ªan hambre.
Ha pasado mucho tiempo y algunos libros tan milagrosos como las mariposas de Cien a?os de soledad. Estas de su despedida hab¨ªan sido mariposas propulsadas por una m¨¢quina, pero en ese libro que lo meti¨® en la mitolog¨ªa aquella lluvia era verdadera, suced¨ªa de vez en cuando en Aracataca, y ¨¦l la vio de ni?o, como casi todo lo que cont¨® desde entonces.
Ning¨²n hombre fue guayabera o todo de blanco, como ¨¦l hizo cuando recogi¨® el Nobel de Literatura en 1982
Esta vez, aunque de papel, las mariposas vinieron de Colombia y las eligieron los miles de mexicanos y los colombianos que fueron a despedirlo como un h¨¦roe, bajo la inclemencia de la lluvia y del viento, a dos pasos de donde dos jefes de Estado, el nativo y el adoptivo, Jos¨¦ Manuel Santos y Enrique Pe?a Nieto, le daban el contrapunto oficial al grito que m¨¢s se oy¨® bajo el cielo de M¨¦xico: ¡°?Viva Gabo!¡±
El presidente mexicano no pod¨ªa competir con el grito de los lectores, claro, ni Santos consigui¨® met¨¢fora tan simple como la que se viv¨ªa en la intemperie. Y es probable que ni uno ni otro supiera qu¨¦ pas¨® para que los Gabo eligieran M¨¦xico como sitio para vivir en el momento mismo en que los que estaban buscando, en aquella miseria de vida de hace m¨¢s de medio siglo, era algo para comer y que eso le costara el uno por ciento de sus veinte d¨®lares.
En aquel entonces, flacos y felices, pero acosados por el hambre, se pararon en cualquier sitio de la frontera que divid¨ªa a M¨¦xico de Estados Unidos y pidieron cualquier cosa. Les dieron el m¨¢s barato y cuando probaron aquel arroz de fonda, sin nada m¨¢s que arroz y sabor, dijeron: ¡°Ac¨¢ nos quedamos¡±. Si se come as¨ª, aqu¨ª nos quedamos. Luego vinieron otras aventuras, amigos, premios, y finalmente, la muerte de Gabo, que fue certificada en una ceremonia tan oficial y de ropas tan oscuras este lunes en el Palacio de Bellas Artes.
Pero para llegar a este momento en que el escritor, que nunca dej¨® de ser de Colombia pero que prefiri¨® un d¨ªa el sabor de M¨¦xico, no s¨®lo hab¨ªa ocurrido aquel arroz de fonda que no val¨ªa sino que sab¨ªa, sino un sinf¨ªn de penurias que dieron de s¨ª la pareja que fueron. Entonces, nada m¨¢s entrar en la ciudad que anoche hizo diluviar mariposas de papel en medio de un vendaval, Mercedes iba con ah¨ªnco pero con indiferencia a pedirle a Gobernaci¨®n que los dejaran vivir ac¨¢.
Pe?a Nieto no lo dijo en la despedida (o porque no lo sab¨ªa o porque s¨®lo hizo en su parlamento una biograf¨ªa de la superficie de Gabo), pero hace 52 a?os esta mujer que anteayer bail¨® con los otros lo m¨¢s alegre de la noche, los vallenatos de Valledupar, se pasaba las horas en el patio de Gobernaci¨®n, en la calle Bucarelli esperando, con la constancia con que el coronel esperaba un sobre, que le dieran permiso de residencia.
Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se hab¨ªa aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
Finalmente los de Bucarelli le dejaron el papel; hasta que explot¨® Cien a?os de soledad como un cicl¨®n que a¨²n a¨²lla, el arroz de fonda sigui¨® siendo el alimento, mucho m¨¢s en todo caso que lo que preve¨ªa comer aquel militar triste que aguardaba en vano una pensi¨®n que lo iba a sacar de la mierda. Ahora Gabo fue despedido como un h¨¦roe nacional, con la m¨²sica que le seleccionaron sus hijos, el tip¨®grafo Gonzalo y el cineasta Rodrigo, para complacer los gustos (barrocos, populares) de su padre.
