El testigo
Harry Kessler, millonario cosmopolita, sucumbi¨® al entusiasmo guerrero en 1914
En 1985, en una sucursal bancaria de Mallorca, el director supervis¨® la apertura de una caja de seguridad cuyo alquiler de cincuenta a?os hab¨ªa expirado, sin que nadie viniera a hacerse cargo de su contenido. Al cabo del tiempo se hab¨ªa extraviado hasta el nombre de su titular, que debi¨® de alquilarla hacia el principio de la guerra civil espa?ola. En el interior se encontraron varias docenas de vol¨²menes de diarios encuadernados en piel, escritos en alem¨¢n e ingl¨¦s con una letra peque?a y legible, la escritura meticulosa de quien lo ve todo y lo anota todo. El descubrimiento no llam¨® la atenci¨®n en Espa?a, pero en el mundo de habla alemana fue una conmoci¨®n. Lo que hab¨ªa aparecido en esa caja de seguridad en Mallorca eran los diarios que el conde Harry Kessler hab¨ªa escrito desde los 12 a?os, en 1890, hasta unos d¨ªas antes del final de la Gran Guerra, a principios de noviembre de 1918. De Kessler se conoc¨ªan hasta entonces sus diarios de los a?os de la Rep¨²blica de Weimar, que son un monumento hist¨®rico y literario incomparable, porque Kessler fue una de esas personas que combinan una capacidad de atenci¨®n y una curiosidad desusadas y un puesto de observaci¨®n privilegiado. Era un arist¨®crata alem¨¢n que se hab¨ªa educado en Inglaterra y en Francia, un miembro de la clase dirigente imperial que se comprometi¨® con la Rep¨²blica, una figura de la alta sociedad y de la pol¨ªtica apasionado por el arte moderno y el teatro de vanguardia. En Londres frecuent¨® a H. G. Wells y a Bernard Shaw, aparte de a la familia real; en Par¨ªs fue amigo de Maillol, de Rodin, de Matisse, de Bonnard, y trat¨® a algunos de los mismos personajes que inspiraron a Proust: la condesa Greffulhe, de quien procede el perfil de p¨¢jaro y la belleza altiva de la duquesa de Guermantes; el vizconde de Montesquieu, modelo del bar¨®n de Charlus. En 1906 estuvo en el estreno de la Salom¨¦ de Richard Strauss, y en 1913, en el todav¨ªa m¨¢s escandaloso de la Consagraci¨®n de la primaverade Stravinski.
Cuando se publicaron en ingl¨¦s los diarios de la ¨¦poca de Weimar, W. H. Auden escribi¨® que el conde Harry Kessler era la persona m¨¢s cosmopolita que hab¨ªa vivido nunca. En 1896, con 28 a?os, heredero de una gran fortuna tras la muerte de su padre, hab¨ªa dado la vuelta al mundo. En 1937, cuando hizo las ¨²ltimas anotaciones en el diario, viv¨ªa en el exilio y estaba arruinado y enfermo, con una sensaci¨®n de acabamiento de mundo que se parecer¨ªa a la que llev¨® al suicidio a otro de los grandes testigos de entonces, Stefan Zweig. El libro, que se titula en ingl¨¦s Berlin in lights, es una lectura devastadora, intoxicadora, que no da respiro y no puede dejarse; el testimonio, d¨ªa tras d¨ªa, de c¨®mo en ciertas ¨¦pocas acaba sucediendo infaliblemente lo peor, de las esperanzas racionales que se frustran y las posibilidades inveros¨ªmiles de tan monstruosas que sin embargo llegan a cumplirse, de la derrota o el asesinato de los mejores y los decentes y el triunfo de los demagogos y los criminales, de las capitulaciones por adelantado que despejan el camino a los b¨¢rbaros.
El Kessler de esos a?os es un humanista y un dem¨®crata, un internacionalista exasperado por la inoperancia de la Sociedad de Naciones, un europeo que asiste a la confluencia entre el resentimiento alem¨¢n por la derrota en la guerra y la est¨²pida pol¨ªtica de represalias ejercida por los vencedores, Francia sobre todo. Igual que Zweig, que Freud o Thomas Mann, Kessler da testimonio y alza en el desierto su voz de racionalidad, de sentido com¨²n.
