Ciudades perdidas
La ciudad, a pesar de ser un organismo formidable, puede desmoronarse con facilidad
Hace unos cuantos a?os, una tarde de domingo, a principios de verano, tuve la sensaci¨®n de caminar entre los monumentos en ruinas de una civilizaci¨®n abolida. Era una sensaci¨®n futurista, porque esa civilizaci¨®n no era la de los antiguos mayas, o la de los babilonios y sus ciudades de adobe desmoronadas en el desierto. La civilizaci¨®n a la que pertenec¨ªan aquellos monumentos abandonados que yo visitaba en el downtown de Los ?ngeles era la m¨ªa: la de las calles con aceras anchas por las que camina mucha gente y los escaparates que miran los que pasan, la del transporte p¨²blico, la de la vida mezclada y compacta, en la que se cruzan los placeres y las obligaciones, y en la que nadie puede ignorar la existencia de los otros ni dejar de confrontarse con el hecho asombroso y aleccionador de la variedad de los caracteres y las inclinaciones humanas. Llev¨¢bamos dos o tres d¨ªas en Los ?ngeles, y la parte m¨¢s sustancial de nuestro tiempo la hab¨ªamos dedicado a ir en coche: a recorrer autopistas de cinco carriles en cada sentido permanentemente atascadas; a subirnos a un coche y ponernos el cintur¨®n de seguridad; a quitarnos el cintur¨®n de seguridad despu¨¦s de un trayecto no muy largo para salir del coche y atravesar un aparcamiento y llegar a donde tuvi¨¦ramos que ir; a recorrer en sentido contrario el mismo trayecto, la misma secuencia de tareas automovil¨ªsticas: aparcamiento, cintur¨®n de seguridad, recorrido por una carretera, otro aparcamiento. Los barrios de la ciudad y las carreteras se disolv¨ªan en la misma secuencia poco a poco irreal, porque casi siempre la ve¨ªamos a distancia y desde el otro lado de una ventanilla, desde el interior herm¨¦tico con aire acondicionado.
Al llegar al downtown, el equivalente aproximado de lo que en Europa ser¨ªa el centro, sentimos el alivio del reconocimiento: una avenida con edificios altos, con pasos de peatones, hasta con quioscos, con escaparates de tiendas, con marquesinas de teatros y cines. Por una vez parec¨ªa que ¨ªbamos a dar un paseo, un paseo anacr¨®nico, largo, sin prop¨®sito, curioseando, ejercitando al mismo tiempo la mirada y las piernas, torciendo la cabeza para admirar torreones y cornisas de los rascacielos art d¨¦co, quiz¨¢s incluso sent¨¢ndonos en una terraza a mirar un caf¨¦ viendo pasar a la gente.
Antiguallas. Los edificios eran poco m¨¢s que pantallas que tapaban lo importante de verdad, las extensiones desoladas de aparcamientos en lo que hab¨ªan sido las calles paralelas. Muchos de ellos estaban abandonados, y los otros eran bloques de oficinas, vac¨ªos el d¨ªa de fiesta. Las aceras ten¨ªan algo tan muerto como los escaparates de grandes tiendas quebradas. Pero donde m¨¢s abrumaba la sensaci¨®n de derrumbe era en las fachadas y en los vest¨ªbulos de los cines gigantes abandonados hac¨ªa muchos a?os: las taquillas tapiadas, las marquesinas cay¨¦ndose, los fantasiosos letreros verticales reducidos a sus armazones met¨¢licos.
En medio de las ruinas hab¨ªan acampado aqu¨ª y all¨¢ nuevos ocupantes, como los que invadir¨ªan los palacios y los templos derruidos de una ciudad romana tras el final del Imperio. Los ocupantes eran mexicanos, centroamericanos, asi¨¢ticos, negros de ?frica, que hab¨ªan instalado bajo las antiguas b¨®vedas con alegor¨ªas y oros falsos, sobre las moquetas rozadas, tiendas enormes de ropa barata, mercadillos de cosas de segunda mano, de cosas de pl¨¢stico, de disfraces y m¨¢scaras de superh¨¦roes y de celebridades de la lucha libre mexicana. Entramos a la sala gigante de uno de aquellos cines, en la que todav¨ªa quedan los ¨²ltimos tubos de un ¨®rgano casi desguazado y cortinones viejos de peluche granate, y todos los asientos en el grader¨ªo estaban ocupados por una multitud de gente diminuta, muy morena, trastornada de fervor evang¨¦lico. En el escenario, delante de la gran oquedad donde estuvo la pantalla, un predicador rezaba a gritos o formulaba conjuros sujetando un micr¨®fono, ba?ado en sudor, recitando en espa?ol profec¨ªas apocal¨ªpticas. Los fieles, muchos de ellos indios de Centroam¨¦rica, alzaban los brazos en un ¨¦xtasis de convulsiones y de ojos cerrados, se pon¨ªan de pie o se arrodillaban sobre los viejos asientos de tapicer¨ªa desventrada.