Fue una ceremonia extra?a, pues lat¨ªa en la sala m¨¢s solemne entre las solemnidades literarias de M¨¦xico (aqu¨ª despidieron a Le¨®n Felipe, a Octavio Paz, a Carlos Fuentes) la sensaci¨®n de que s¨®lo la urna convocaba a pensar en la verdad de lo que hab¨ªa ocurrido (la muerte, incluso en estos instantes en que la evidencia es un resplandor oscuro, siempre produce extra?eza, sensaci¨®n de que no pas¨®); y, sin embargo, en la calle los gritos de una multitud resignada a perder a quien le dio tanta f¨¢bula, se parec¨ªa al jolgorio con el que Colombia lo celebr¨® cuando gan¨® el Nobel en 1982.
Con flores amarillas, con mariposas amarillas. Esa gente fue entrando, cincuenta a cincuenta, a saludar la urna, en el recinto en que luego hablar¨ªan los presidentes, y en un momento determinado entraron los vallenatos, la m¨²sica que hizo mover los pies de la Gaba, de Rodrigo y de Gonzalo. Ese fue el momento que irrumpi¨® como la alegr¨ªa en un viaje, y este es el ¨²ltimo, como aquel arroz de fonda que los hizo quedarse en M¨¦xico a pesar de las largas esperas en el patio de Bucarelli.
A Garc¨ªa M¨¢rquez le hubiera gustado (lo dijo) menos solemnidad, m¨¢s ropa blanca. Mercedes quiso ir de negro, y todos fueron de negro, como preparados para un concierto; la m¨²sica que son¨® (¨¦l dec¨ªa que hab¨ªa tres m¨²sicos y todos se escrib¨ªan con B, Beethoven, Bach, Bozart) era la m¨²sica de concierto que se pon¨ªa para escribir, la que compraba hasta el final en una librer¨ªa que se llamaba el Parnaso y que, como ¨¦l mismo, ya no existe.
Si repasabas todos los rostros, pod¨ªas detenerte en el apacible semblante de la Gaba (?c¨®mo est¨¢s?, ¡°bien, estoy bien¡±, con ese aire de paciencia que debi¨® acompa?arle en las esperas de Bucarelli), en el del hermano Jaime (¡°tiempos dif¨ªciles, son tiempos dif¨ªciles¡±) con su corbata grande y la cara que se le pon¨ªa a Gabo cuando escuchaba, y los hijos.
En estos dos muchachos que compartieron el arroz que los dej¨® en M¨¦xico est¨¢,? 52 a?os despu¨¦s, la sonrisa que Gabo recuper¨® cuando ya la ventolera de la enfermedad lo hizo dulce y como de otro mundo. Gonzalo, sobre todo, sinti¨® el resorte de su padre, y en medio de aquella solemnidad con que se desarrollaba el adi¨®s mexicano hizo entrar otra vez a los vallenatos, ensay¨® con los pies los pasos de esa m¨²sica, y como no estaba la madre all¨ª cuando cantaron (¡°Eres Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez/ pero te dec¨ªan Gabo,/ de todos el m¨¢s grande/. El olor de la guayaba, ¨¦l vivi¨® para contarlo¡±), los hizo entrar otra vez, y all¨ª estuvieron con sus galas populares, trayendo a la sala el aire de la calle para que Mercedes Barcha, la viuda, sonriera tambi¨¦n y moviera los pies.
Cuando eso ocurr¨ªa, me acerqu¨¦ a un viejo amigo de los Gabo, el pintor Gillermo Angulo (al que los chicos de Garc¨ªa M¨¢rquez llaman Anguleto) y le pregunt¨¦ c¨®mo se sent¨ªa all¨ª, en la despedida de un hombre al que los libros hicieron inmortal. Dijo Anguleto:
-Aqu¨ª estoy, tristiando. ?Sabes qu¨¦ puso un peri¨®dico popular de Colombia en su titular? ¡°Qu¨¦ puta tristeza¡±. Y eso es, ac¨¢ estamos tristiando.
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