En su diario anotaba con perfecta frialdad las represalias atroces del Ej¨¦rcito alem¨¢n contra civiles belgas desarmados
Por eso es tan aleccionador, y desasosiega tanto, comprobar en ciertos pasajes de los diarios encontrados en Mallorca que hasta una persona sensata, templada y cosmopolita como Kessler tambi¨¦n hab¨ªa sucumbido, en 1914, a ese entusiasmo imb¨¦cil por la guerra que atraves¨® Europa en las v¨ªsperas inmediatas de la carnicer¨ªa. La irracionalidad de los irracionales, la brutalidad de los brutales, el fanatismo de los fan¨¢ticos, nos dan mucho miedo. Pero yo creo que lo que da m¨¢s miedo de verdad es ver lo f¨¢cilmente que una persona racional en casi todo abraza de golpe ideas irracionales, o un civilizado se vuelve b¨¢rbaro y brutal de la noche a la ma?ana, o alguien disciplinado en el m¨¦todo cient¨ªfico es capaz de aceptar con los ojos cerrados lo que evidentemente no tiene pies ni cabeza. El conde Harry Kessler, que en la primavera de 1914 todav¨ªa circulaba con plena desenvoltura por los salones, las galer¨ªas de arte, los teatros de Par¨ªs y de Londres, en agosto se extasiaba con las noticias sobre la movilizaci¨®n y el estallido inmediato de la guerra, y unos meses m¨¢s tarde participaba con su regimiento en la invasi¨®n de B¨¦lgica, y anotaba en el diario con perfecta frialdad las represalias atroces del Ej¨¦rcito alem¨¢n contra civiles belgas desarmados. El entusiasmo est¨¦tico que poco antes le despertaban los ballets rusos o la pintura de Matisse ahora lo disfrutaba contemplando los despliegues militares. Su cosmopolitismo palidec¨ªa de pronto ante la vehemencia de su fervor patri¨®tico: ¡°Estas primeras semanas de guerra han revelado algo que estaba en las profundidades desconocidas de nuestro pueblo alem¨¢n, algo que solo puedo comparar con una sincera y alegre espiritualidad. La poblaci¨®n entera se ha transformado y forjado en una forma nueva. Esta es ya la ganancia impagable de esta guerra; y haberla presenciado ser¨¢ una de las grandes experiencias de nuestras vidas¡±.
El gran esteta ve pueblos incendiados, monta?as de cad¨¢veres, personas inocentes ejecutadas en actos de represalia, caballos reventados de los que se derraman v¨ªsceras comidas por las moscas; ve a un oficial de artiller¨ªa dirigir por tel¨¦fono el bombardeo de una ciudad y piensa con satisfacci¨®n que parece un inversor dando instrucciones a su agente de Bolsa; ve columnas de refugiados huyendo por los caminos y dispers¨¢ndose cuando se acerca el motor de un avi¨®n que les lanzar¨¢ bombas o los ametrallar¨¢; admira la gallard¨ªa de un general mandando desde muy lejos a sus tropas a la matanza y encuentra en ¨¦l las mismas virtudes alemanas que en un gran director de orquesta. Lee un ensayo ¡°bello y profundo¡± del fil¨®sofo Georg Simmel sobre la ¡°transformaci¨®n interior de Alemania¡±, sobre el ¡°hombre nuevo¡± que nacer¨¢ de la guerra, y asegura que ese empe?o m¨ªstico es el mismo que lo inspira a ¨¦l. Etc¨¦tera.
Pocos espect¨¢culos hay m¨¢s penosos que el de un intelectual emocionado est¨¦ticamente y filos¨®ficamente por la eliminaci¨®n de seres humanos. En Francia casi nadie m¨¢s que Jean Jaur¨¨s levant¨® su voz contra el disparate de la guerra, y se apresuraron a matarlo. En el mundo de habla alemana uno de los pocos que mantuvieron en todo momento la lucidez y la templanza en medio del gran delirio fue Albert Einstein. Si personas en general ¨ªntegras y admirables adoptan a veces posturas insensatas y participan con entusiasmo en la celebraci¨®n de la cat¨¢strofe, qui¨¦n puede sentirse a salvo de secundar la estupidez o de aceptar el crimen. En la amargura ilustrada de Harry Kessler habr¨ªa al final un fondo de remordimiento.
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