En Memphis hay cruces de avenidas por las que uno puede caminar a mediod¨ªa sin ver ni una sola figura humana
En lo que hab¨ªa sido en otro tiempo la sede de unos grandes almacenes hab¨ªa un prodigioso mercado popular, con puestos como los de un mercado de abastos espa?ol, con olores terrenales a especias y a comidas. Un mundo entero hab¨ªa desaparecido y entre sus ruinas empezada a pulular otro. Una ciudad entera, y con ella una idea de civilizaci¨®n, hab¨ªa sucumbido casi de la noche a la ma?ana a la hegemon¨ªa del coche y a la huida masiva de la clase media a las urbanizaciones perif¨¦ricas, al auge de los centros comerciales gigantes y a la eliminaci¨®n planificada del transporte p¨²blico. Reci¨¦n construidas las salas de cine mejor acondicionadas y m¨¢s lujosas, las dejaba obsoletas la primac¨ªa masiva de la televisi¨®n.
Paseando hace unos d¨ªas por el downtown de Memphis me he acordado de aquel viaje a Los ?ngeles, y de esas im¨¢genes que se ven de los grandes edificios p¨²blicos en ruinas y los barrios devastados de Detroit. Parece que una ciudad es un organismo formidable, pero resulta que puede desmoronarse con la misma facilidad con que la codicia humana mezclada a la tonter¨ªa irresponsable puede arruinar un ecosistema que se mantuvo estable durante milenios. Una gran parte del coraz¨®n industrial y comercial de Memphis empez¨® a degradarse aceleradamente en los a?os sesenta. El final del tr¨¢fico ferroviario dej¨® in¨²tiles edificios ingentes de estaciones y hoteles. La moda de los tejidos sint¨¦ticos y luego el algod¨®n barato importado de Asia acabaron con la agricultura y la industria que hab¨ªan sostenido a la ciudad durante m¨¢s de un siglo. El asesinato de Martin Luther King y los disturbios raciales proyectaron sobre la ciudad una sombra que agrav¨® la decadencia. Sin industria no hab¨ªa trabajos dignos para los pobres, ni comercios que pudieran mantener vivas las calles. En el viejo centro urbano no quedaban m¨¢s que los que pod¨ªan irse. La magn¨ªfica arquitectura industrial y comercial de las primeras d¨¦cadas del siglo XX permaneci¨® en pie como el escenario de una ciudad fantasma, poco a poco aniquilada por el tiempo, invadida por la vegetaci¨®n selv¨¢tica del Sur.
En Memphis hay cruces de avenidas muy anchas por las que uno puede caminar a mediod¨ªa sin ver ni una sola figura humana, sin o¨ªr siquiera el motor de un coche. Las luces de los sem¨¢foros que cuelgan oscilando de cables muy altos pueden cambiar unas cuantas veces seguidas para nadie. La escalinata de un hotel clausurado tiene los pelda?os partidos por la fuerza de las ramas de una enredadera que ha trepado hasta cubrir tambi¨¦n la puerta de entrada.
Pero cuando se explora m¨¢s, cuando baja al atardecer el calor h¨²medo del Misisipi, se descubren lugares que han sobrevivido intactos a los a?os de la ruina y otros que van brotando aqu¨ª y all¨¢, aprovechando el tejido s¨®lido que no lleg¨® a perderse: anticuarios que ocupan las tres o cuatro plantas de un edificio abandonado hasta hace muy poco, restaurantes populares que nunca cerraron, restaurantes nuevos, galer¨ªas, talleres donde la gente joven se busca la vida, tiendas aventureras que abren en un tramo de calle vac¨ªo. Una l¨ªnea de tranv¨ªas restaura la racionalidad olvidada del transporte colectivo.
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