Tony Judt y los man¨ªacos de la pureza
La obra del historiador brit¨¢nico sobre los intelectuales franceses de posguerra desmonta el falso brillo de los grandes conceptos
Esa definici¨®n, ¡°man¨ªacos de la pureza¡±, no es del historiador brit¨¢nico Tony Judt sino del periodista y escritor cat¨®lico Fran?ois Mauriac. La utiliz¨® para referirse a Emmanuel Mounier, el fundador del personalismo, y a su grupo de la revista Esprit, pero sirve tambi¨¦n para calificar a los intelectuales que empezaron a tener una importancia capital en Francia a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y que, de alguna manera, establecieron un modelo, unas pautas, un estilo de colocarse frente a la sociedad, de encarnar la opini¨®n p¨²blica, de comprometerse con la marcha del mundo. Se pronunciaban sobre todo, ten¨ªan una idea de cada cosa, pontificaban exhibiendo una ret¨®rica seductora y brillante. Fueron una suerte de sacerdotes laicos en una Europa donde, tras la inmensa cat¨¢strofe de dos guerras mundiales, parec¨ªa evidente que las viejas religiones (?d¨®nde estuvo Dios?) ten¨ªan ya poco que decir ante una muchedumbre de desdichados que ya s¨®lo sab¨ªan del dolor, la perdida, la humillaci¨®n, la destrucci¨®n, el horror y la muerte.
El libro que Tony Judt dedic¨® a la actividad de los intelectuales franceses durante los a?os que van de 1944 a 1956, Pasado imperfecto, es antiguo: se public¨® en 1992 y en Espa?a se tradujo en 2007. Se trata de un trabajo viejo sobre un asunto mohoso ya, el de los intelectuales. El propio Judt lo comenta en las conclusiones: ¡°El intelectual como h¨¦roe es una figura en franco declive¡±, escribe. Perdieron el aura, y se acusa al mercado de haberlos postergado por su af¨¢n de dar salida a productos m¨¢s banales, m¨¢s intrascendentes, m¨¢s ligeros. Aquellos d¨ªas en que se esperaba que se pronunciaran sobre cada cuesti¨®n, en cada momento, para servir de gu¨ªa, para marcar los derroteros, son cosa ya del pasado. Judt observa que ¡°lo que en realidad se ha perdido, y lo que a¨²n ha de encontrar un sustituto, es la seguridad que se deriva de una pol¨ªtica rebosante de confianza, de un conocimiento de ciertas ¡®verdades¡¯ simples en torno a la historia y la sociedad¡±. Vaya, ?no ser¨¢ que ahora ha vuelto esa ¡°pol¨ªtica rebosante de confianza¡±?, ?no se oyen acaso por doquier verdades claras y dict¨¢menes rotundos sobre lo que est¨¢ pasando en este tiempo de crisis? Quiz¨¢, efectivamente, los intelectuales no tengan ya donde caerse muertos: en Espa?a reinan hoy los profesores y para muchos han recuperado ese componente heroico que tan bien le suele venir a la imaginaci¨®n rom¨¢ntica. Su ret¨®rica, como la de aquellos intelectuales franceses de anta?o, es brillante y seductora. Sacan la guada?a verbal y fulminan al adversario. As¨ª que quiz¨¢ no est¨¦ de m¨¢s volver a Pasado imperfecto, por viejo que sea, por antiguo.
Lo que entonces hab¨ªa, en la Francia que acababa de ser liberada, era un paisaje en ruinas. Ruinas f¨ªsicas, pero tambi¨¦n morales. Ya hab¨ªa advertido Camus que en junio de 1940, con la llegada de los alemanes, termin¨® un mundo. La Tercera Rep¨²blica hab¨ªa revelado su falta de temple, de nervio, su profunda decadencia: no supo responder al enemigo. Luego vino el r¨¦gimen de Vichy, el colaboracionismo, la ignominia de la expulsi¨®n de los jud¨ªos. Lo ¨²nico que pod¨ªa salvarse era el trabajo de la Resistencia, pero la liberaci¨®n s¨®lo fue posible cuando desembarcaron las tropas estadounidenses. As¨ª que una idea fue imponi¨¦ndose poco a poco, la de que hab¨ªa que hacer tabla rasa. Nada serv¨ªa, urg¨ªa tirarlo todo por la borda. Empezar de nuevo como si nada hubiera pasado.
