Primer Buenos Aires
Las im¨¢genes de otros viajes posteriores no se superponen a las de aquel oto?o austral de 1989. La ciudad parec¨ªa apocal¨ªptica
En el oto?o austral de 1989, Buenos Aires parec¨ªa una ciudad apocal¨ªptica. Llegamos en medio de una campa?a electoral y de una inflaci¨®n desbocada. El papel moneda, aquellos australes de tan fugaz duraci¨®n, se deterioraba y se le deshac¨ªa a uno entre las manos casi a la misma velocidad que se volatizaba su valor. Las turistas espa?olas volv¨ªan cargadas de abrigos de pieles, de botas de cuero, de bolsos ostentosos de cuero. En los escaparates de las peleter¨ªas y de las tiendas de ropa, los dependientes en calcetines se mov¨ªan entre los maniqu¨ªes cambiando a toda prisa las etiquetas de los precios. De un d¨ªa para otro aumentaba m¨¢gicamente en nuestros bolsillos la capacidad adquisitiva de los d¨®lares. Como hab¨ªa sucedido en Alemania en los tiempos de la gran inflaci¨®n, en los primeros a?os veinte, la p¨¦rdida vertiginosa del valor del dinero, las sumas y multiplicaciones cada vez m¨¢s altas que era necesario calcular, lo sum¨ªan todo en una irrealidad delirante, en una sensaci¨®n de v¨¦rtigo. La mente humana soporta mal un grado tan extremo de incertidumbre. En las puertas de los bancos hab¨ªa colas de gente desesperada por comprar d¨®lares, lo mismo se?oras de porte her¨¢ldico que trabajadores con mono azul y hombres graves con aire de profesores jubilados y trajes deslucidos.
Las paredes estaban inundadas de carteles electorales; las aceras, de octavillas de propaganda pol¨ªtica. En medio del desastre econ¨®mico y de la crecida de las amenazas militares terminaba el mandato de Ra¨²l Alfons¨ªn, el primero de la democracia restaurada. Un comando de militares de ¨¦lite acaudillado por un c¨¦lebre general hab¨ªa asaltado hac¨ªa poco unas instalaciones del Ej¨¦rcito. Las fotos de los carapintadas, con sus uniformes de camuflaje y sus boinas de comando, estaban en todos los peri¨®dicos. En los carteles electorales, los candidatos sonre¨ªan con un entusiasmo uniforme e insensato. Las patillas de Carlos Menem le otorgaban una extravagancia que parec¨ªa volver inveros¨ªmil su triunfo. Cuando uno, en el curso de sus vagabundeos, comparaba el tama?o de la Casa Rosada y el del Comando Central del Ej¨¦rcito, todo quedaba explicado. La Casa Rosada era como un chalet. El Comando del Ej¨¦rcito era un rascacielos y una fortaleza, coronada por antenas de comunicaciones. En los titulares de un peri¨®dico, un militar condenado y reci¨¦n exculpado hac¨ªa una taxativa declaraci¨®n que no he olvidado nunca, y que al cabo de tantos a?os a¨²n me provoca un escalofr¨ªo: ¡°Jam¨¢s caus¨¦ un da?o irreparable a nadie que no fuera comunista¡±.
