Richard Strauss, h¨¦roe entre tres guerras
Un compositor total que no dej¨® territorio musical sin explorar
Cuando Richard Strauss naci¨® en M¨²nich en 1864, Baviera era a¨²n un reino. Seis a?os despu¨¦s, se aliar¨ªa con Prusia en la guerra contra Francia y la victoria acabar¨ªa desembocando en la unificaci¨®n alemana y la proclamaci¨®n del Imperio. La posterior derrota en la Gran Guerra permiti¨® el nacimiento de la Rep¨²blica de Weimar, mientras que su temible sucesor, el Tercer Reich, se desmoronar¨ªa a su vez con el triunfo aliado y sovi¨¦tico en la Segunda Guerra Mundial, la tercera gran contienda de las que fue testigo el compositor. Strauss a¨²n vivi¨® lo suficiente, antes de morir el 8 de septiembre de 1949, para ver la proclamaci¨®n de la Rep¨²blica Federal de Alemania el 23 de mayo de ese a?o. Y, de haber resistido su cuerpo apenas cuatro semanas m¨¢s, habr¨ªa contemplado ¡ªincr¨¦dulo¡ª el nacimiento oficial de su hermana comunista, la Rep¨²blica Democr¨¢tica de Alemania. Dresde, la ciudad en que se hab¨ªan estrenado ¡ªprimero en la Hofoper, la ?pera de la Corte, y, a partir de Intermezzo, en la Staatsoper, la ?pera del Estado¡ª nada menos que nueve de sus dramas y comedias musicales, pertenec¨ªa ahora, tras la escisi¨®n, a otro pa¨ªs que ya no era el suyo: demasiados cambios, quiz¨¢, para una sola vida.
La propia m¨²sica de Strauss conoci¨® tambi¨¦n un aluvi¨®n de metamorfosis. A pesar de que su padre, solista de trompa de la ?pera de la Corte de M¨²nich, hab¨ªa tocado en los estrenos de varias de las grandes ¨®peras de Richard Wagner (desde Trist¨¢n e Isolda en 1865 hasta Parsifal en 1882), y del nombre que decidi¨® poner a su hijo, Franz Strauss no fue nunca un devoto de la m¨²sica de su compatriota. Tampoco lo era de la de su antagonista, Johannes Brahms, a pesar de lo cual el joven Richard se sinti¨® irresistiblemente atra¨ªdo hacia ambas. Asisti¨® a las primeras representaciones de Parsifal en Bayreuth y logr¨® ver a Wagner en una ocasi¨®n; con Brahms lleg¨® incluso a trabar cierta amistad en Meiningen, adonde acudi¨® reclamado por su protector, el pianista y director de orquesta Hans von B¨¹low, primer marido de C¨®sima Wagner. Por entonces (1885), Strauss era un volc¨¢nico dechado de ambici¨®n, talento y empuje, mientras que Brahms, que estren¨® all¨ª su Cuarta sinfon¨ªa, estaba ya iniciando su lenta retirada.
Fue Brahms precisamente quien lo anim¨® a emprender un viaje a Italia en vez de establecerse en Berl¨ªn, y aquel periplo acabar¨ªa sirviendo de inspiraci¨®n inmediata para su primera obra orquestal de fuste, la ¡°fantas¨ªa sinf¨®nica¡±, de claro componente autobiogr¨¢fico, Aus Italien, dedicada a Von B¨¹low ¡°con la m¨¢s profunda veneraci¨®n y agradecimiento¡±. Dos a?os despu¨¦s, en 1888, llegar¨ªa su primer poema sinf¨®nico, y su primera gran e indiscutible obra maestra, Don Juan. Para entonces, superadas las tempranas influencias de Wagner y Brahms, Strauss ya hab¨ªa encontrado su propio lenguaje y comenzado a conformar una identidad que, en lo esencial, ya no lo abandonar¨ªa nunca.
A partir de ah¨ª, Strauss hizo cuanto quiso, como quiso y cuando quiso. En la conservadora Alemania guillermina compuso ¨®peras sangrientas y brutalmente expresionistas, como Salom¨¦ y Electra; en la transgresora Rep¨²blica de Weimar, en cambio, opt¨® por alumbrar una cotidiana ¡°comedia burguesa¡± en Intermezzo, una visi¨®n mucho m¨¢s filos¨®fica y apacible de la Grecia antigua en La Helena egipcia y la comedia aristocr¨¢tica Arabella. Se sent¨ªa c¨®modo revisitando el siglo XVIII (El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos o La mujer silenciosa, las dos ¨²ltimas con ingeniosos juegos metaoper¨ªsticos) o la Grecia cl¨¢sica (Dafne, El amor de D¨¢nae), tanto como adentr¨¢ndose en la espesura est¨¦tica y metaf¨ªsica con que a veces lo desafiaba Hugo von Hofmannsthal (La mujer sin sombra).
