Ficciones convenientes
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagor¨ªa no es un obst¨¢culo para su influencia escalofriante sobre la realidad
El Dios del Antiguo Testamento es quiz¨¢s el personaje m¨¢s inquietante que ha inventado nunca la literatura, el m¨¢s desmedido, el m¨¢s aterrador. Este Dios b¨ªblico pertenece al linaje de los grandes varones iracundos, como el rey Lear y el capit¨¢n Ahab. Igual que ellos es tir¨¢nico y celoso de la lealtad de sus s¨²bditos, y su omnipotencia le conduce a provocar cat¨¢strofes y a idear castigos mucho m¨¢s que a proveer de felicidad a sus fieles. La ecuanimidad no es uno de sus atributos.
El Dios b¨ªblico acepta sin explicaci¨®n unas ofrendas y rechaza otras, atormenta a quienes m¨¢s fielmente le sirven, despierta a conciencia en los seres humanos impulsos que ¨¦l mismo se ocupar¨¢ despu¨¦s de castigar. A Dios le complace el olor del humo de los sacrificios que hace en su honor Abel, pero le desagradan los de Ca¨ªn, y su visible rechazo provoca en el hermano desfavorecido un resentimiento que lo empujar¨¢ al crimen. Como un d¨¦spota caprichoso y angustiado de la literatura, Dios crea a la especie humana y luego se arrepiente de lo que hizo, al ver las iniquidades de los hombres, y decide acabar con ella desatando el Diluvio.
El Dios del Antiguo Testamento atestigua la extraordinaria capacidad de la mente humana para las historias infundadas
Dios elige como suyo al pueblo jud¨ªo, pero se ofende tanto por sus brotes de idolatr¨ªa o de impiedad que no tiene el menor escr¨²pulo en enviarle ej¨¦rcitos exterminadores de enemigos que arrasan sus ciudades y sus campos y lo someten a la cautividad. Algunas noches, como un rey aburrido e insomne, como Stalin cuando llamaba por tel¨¦fono a las tres o a las cuatro de la madrugada a un pobre s¨²bdito aterrado, el Dios de la Biblia murmura en el o¨ªdo de un patriarca o de un profeta para despertarlo e impartirle alguna orden. Seg¨²n los salmos de David, Dios se regocija en el espect¨¢culo de los reci¨¦n nacidos de los id¨®latras estrellados contra una roca o un muro, en el calor de una batalla.
Que este Dios sea tan ostensiblemente una invenci¨®n literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. A los escritores se les suele mirar con algo de condescendencia, quiz¨¢s con un desd¨¦n amable, por ocupar su tiempo en tareas superfluas, a diferencia de esos conciudadanos pr¨¢cticos que se consagran en¨¦rgicamente al manejo de la realidad, a la pol¨ªtica o al dinero, a levantar puentes, a reparar motores, a fumigar cosechas. Pero resulta, si uno se para a pensarlo, que el gran edificio de la civilizaci¨®n se asienta sobre un cierto n¨²mero de ficciones, o m¨¢s bien flota precariamente por encima de ellas, como esos personajes de los dibujos animados que segu¨ªan corriendo en l¨ªnea recta al llegar a un precipicio, y solo se ca¨ªan al mirar hacia abajo y descubrir que avanzaban sobre el vac¨ªo. Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia o del Cor¨¢n; la econom¨ªa entera del mundo se basa en la atribuci¨®n del todo arbitraria de valores fijos a rect¨¢ngulos de papel de diversos colores o, m¨¢s intangiblemente a¨²n, a cifras que se deslizan en r¨¢pidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un n¨²mero incalculable de matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el nombre sagrado de patrias.
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagor¨ªa no es un obst¨¢culo para su influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros. Lo explica con claridad magn¨ªfica Yuval Noah Harari en Sapiens, que aqu¨ª se ha titulado De animales a dioses, un repaso absorbente de la peripecia humana, escrito con rigor e irreverencia ilustrada, aunque tambi¨¦n sin el proselitismo a veces antip¨¢tico de militantes como Richard Dawkins, tan ocupados en denostar la religi¨®n que no se fijan en las muy poderosas razones para su existencia y su arraigo perdurable.
Nuestro cerebro ¡®sapiens¡¯ requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida
Harari examina las ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil a?os, imponerse sobre todas las dem¨¢s especies ¡ªalgunas de ellas igualmente humanas¡ª y llega a la conclusi¨®n de que lo decisivo no fue el tama?o del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. Otras especies, los neandertales incluidos, han tenido cerebros mayores. Otras han sido tambi¨¦n capaces de comunicarse mediante sonidos articulados y de cooperar en grupos m¨¢s o menos numerosos, regidos por el parentesco. Lo que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las cosas y por lo tanto invocar lo que no est¨¢ presente y contar lo sucedido, sino que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e inventar historias que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; h¨¦roes que fundaron linajes y reinos; demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es l¨ªcito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses y originados por los h¨¦roes y destinados a perdurar a trav¨¦s de los siglos y a reclamar la posesi¨®n de territorios que solo les pertenecen leg¨ªtimamente a ellos; historias colectivas de sufrimiento y redenci¨®n, de expulsi¨®n y regreso.
Todas ellas cumplen una funci¨®n imprescindible y, en ocasiones, terror¨ªfica: crear lazos de lealtad y cooperaci¨®n mutua que abarcan m¨¢s all¨¢ de la cercan¨ªa inmediata del parentesco y la tribu. Una banda de neandertales, con cerebros m¨¢s grandes que los sapiens y mayor fortaleza f¨ªsica, pod¨ªa unir sus fuerzas para cazar un mamut: pero solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un destino com¨²n puede hacer que act¨²en en com¨²n varios miles o incluso millones de desconocidos entre s¨ª, que obedezcan una misma ley y en caso necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los forasteros o a los infieles.
A Carlos Mart¨ªnez Shaw, en la rese?a del libro que public¨® en estas p¨¢ginas, le molesta con raz¨®n que Harari incluya los derechos humanos en su cat¨¢logo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias, las mitolog¨ªas y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego, y la gran ventaja de la democracia como organizaci¨®n colectiva es que reduce al m¨ªnimo la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los ilustrados de otras ¨¦pocas cre¨ªan que el avance del pensamiento cient¨ªfico volver¨ªan superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e inmunizar¨ªan a los seres humanos contra la tentaci¨®n de lo irracional. Pero, como dice el verso de T.?S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la realidad. Nuestro cerebro sapiens requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa no en la creencia, sino en la suspensi¨®n transitoria de la incredulidad, naci¨® como un ant¨ªdoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones usurpan.
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