El protocolo como fetiche
Las autoridades repiten el t¨¦rmino como si fuera un conjuro que libera de responsabilidad
Cuando los hechos se convierten en acontecimientos medi¨¢ticos, los comunicadores se lanzan sobre ellos en mejor o peor lid, y a menudo sus posibilidades de triunfar en la batalla por el titular dependen de una palabra, una palabra-fetiche de la que, si tiene ¨¦xito, ser¨¢ necesario colgar todas las noticias relativas al evento para que sean inmediatamente reconocidas por la audiencia. A veces es una met¨¢fora m¨¢s o menos afortunada (como la ¡°burbuja¡± del accidente nuclear de Three Mile Island, o la ¡°nube t¨®xica¡± del de Chern¨®bil, ¨¦mulos algo empalidecidos del singular ¡°hongo¡± de Hiroshima); en otras ocasiones (y cada vez con mayor frecuencia) la b¨²squeda del titular es in¨²til o irrelevante, porque las im¨¢genes act¨²an por s¨ª solas como catalizador simb¨®lico de todas las miradas y sustituyen un discurso al que la propia magnitud de lo acaecido ha hecho enmudecer, como sucedi¨® con las filmaciones de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, que sepultaron las referencias a la ¡°alarma mundial¡±, a la ¡°declaraci¨®n de guerra¡±, al ¡°estado de terror¡± o a la encarnaci¨®n del demonio con los que los periodistas intentaron componer una portada a toda p¨¢gina que estuviera a la altura del ¡°magnicidio¡±, igual que los rascacielos del World Trade Center sepultaron a muchos de sus ocupantes (Jacques Derrida sugiri¨® una imagen impactante: ¡°Decapitaci¨®n isl¨¢mica¡±, pero las agencias de prensa no est¨¢n para estas sutilezas de fil¨®sofo¡).
En la reciente crisis provocada en Espa?a por el primer contagio del ¨¦bola en territorio europeo (y que aqu¨ª s¨®lo observar¨¦ en su dimensi¨®n medi¨¢tica, puesto que por lo que hace a la dimensi¨®n sanitaria comparto los miedos y las esperanzas del resto de mis conciudadanos), la palabra fetiche ha sido, desde el primer momento, ¡°protocolo¡±. En la primera (y desastrosa) rueda de prensa que la ministra de Sanidad presidi¨® poco despu¨¦s de conocerse la noticia, todos los protagonistas repitieron el t¨¦rmino como si se tratase de un conjuro que les liberase de cualquier responsabilidad (¡°a m¨ª no me miren, yo he seguido el protocolo¡±), y los asistentes tomaron buena nota, hasta el punto de que durante los tres o cuatro d¨ªas siguientes todo fue hablar de los protocolos y los protocolos, y hasta en un intento desesperado de proporcionar a los telespectadores una imagen (pues sin imagen no hay televisi¨®n) de un concepto tan adusto y circunspecto que buena parte de la audiencia asociaba ¨²nicamente a las actividades diplom¨¢ticas o a la etiqueta, se intent¨® ilustrar el significado de tan egregia palabra mostrando repetidamente en los plat¨®s a personas que se pon¨ªan y se quitaban un engorros¨ªsimo traje de seguridad, acompa?ando las im¨¢genes de unas explicaciones semejantes a las que da el personal de vuelo a quienes van a viajar en avi¨®n sobre el uso del chaleco salvavidas, como si los espectadores tuvieran que memorizar tales instrucciones para evitar el contagio.
No hay protocolos para escribir ¡®Madame Bovary¡¯, pintar ¡®Les demoiselles d¡¯Avignon¡¯ o componer la ¡®Sinfon¨ªa n? 40¡¯ de Mozart
Nos hemos ido enterando de que se llaman ¡°protocolos¡± m¨¦dicos a las reglas de actuaci¨®n que los profesionales sanitarios deben seguir en una determinada circunstancia para garantizar la seguridad, la eficacia y, en casos como el que nos ocupa, adem¨¢s la salud p¨²blica. Nuestras vidas, si nos fijamos, est¨¢n llenas de ¡°protocolos¡±: hay algunos que gobiernan los pasos que debe dar un mec¨¢nico en un taller de autom¨®viles a la hora de hacerse cargo de un veh¨ªculo, o los pasos que ha de seguir un pinche de cocina para confeccionar un plato combinado en un restaurante de comida r¨¢pida, hay otros para los conductores de autobuses, para los asesores bancarios y para los maquinistas de tren, para los inversores burs¨¢tiles y para los agentes inmobiliarios. Los hay, en suma, para todo aquello que puede reducirse a una serie iterativa de reglas expl¨ªcitas rigurosamente pensadas para minimizar el error. De tal manera que no solamente cuando se produce una infecci¨®n hospitalaria, sino tambi¨¦n un descarrilamiento ferroviario, una intoxicaci¨®n alimentaria, un accidente de tr¨¢fico, una estafa al fisco, la quiebra de una entidad financiera o el estallido de una burbuja inmobiliaria, todos los dedos apuntan en una misma direcci¨®n: en alg¨²n punto se ha roto el protocolo. Tambi¨¦n puede que este tenga fallos, desde luego, pero en tal caso se reforma para hacerlo m¨¢s exigente y excluir los errores, de tal manera que si algo sucede siempre se deber¨¢ a un fallo humano (puesto que no se pueden sustituir los seres humanos por otras entidades m¨¢s fiables). Mi padre, que siempre tuvo querencia por los chistes de mal talante, sol¨ªa contar, cuando se convirti¨® en enfermo cr¨®nico, este chascarrillo: ¡°La operaci¨®n ha sido un ¨¦xito, pero el paciente ha muerto¡±. Era su manera de advertir contra la confianza ilimitada en los protocolos, algo que ya nos ense?aba Tuc¨ªdides cuando, tras narrar la formidable oraci¨®n f¨²nebre en la que el gran pol¨ªtico Pericles elogiaba las virtudes de los atenienses y su capacidad de previsi¨®n racional de todas las eventualidades, nos revela que, poco despu¨¦s de aquel discurso, el propio Pericles muri¨® v¨ªctima de una eventualidad no prevista, la peste de Atenas. Y todos recordamos las excusas de Eichmann cuando fue juzgado por su participaci¨®n en la soluci¨®n final de los campos de exterminio nazis: ¡°He seguido todos los protocolos¡±, vino a decir.
No podr¨ªamos vivir sin protocolos, pero tampoco podr¨ªamos hacerlo s¨®lo con ellos, puesto que hay muchas cosas en la vida, y acaso no las menos importantes, que no se dejan reducir a una colecci¨®n encadenada de reglas expl¨ªcitas. No hay protocolos para escribir Madame Bovary, para pintar Les demoiselles d¡¯Avignon o para componer la Sinfon¨ªa n? 40 de Mozart, no los hay para tocar como B.B. King o para hacer re¨ªr como Buster Keaton, ni siquiera los hay que sirvan para dictar una sentencia justa en un tribunal, para leer comprensivamente la Monadolog¨ªa de Leibniz, para hacer una buena paella o para obrar con sentido com¨²n cuando hay que tomar una decisi¨®n grave. En todos esos casos, hay que aceptar un riesgo. Es lo que hacen las personas que atienden a los enfermos del ¨¦bola en todo el mundo. Personas que, por tanto, hacen mucho m¨¢s que seguir estrictamente los protocolos.
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