Tiempo de Proust
'En busca del tiempo perdido' tiene una arquitectura tan severa como la 'Divina Comedia', con su ascensi¨®n aleg¨®rica desde las tinieblas a la luz
El tiempo de la lectura de Proust no se parece a ning¨²n otro. Es un retiro m¨¢s largo y m¨¢s sostenido que el de los enfermos de La monta?a m¨¢gica, una dedicaci¨®n asidua que puede ocuparle a uno las mejores horas de la vida. James Joyce requer¨ªa, para su Ulises, un lector ideal, aquejado de un insomnio ideal. A Proust habr¨ªa que dedicarle, idealmente, una temporada de quietud e indolencia de al menos varios meses, un veraneo tan prolongado como el que disfruta el narrador de En busca del tiempo perdido en el Gran Hotel de la playa inventada de Balbec, en Normand¨ªa, donde conoce a su amigo Robert de Saint-Loup y al pintor Elstir, que le ofrece lecciones fundamentales sobre el arte y sobre la percepci¨®n est¨¦tica de la realidad, y donde descubre a una pandilla de jeunes filles en fleurs que est¨¢n inspiradas en parte por sus propios recuerdos y sus fantas¨ªas y en parte por el coro de "muchachas flores" que desaf¨ªan y aturden con sus tentaciones al h¨¦roe ignorante y muy joven de Parsifal.
Har¨ªan falta unos meses de dedicaci¨®n lectora exclusiva para disfrutar plenamente de una novela que es m¨¢s larga que ninguna otra y no se parece a ninguna otra, aunque abarca en su flujo toda la tradici¨®n de Balzac, de Flaubert y los grandes maestros rusos, la lleva a su plenitud al mismo tiempo que la subvierte y la transforma. Igual que Joyce se remonta a Shakespeare, Proust alimenta su voz narrativa con el ejemplo de Montaigne, y a partir de ¨¦l de la escuela de los moralistas y los memorialistas franceses, los maestros de la brevedad lapidaria y los de la efusi¨®n confesional. El yo narrador de Proust tiene su precedente no en los novelistas, sino en Montaigne, en Pascal, en La Bruy¨¨re, en Rousseau, en Chateaubriand, en la primera persona de la prosa de Baudelaire: por eso es, al mismo tiempo, desmedido y conciso, riguroso y desorganizado.
Har¨ªan falta unos meses de dedicaci¨®n lectora exclusiva para disfrutar plenamente de una novela que es m¨¢s larga que ninguna otra
En busca del tiempo perdido tiene una arquitectura tan severa como la Divina Comedia, con su ascensi¨®n aleg¨®rica desde las tinieblas a la luz, a trav¨¦s de una peregrinaci¨®n de aprendizaje y penitencia; pero ese armaz¨®n sostiene una escritura de una libertad incesante, de una capacidad de divagaci¨®n y exploraci¨®n de caminos laterales tan rica como la de un ensayo de Montaigne o un cap¨ªtulo de la primera parte del Quijote. En 1908, en una carta a un amigo, Proust enumera los proyectos que tiene entre manos: "Un estudio sobre la nobleza, una novela parisina, un ensayo sobre Saint-Beuve y Flaubert, un ensayo sobre las mujeres, un ensayo sobre la pederastia, un estudio sobre las vitrales, otro sobre las l¨¢pidas sepulcrales, otro sobre la novela". Lo que descubre muy poco despu¨¦s, de golpe, es que la raz¨®n de que ninguno de esos proyectos saliera adelante por separado es que todos, aunque parezcan tan distintos, son en realidad facetas o fragmentos de una forma superior que todav¨ªa no se ha revelado, en gran parte porque no existen modelos anteriores en los que sostenerla: esa forma necesaria no existe y ¨¦l, Proust, tiene que inventarla, como invent¨® Balzac tres generaciones atr¨¢s la deslumbrante composici¨®n unitaria de la Comedia humana.