En 1885 era un volc¨¢nico dechado de ambici¨®n, talento y empuje, mientras que Brahms estaba ya iniciando su lenta retirada
Sobrado de instinto teatral, siempre bien pertrechado de recursos musicales y poseedor de una inventiva mel¨®dica desbordante, Richard Strauss no dej¨® territorio musical sin explorar: su cat¨¢logo refleja a un m¨²sico total, capaz de producir obras maestras en cualquier g¨¦nero. Fue, tras sus m¨¢scaras, poco dado a la modestia o la discreci¨®n, como queda patente en el hecho de autoenaltecerse como un moderno y triunfante palad¨ªn en Una vida de h¨¦roe, de permitirnos asomarnos a su intimidad familiar en la Sinfon¨ªa dom¨¦stica, de erigirse en adalid de la lucha de los compositores por el control de los derechos de autor de sus obras frente a los todopoderosos y vilipendiados editores en el ciclo de canciones Kr?merspiegel, de retratar su pasi¨®n por los Alpes en Una sinfon¨ªa alpina (su se?orial villa de Garmisch-Partenkirchen se encuentra a los pies de la impresionante Zugspitze, la monta?a m¨¢s alta de Alemania) o de autorretratarse como un digno ¨¦mulo de Don Quijote en el poema sinf¨®nico hom¨®nimo. Nada le era ajeno y su estilo, gracias a una armon¨ªa densa y a menudo lujuriosa, resulta igualmente inconfundible en la intimidad de sus canciones o en la potencia avasalladora de sus poemas sinf¨®nicos, como ese comienzo de As¨ª habl¨® Zaratustra eternizado por Stanley Kubrick en su 2001: una odisea del espacio.
En 1933, sin embargo, lo que hasta entonces hab¨ªan sido molinos de viento se tornaron realmente en gigantes. Para el r¨¦gimen nazi, que no logr¨® contar nunca en el ¨¢mbito musical con el equivalente de una Leni Riefenstahl o un Albert Speer, Strauss era un hu¨¦sped inc¨®modo, del mismo modo que, para el compositor, Hitler era probablemente una presencia indeseada. Famoso mundialmente, ense?a viva e incontestable de la m¨²sica alemana, el dictador no pod¨ªa prescindir de ¨¦l y opt¨® por ganarlo para su causa. Strauss profesaba una lealtad sin fisuras por la cultura alemana y fue eso, unido a su avanzada edad y a sus ideas pol¨ªticas conservadoras, lo que facilit¨® su asimilaci¨®n de la ideolog¨ªa febrilmente patri¨®tica del nazismo. Jam¨¢s contempl¨® el exilio o la lucha activa contra el r¨¦gimen, como s¨ª hizo, por ejemplo, Thomas Mann. Acept¨® cargos honor¨ªficos, dirigi¨® y compuso para el nazismo (como el himno de los Juegos Ol¨ªmpicos de 1936), pero tambi¨¦n se encar¨® con ¨¦l, luchando por la vida de la familia pol¨ªtica jud¨ªa de su hijo Franz y defendiendo a m¨²sicos perseguidos con m¨¢s discreci¨®n y menos autobombo que Furtw?ngler. Como recuerda Rosa Sala en estas mismas p¨¢ginas, la Gestapo intercept¨® en 1935 una carta dirigida a Stefan Zweig en la que confesaba su desapego de los principios nazis y su constante recurso al disimulo a fin de impedir males mayores. Pero el da?o ya estaba hecho y eso explica una frase como la atribuida, quiz¨¢s espuriamente, a Arturo Toscanini: ¡°Ante el Strauss m¨²sico, me quito el sombrero; ante el hombre Strauss, vuelvo a pon¨¦rmelo¡±.
Tambi¨¦n las valoraciones de sus m¨¦ritos estrictamente musicales se han situado en las ant¨ªpodas. Le sali¨® un fervoroso e insospechado valedor p¨®stumo en Glenn Gould, quien lo ensalz¨® en 1962 como ¡°el m¨¢s grande hombre musical de nuestro tiempo¡±, a la vez que negaba cualquier posible influencia de ¨¦l en el futuro de la m¨²sica y sentenciaba que ¡°Richard Strauss tiene muy poco que ver con el siglo XX tal y como lo conocemos¡±. M¨¢s previsibles eran las andanadas de Theodor Adorno, el fil¨®sofo de la nueva m¨²sica, que dos a?os despu¨¦s, en el centenario del compositor, arremeti¨® sin piedad contra ¨¦l y su ¡°g¨¢rrula inanidad¡±.
