Relatos iniciales
Mucho antes que el dominio del lenguaje se ha desarrollado esa herramienta fundamental de la literatura que es el deseo y la capacidad de ponerse en el lugar de otro
Igual que un feto parece atravesar aceleradamente en nueve meses toda la duraci¨®n de la vida sobre la tierra, desde los primeros organismos unicelulares hasta el Homo sapiens, hacia los siete u ocho a?os un ni?o est¨¢ completando el tr¨¢nsito desde las culturas orales, el pensamiento m¨¢gico y los mitos, hasta la m¨¢xima sofisticaci¨®n del razonamiento abstracto y la lectura.
Hace menos de cinco mil a?os que empezaron a escribirse historias inventadas. Pero antes de la escritura se extiende un continente, un planeta ignorado de narraciones orales que se urdieron y se contaron a lo largo de al menos cuarenta mil a?os, quiz¨¢s desde el tiempo de las primeras representaciones art¨ªsticas. Un ni?o de tres o cuatro a?os vive en ese mundo, que es el de los cuentos y el de los mitos, el de las primeras tentativas de explicaci¨®n natural de los fen¨®menos visibles, y tambi¨¦n el de los juegos, en los que aprende precozmente los mecanismos sutiles de la ficci¨®n. El juego, como la literatura, se basa en lo que Coleridge llam¨® "suspensi¨®n voluntaria de la incredulidad¡±", que es justo lo contrario de la creencia. El creyente est¨¢ convencido de la existencia de seres sobrenaturales y de hechos absurdos. El ni?o que juega, como el lector de una novela o el espectador de una pel¨ªcula, en vez de creer, deja en suspenso la incredulidad, de modo que disfruta cabalgando sobre un palo de escoba, aunque sabe que no es un caballo, o se conmueve hasta las l¨¢grimas por la muerte de don Quijote o la de King Kong, teniendo plena conciencia de que los dos nunca existieron, si bien don Quijote era un hombre veros¨ªmil y King Kong una criatura fant¨¢stica.
Groucho Marx exclam¨® c¨¦lebremente, delante del mapa desplegado de una batalla, que aquel mapa pod¨ªa entenderlo un ni?o de cuatro a?os, y a continuaci¨®n rog¨® que le trajeran a un ni?o de cuatro a?os. Los mecanismos psicol¨®gicos en los que se basa el juego de la ficci¨®n forman parte tan integralmente de nuestro patrimonio cognitivo que un ni?o de cuatro o cinco a?os los domina por completo, igual que domina con perfecta fluidez las complicaciones gramaticales de uno o dos idiomas.
Un ni?o de tres o cuatro a?os vive en ese mundo, que es el de los cuentos y el de los mitos
Nacemos tan programados para segregar y requerir historias como para buscar el amparo de nuestros padres y el trato con nuestros coet¨¢neos. Mucho antes que el dominio del lenguaje se ha desarrollado esa herramienta fundamental de la literatura que es el deseo y la capacidad de ponerse en el lugar de otro, de adivinar sus pensamientos y predecir sus reacciones. El adulto desv¨ªa la mirada hacia un lado y el beb¨¦ capta ese movimiento y vuelve los ojos en la misma direcci¨®n. Antes de contar historias en voz alta o de escucharlas ya nos las estamos contando a nosotros mismos, estableciendo en silencio hip¨®tesis narrativas sobre lo que nos rodea. De noche, en la cama, en la oscuridad y el silencio, apenas sabiendo hablar y mucho antes de saber leer, el ni?o y la ni?a fantasiosos se cuentan cosas a s¨ª mismos, mantienen conversaciones en voz baja con un mu?eco o con un padre o un hermano ausentes o imaginarios, o con un dedo pulgar, como el pobre ni?o asustado y trastornado de El resplandor.