Lo que desconcierta al principio y luego seduce en Proust y lo vuelve adictivo es su capacidad de abarcarlo todo, de prestar a todo una atenci¨®n id¨¦ntica, desmenuzadora, exigente, obsesiva, la misma que hace falta para leer su novela. Tal como se hab¨ªa propuesto en aquella carta a su amigo, escribe sobre la nobleza, sobre Par¨ªs, sobre las mujeres, sobre Flaubert, sobre la pederastia, sobre los vitrales, sobre las l¨¢pidas, sobre las novelas. Pero tambi¨¦n escribe, con detallada erudici¨®n, sobre la clase media y la clase trabajadora y los sirvientes, sobre Venecia, sobre compositores reales y compositores inventados, sobre pintura, sobre arquitectura, sobre ¨®ptica, sobre heterosexualidad, sobre bot¨¢nica, sobre f¨ªsica, sobre medicina, sobre los autom¨®viles, sobre los aeroplanos, sobre los tel¨¦fonos, sobre los rayos X, sobre los dirigibles, sobre la posteridad, sobre antisemitismo, sobre la guerra, sobre las mentiras de la vida social, sobre el tiempo perdido, sobre los trances de m¨¢xima intensidad en los que el tiempo se detiene y se salva, sobre la amistad, sobre los p¨¢jaros, sobre el deseo, sobre las modas femeninas, sobre el fetichismo, sobre la fisiolog¨ªa y la psicolog¨ªa de las percepciones, sobre posibilidades como la revoluci¨®n social o como lo que ¨¦l llama el fototel¨¦fono.
Por un prodigio constructivo, no hay dispersi¨®n ni desperdicio en tanta variedad; ni un solo elemento, por secundario o accidental que parezca, est¨¢ desconectado de la trama general: todos se trenzan org¨¢nicamente entre s¨ª, remitiendo los unos a los otros, en un juego de resonancias que atraviesa la obra entera, de la primera p¨¢gina a la ¨²ltima. Casi en cada una de ellas hay m¨¢s frases breves y sint¨¦ticas de lo que parece, s¨²bitas como epigramas y como greguer¨ªas. Pero cuando la frase se dilata m¨¢s all¨¢ del final de una p¨¢gina nunca lo hace por acumulaci¨®n o enumeraci¨®n, a la manera de Walt Whitman. Una frase larga de Proust est¨¢ tan rigurosamente articulada como una de esas ecuaciones de los matem¨¢ticos que se extienden sobre toda la superficie de una pizarra, o como la f¨®rmula de una reacci¨®n qu¨ªmica complicada, pero cristalina. Hay que leerlas muy despacio, con atenci¨®n absoluta. Hay que volver a ellas cuando se las ha percibido en toda su extensi¨®n como se vuelve sobre una melod¨ªa para reconocerla, para advertir c¨®mo se despliega nota tras nota.
Lo que desconcierta al principio y luego seduce en Proust y lo vuelve adictivo es su capacidad de abarcarlo todo
Pero la voz de Proust no es solo su estilo. De Flaubert aprendi¨® que la prosa narrativa debe someterse a la misma exigencia de rigor que el lenguaje po¨¦tico, pero tambi¨¦n el deleite de prestar atenci¨®n a las vulgaridades y a las bellezas del habla, de ejercitar la parodia y el pastiche. Esa voz tan limpia del estilo de Proust se transforma sin esfuerzo aparente y con diversi¨®n bien visible en las voces de los personajes, cada una tan distinta de las otras como el sonido verdadero de una voz humana, tan caracter¨ªstica, tan reveladora como si estuvi¨¦ramos escuchando a alguien que conocemos muy bien y que nos dice m¨¢s por sus entonaciones y sus amaneramientos verbales que por el contenido de sus palabras: el en¨¦rgico cretino Bloch, el Swann desenga?ado y sabio que se finge fr¨ªvolo por buen tono, el pomposo experto M. de Norpois, que recita como misteriosos or¨¢culos los lugares comunes m¨¢s deteriorados de la pol¨ªtica y del periodismo, la duquesa de Germantes, con su gracia bald¨ªa, la criada Fran?oise, con la solemnidad arcaica del franc¨¦s popular, la chismosa y tirana Madame Verdurin, que es uno de los grandes personajes c¨®micos de la literatura.
Vuelvo a esas voces porque vuelvo a Proust, una vez m¨¢s, no leyendo pasajes al azar, que tambi¨¦n me gusta mucho, sino desde el principio de ? la recherche, con plena determinaci¨®n y entrega, como si tuviera por delante varios meses de retiro y holganza para dedicarme exclusivamente a esa lectura. Acabo de terminar el segundo volumen y he empezado sin pausa el tercero. El tiempo de Proust establece sus largas duraciones secretas en el interior del otro tiempo atareado de la vida.
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