Con el paso del tiempo y con los viajes reconoc¨ª el calor de las conversaciones porte?as en Nueva York, en Tel Aviv y Jerusal¨¦n
Las im¨¢genes de otros viajes posteriores no se superponen a las de aquel que fue el primero. El paso de los a?os no las debilita. Algunas de ellas las he reconocido en los sue?os: han reaparecido en esa forma particular de enso?aci¨®n en la que se inventan las novelas. El azul p¨¢lido de todas las banderas estaba deste?ido en las entradas de los edificios oficiales. Sobre Buenos Aires se abat¨ªan tormentas de una violencia monz¨®nica, como las que vi luego en Nueva York. En la metr¨®polis oscurecida por los apagones, los rel¨¢mpagos iluminaban brevemente paisajes de ruina futura. Sobre las calles hab¨ªa una urdimbre de cables clandestinos de electricidad y de tel¨¦fono. La tempestad los desbarataba y a veces los incendiaba. Ca¨ªan a lo largo de las fachadas como guirnaldas de fuego. Los socavones de las aceras, fosos de derrumbes o zanjas de obras abandonadas, estaban tapados con chapas met¨¢licas o armazones de madera. Desde el atardecer brillaban en el interior de las tiendas las l¨¢mparas de carburo. Por todas partes se o¨ªa el petardeo de los generadores de electricidad alimentados con gasolina. El humo y el olor de la gasolina de los generadores eran tan t¨®xicos como los de los escapes de los coches. Mi habitaci¨®n estaba en el piso decimosexto del hotel. Cuando hab¨ªa un apag¨®n, los rascacielos de la ciudad, los hangares y las gr¨²as de las instalaciones portuarias quedaban sumergidos en una negrura plateada por reflejos lunares. Desde aquella altura, Buenos Aires sin luz era una ciudad abandonada, afligida por alguna calamidad definitiva, una epidemia, una guerra nuclear. Si el apag¨®n llegaba antes de que pudiera subir a la habitaci¨®n, me quedaba tomando algo en el bar del entresuelo del hotel, mirando la calle alumbrada tan solo por las luces de carburo en los escaparates y los faros de los coches, en el cruce de C¨®rdoba y Maip¨². Cerca de all¨ª, una ma?ana, se form¨® un gran corro de gente que miraba hacia arriba, desbordando la acera e interrumpiendo el tr¨¢fico: alguien, de pie en una cornisa del sexto o s¨¦ptimo piso, amenazaba con arrojarse al vac¨ªo. Un bombero trepaba por una escalera, diminuto y fr¨¢gil contra el edificio. Una se?ora a mi lado se hac¨ªa bocina con las dos manos y gritaba con una voz muy aguda: ¡°?Pero tirate ya! ?Tirate!¡±.
Pero era Buenos Aires, y a pesar de todo yo era consciente en cada momento del gran im¨¢n de la ciudad. Me bastaba para emocionarme leer los nombres en las esquinas de las calles, nombres familiares de la literatura; la calle Garay en la que estuvo la casa luego derribada donde vivi¨® Beatriz Viterbo, donde Borges vio un aleph; la plaza del Congreso en la que el Baldi de Onetti le cuenta mentiras en voz baja a una mujer desconocida; la Costanera y la anchura del r¨ªo con su escala oce¨¢nica y con el recuerdo de un verso exacto de Borges: ¡°Este r¨ªo de sue?era y de barro¡±. A?os despu¨¦s, un amigo porte?o exiliado que viajaba de vez en cuando desde Estocolmo a Madrid para aliviarse nostalgias me dijo, caminando por La Latina, que le parec¨ªa encontrarse en San Telmo. En la avenida de Mayo yo tuve la sensaci¨®n s¨²bita de encontrarme en Madrid, el Madrid desorbitado y andrajoso de la Gran V¨ªa en los a?os ochenta. Me fij¨¦ en un arco muy alto con un letrero que dec¨ªa: Pasaje Barolo. Y eso me hizo acordarme de un personaje de Bioy al que llaman, porque es muy alto, ¡°Barolo¡± o ¡°el Pasaje¡±. Me rezagaba de noche en las grandes librer¨ªas insomnes de la calle Corrientes. Participaba en conversaciones sobre literatura o pol¨ªtica o cine que ten¨ªan una temperatura de vehemencia inusitada para m¨ª. Con el paso del tiempo y con los viajes reconoc¨ª el calor de esas conversaciones porte?as en otras ciudades, en Nueva York, en Tel Aviv y Jerusal¨¦n: lo que hay en com¨²n en ellas es una atm¨®sfera apasionada y argumentativa de discusiones jud¨ªas en caf¨¦s, como las que habr¨ªa hasta los a?os treinta en las capitales extinguidas de la cultura jud¨ªa europea, en Berl¨ªn, en Viena, en Praga, en Varsovia.
Viniendo de un pa¨ªs tan uniforme como Espa?a, en Buenos Aires me entreten¨ªa leyendo en voz alta columnas de nombres en la gu¨ªa de tel¨¦fonos. Me extasiaba el aroma de la carne asada sobre ascuas de carb¨®n y aliviaba el peso de la comida con caminatas de horas, que me llevaban a barrios de casas de un solo piso y esquinas con tiendas de ultramarinos o bares modestos, los almacenes de la literatura y los tangos. Comprobaba la exactitud de un adjetivo de Bioy: ¡°La enf¨¢tica luz de Buenos Aires¡±. Buenos Aires es una de esas pocas ciudades en las que a uno no le cuesta nada imaginarse viviendo.
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