Los cuentos son una deriva natural de ese instinto. La palabra impresa y la lectura son una innovaci¨®n tecnol¨®gica, teniendo en cuenta lo reciente de su aparici¨®n, comparada con la amplitud de la experiencia narrativa humana, y m¨¢s a¨²n teniendo en cuenta lo limitada que ha sido la transmisi¨®n escrita hasta hace poco m¨¢s de un siglo. El ni?o es un primitivo animista que distingue ojos en los ¨¢rboles y caras en las rocas y que se rinde al hechizo de una voz, un presocr¨¢tico que imagina explicaciones insensatas, aunque no milagrosas, para los fen¨®menos naturales, lo mismo la aparici¨®n nocturna de la luna que el soplido del viento o el brillo del rel¨¢mpago. Su sentido todav¨ªa literal del idioma le puebla el mundo de posibilidades asombrosas y hasta aterradoras cuando escucha las met¨¢foras impl¨ªcitas en las expresiones de los adultos. Que las paredes oyen, que se ve el cielo abierto, que est¨¢n cayendo chuzos de punta, que en alg¨²n sitio hay un gato encerrado, que el alma se cae a los pies, que huele a chamusquina, que a alguien se lo ha tragado la tierra, que se puede caminar con pies de plomo. Cuando yo era ni?o me perd¨ªa en especulaciones sobre c¨®mo ser¨ªa posible eso que se contaba de algunas personas, que hab¨ªan tirado la casa por la ventana. Esa resonancia originaria de las palabras comunes es el fundamento de la poes¨ªa.
Yo nac¨ª a tiempo de conocer el fin de una cultura oral. Recuerdo ciegos mendigos cantando por la calle
Hace m¨¢s de treinta mil a?os, en la cueva de Chauvet trabajaban extraordinarios pintores, id¨¦nticos en su talento a Miguel ?ngel o a Van Gogh: es inevitable suponer que habr¨ªa tambi¨¦n narradores magistrales. Abruma la magnitud de todo lo que se habr¨¢ perdido sin rastro, lo que no dura en las cuevas, lo que no tiene existencia tangible, la narraci¨®n oral, la m¨²sica. Pero igual que cada vida humana empieza en el origen unicelular y acu¨¢tico de la vida, la capacidad de fabulaci¨®n se inaugura en cada conciencia infantil, asistida y modelada por el lenguaje, que sirve por igual para nombrar lo existente y lo inexistente, lo visible y lo invisible, lo que sucedi¨® ayer y lo que todav¨ªa no ha sucedido, para decir la verdad y para mentir, incluso para fingir que es verdad lo que el narrador y el oyente saben que es mentira.
Yo nac¨ª a tiempo de conocer el fin de una cultura oral. Recuerdo ciegos mendigos cantando por la calle coplas de cr¨ªmenes y de milagros. Recuerdo a las ni?as que acompasaban el juego del corro con romances que se hab¨ªan transmitido desde hac¨ªa siglos. Algunos los he reconocido en antolog¨ªas de canciones sefard¨ªes. Los m¨¢s recientes hab¨ªan tenido su origen en la muerte de la reina Mar¨ªa de las Mercedes y el luto de Alfonso XII y en el rechazo popular a las guerras de Marruecos. Las madres cantaban villancicos medievales y cupl¨¦s aprendidos en la radio, cada uno de los cuales conten¨ªa una historia que subyugaba al ni?o silencioso y atento, que iba por la casa siguiendo la canci¨®n, detr¨¢s de las tareas sucesivas de las mujeres. Cada tarde las novelas de la radio alimentaban la misma fascinaci¨®n por los relatos en voz alta. A la ca¨ªda de la noche los ni?os mayores contaban a los otros historias antiguas de miedo o argumentos de pel¨ªculas, y as¨ª el cine se agregaba a la tradici¨®n oral. El mundo narrativo de las mujeres y el de los hombres tambi¨¦n estaba segregado: los hombres cantaban mucho menos y la mayor parte de las historias que contaban ten¨ªan que ver con la guerra, la guerra misteriosa y lejana que no hab¨ªa sucedido en el cine.
Pero no hay motivo para la nostalgia amarillenta, ni para la pesadumbre apocal¨ªptica sobre la tecnolog¨ªa. El mundo de los relatos en voz alta no se ha extinguido ni puede extinguirse. Todos estamos siempre escuchando y contando historias. Y cada vez que un adulto, un padre o una madre, un abuelo, empieza a contarle un cuento por primera vez a un ni?o los dos habitan intemporalmente en los or¨ªgenes de la literatura.
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