?D¨®nde est¨¢n los h¨¦roes del jazz?
Bobby McFerrin regala en San Sebasti¨¢n uno de los mejores conciertos del festival
Matem¨¢tico. Fue ponerse a cantar Bobby McFerrin y aparecer la lluvia. Hasta entonces, hab¨ªa sido uno de esos d¨ªas de buen tiempo a la manera donostiarra, una cosa entre que llueve y que no, pero parece que no. Y as¨ª sigui¨® mientras Enrico Rava y su tribu ofrec¨ªan el mejor concierto de la jornada en el Jazzaldia, con diferencia. Hasta que lleg¨® McFerrin.
Para los que no lo conocen, la plaza de La Trinidad, que se reserva a las actuaciones de pago, es, como su propio nombre indica, un espacio abierto, con sus edificios rode¨¢ndola y su nada arriba, con lo que si llueve, uno se moja irremediablemente. En esas circunstancias, la organizaci¨®n acostumbra a desplegar un dispositivo de emergencia consistente en el reparto de chubasqueros entre los asistentes; los populares preservativos. Los de este a?o, de color verde manzana; convendr¨¢ tenerlo en cuenta. Y as¨ª, lloviendo, y con las butacas cubiertas de verde, arranc¨® el susodicho su recital dedicado a su se?or padre, cantor como ¨¦l, del disco que acaba de editar, Spirityouall. La cosa del canto que, entre los McFerrin, se transmite de padres a hijos y nietas, el caso de Madison McFerrin, presente la noche de autos en su calidad de corista mayor del reino, tan mona y tan sosita, la criatura. Luego, va su pap¨¢ y le pone a cantar Fever, de Peggy Lee: ?de verdad no hab¨ªa otra canci¨®n para ella?
El triunfador de la jornada se atrevi¨® a invitar al p¨²blico a cantar con ¨¦l
La imagen de la joven poniendo su escaso gracejo a unas palabras que de angelicales tienen poco definen una propuesta musical tan aparente como sosaina, o cool, o an¨¦mica; elija el lector el t¨¦rmino m¨¢s de su gusto; una especie de grandes-peque?os ¨¦xitos del blues y el soul, con alg¨²n tema propio y alguna incursi¨®n en el country & w¨¦stern. Lo mismo, podr¨ªa haberlo cantado un Jamiroquai, y no habr¨ªamos notado la diferencia, o muy poco. A McFerrin, hay que dejarle a su bola, sin marca y con el bal¨®n en sus pies, y la banda, como si se van de pintxos. Ocurri¨® cuando le dio al cantante por bajarse del entarimado para perderse en el mar de preservativos verdes a despecho de la lluvia, y sin dejar de cantar, se entiende. Hubo otro momento: el cantor, sentado al borde del escenario con dos micr¨®fonos, uno en cada mano, convocando a los valientes entre el p¨²blico para que se arrimaran a sus pies y cantaran una coplilla improvisada a d¨²o. Tres dieron el paso. El primero, Andoni, cantante en pr¨¢cticas, a quien poco m¨¢s y le da una apoplej¨ªa de la emoci¨®n. Ese fue su d¨ªa: el d¨ªa de Andoni. Y el de quienes lo dan todo por la causa del jazz as¨ª caigan chuzos de punta. Les pongo otro ejemplo.
Seis y media de la tarde. Muhal Richard Abrams, 83 a?os, va a ofrecer su ¨²nico recital en nuestro pa¨ªs a piano solo. El teatro Victoria Eugenia registra una media entrada, lo que, dadas las circunstancias, equivale a un lleno hasta la bandera. Alguno se la ve¨ªa venir; la mayor¨ªa, un suponer, ni la menor idea.
La actuaci¨®n de Muhal Abrams provoc¨® la desbanda general
Resulta que Abrams es un ejemplar qu¨ªmicamente puro de lo que, en tiempos, se conoc¨ªa como free jazz y hoy, pr¨¢cticamente, ha desaparecido del mapa festivalero. Y lo que tienen los vanguardistas, que no hay quien les apee del burro. Los hay que son genios, como Ornette Coleman, y quienes alimentan con su conocimiento de la materia el genio de otros, como Abrams. La m¨²sica del pianista parecido a Bebo Vald¨¦s, pero solo en apariencia, es una fiesta a la que no todo el mundo ha sido invitado; una trama impenetrable y densa en la que resulta f¨¢cil perderse. El espectador busca con desesperaci¨®n una liana a la que agarrarse, sin encontrarla. Y eso durante hora y media, y sin paradas intermedias: de tir¨®n. A nada, el patio de butacas era un hervidero de espectadores aturdidos buscando la puerta de salida m¨¢s pr¨®xima entre la oscuridad, con el consiguiente riesgo de romperse la crisma. Llega a durar el concierto media hora m¨¢s, y hubi¨¦ramos batido el record de Ornette en 1987: 17 espectadores en el momento del bis. S¨®lo falt¨® que, a la salida, se nos hiciera entrega a los supervivientes del correspondiente diploma acreditativo al valor. Quede anotada la idea para una pr¨®xima ocasi¨®n
Babelia
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