A los 76 a?os, en plena contienda mundial, Richard Strauss decidi¨® acometer la lectura de las obras completas de Goethe en la magna edici¨®n de Propyl?en. Ten¨ªa motivos m¨¢s que suficientes para sentirse un hijo espiritual de su compatriota, hab¨ªa seguido su consejo de extenderse en todas las direcciones del ¨¢mbito mortal para alcanzar as¨ª la inmortalidad y debi¨® de encontrar entre las longevas y sinuosas vidas de ambos sorprendentes paralelismos y similares contradicciones. Ambos sobrevivieron a las guerras que se suced¨ªan a su alrededor, ambos fueron entronizados como glorias nacionales y los dos hubieron de aprender a acomodarse a la sensaci¨®n no siempre agradable de tener que avanzar a horcajadas entre dos siglos y otras tantas ¡ªo m¨¢s¡ª ¨¦pocas. El ¨²ltimo Strauss, el que lee a Goethe en silencio para hacer balance y entenderse a s¨ª mismo, y que morir¨ªa exactamente 200 a?os despu¨¦s del nacimiento del escritor, es un ser melanc¨®lico, que asiste desconsolado a la deshumanizaci¨®n y la barbarie de su pa¨ªs y que ve c¨®mo han ido muriendo sus colaboradores m¨¢s ¨ªntimos, con Hofmannsthal y Zweig a la cabeza. Se despide pausadamente del mundo con Capriccio, una meta¨®pera que ¨¦l mismo describi¨® como una ¡°conversaci¨®n musical¡±; con Metamorfosis, para 23 instrumentos de cuerda con partes todas ellas diferenciadas, en la que resuena de manera inequ¨ªvoca la marcha f¨²nebre de la Sinfon¨ªa ¡®Heroica¡¯ de Beethoven; y con las Cuatro ¨²ltimas canciones, basadas en tres poemas de Hermann Hesse (el presente) y uno de Joseph von Eichendorff (el pasado), que se cierra con un verso revelador: ¡°?Ser¨¢ esto, acaso, la muerte?¡±.
Su estilo, gracias a una armon¨ªa densa y a menudo lujuriosa, resulta inconfundible en la intimidad de sus canciones o en la potencia avasalladora de sus poemas sinf¨®nicos
Son tres despedidas muy diferentes, la expresi¨®n de lo que Glenn Gould calific¨® de ¡°la luz transfiguradora del reposo filos¨®fico supremo¡±, un adi¨®s en tres estadios de quien ya no se siente con ¨¢nimos para hacer otra cosa. El mundo que dejaba atr¨¢s nada ten¨ªa que ver con el que hab¨ªa conocido en su infancia: todo era diferente. En 1942, en uno de sus numerosos encontronazos con Joseph Goebbels, Strauss defendi¨® que los compositores alemanes eran los ¨²nicos capacitados para ejercer de jueces a la hora de establecer valoraciones art¨ªsticas, rechazando as¨ª cualquier injerencia pol¨ªtica. La reacci¨®n iracunda del jerarca nazi no se hizo esperar: ¡°?C¨¢llese! ?Usted no tiene ni idea de qui¨¦n es usted o de qui¨¦n soy yo! ?Se atreve a referirse a L¨¦har [el autor de operetas como La viuda alegre] como un m¨²sico callejero? [¡]D¨¦jese, de una vez por todas, de decir paparruchas sobre la importancia de la m¨²sica seria. No van a servirle para elevar su propio prestigio. ?El arte del ma?ana es diferente del de ayer! ?Usted, Herr Strauss, pertenece al ayer!¡±. Goebbels crey¨®, sin duda, estar insult¨¢ndolo pero, en su fuero interno, Strauss tuvo quiz¨¢s una percepci¨®n muy diferente. ?l se sent¨ªa orgulloso de pertenecer y haber contribuido a la grandeza de El mundo de ayer, ese cuyo ocaso hab¨ªa glosado su amigo Stefan Zweig y que hemos visto libre y jovialmente evocado hace poco en la pel¨ªcula El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson. Pero, al contrario que Zweig, Strauss no se suicid¨®: aguant¨® hasta el infarto final, afligido bajo el doloroso peso de sus errores y arropado por el bals¨¢mico recuerdo de sus muchos aciertos. Fue hasta su muerte, a despecho de guerras, envidias e injusticias, un superviviente: el h¨¦roe que siempre se resisti¨® a dejar de ser.
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