Salvo los que se implicaron directamente en la lucha contra el invasor, la mayor¨ªa de los franceses no tuvieron otra alternativa que plegarse para salvar el pellejo y convivir con la barbarie de los nazis. Par¨ªs sigui¨® siendo una fiesta, as¨ª que cuando todo acab¨® qued¨® flotando el amargo sabor de la verg¨¹enza y la humillaci¨®n. De nuevo, Camus: ¡°El odio de los asesinos forj¨® como respuesta un odio por parte de las v¨ªctimas... Desaparecidos los asesinos, los franceses se quedaron con un odio parcialmente desprovisto de objeto. Siguen mir¨¢ndose unos a otros con un residuo de c¨®lera¡±.
La c¨®lera de las v¨ªctima que han sido devastadas por un furor ajeno, esa suerte de odio vac¨ªo que no encuentra un objeto cabal sobre el que volcar su inquina, y el resentimiento y el af¨¢n de venganza. Esa atm¨®sfera de desolaci¨®n lo llenaba todo. Cuenta Judt que, frente a semejantes estragos, el programa del Consejo Nacional de Resistencia era muy vago. Si hubo algo fue, en la l¨ªnea de Camus, ¡°la instauraci¨®n simult¨¢nea de una econom¨ªa colectiva y una pol¨ªtica liberal¡±, observa. Pero no hubo ni la organizaci¨®n ni los recursos ni los apoyos necesarios para poner en marcha pol¨ªticamente esos objetivos. Francia estaba, adem¨¢s, destruida: ya no ten¨ªa la autonom¨ªa de antes, necesitaba la colaboraci¨®n de los aliados.
En esas circunstancias lleg¨® la aportaci¨®n de Sartre y cay¨® en terreno propicio para florecer, y con mayor lustre en el mundo de los intelectuales. Judt lo cuenta as¨ª: ¡°La revoluci¨®n no s¨®lo iba a transformar el mundo, sino que constitu¨ªa en s¨ª el acto de la recreaci¨®n permanente de nuestra situaci¨®n colectiva, en tanto sujetos de nuestra propia vida. En resumen, la acci¨®n (de naturaleza revolucionaria) es lo que sostiene la autenticidad del individuo¡±. ?se era el mensaje de Sartre y del grupo de?Temps Modernes y que, en el caso del cat¨®lico Mounier se tradujo como una invitaci¨®n a los franceses a acometer una ¡°revoluci¨®n espiritual y pol¨ªtica¡±. Todos ellos compart¨ªan la idea de que ¡°ponerse de parte de los buenos equival¨ªa a buscar la revoluci¨®n; oponerse a ella era interponerse en el camino de todo aquello por lo que hab¨ªan luchado y hab¨ªan muerto tantos hombres y mujeres¡±. El momento de transformarlo todo estaba ah¨ª, y los intelectuales se pusieron al frente de la marcha. Las primeras discusiones iban a producirse cuando se iniciaron las purgas y, sobre todo, la purga de los intelectuales que, recuerda Judt, ¡°deb¨ªa ser un acto social y pol¨ªtico de tintes claramente revolucionarios¡±.
La respuesta a la humillaci¨®n de la derrota y a ese singular infierno de la ocupaci¨®n, al que tan bien se acomodaron muchos franceses, fue as¨ª la de recuperar la antorcha revolucionaria. Pero en esa recuperaci¨®n iban a colarse de rond¨®n esas taras que consiguen envenenar de infamia las grandes abstracciones. Bajo la superficie de aquel monumental impulso de metamorfosis pod¨ªa detectarse ya lo que Tony Judt llama la tesis de la tortilla: ¡°la creencia de que un avance hist¨®rico de suficiente importancia vale la pena al margen del precio que sea preciso pagar para conseguirlo¡±. Y, poco despu¨¦s, escribe: ¡°Ciento cincuenta a?os despu¨¦s de Saint-Just, la hegemon¨ªa ret¨®rica ejercida por la tradici¨®n jacobina no s¨®lo no hab¨ªa menguado, sino que hab¨ªa tomado de la experiencia de la resistencia un vigor renovado. La idea de que la revoluci¨®n ¡ªla Revoluci¨®n, cualquier revoluci¨®n¡ª constituye no s¨®lo una ruptura dram¨¢tica, un momento de discontinuidad entre pasado y futuro, sino que tambi¨¦n es la ¨²nica ruta viable que va del pasado al futuro, impregn¨® y desfigur¨® de tal modo el pensamiento pol¨ªtico franc¨¦s que resulta muy dif¨ªcil desenmara?ar la idea del lenguaje que la ha investido de su vocabulario y sus s¨ªmbolos¡±.
Conviene conservar esa idea que sostiene que no hay otra salida que la revoluci¨®n para saltar del pasado al futuro. La revoluci¨®n: hacer tabla rasa, tirar lo heredado, castigar a los responsables. Y junto a esa idea, la que la sostiene: pensar que la historia tiene un sentido claro y que, si hace falta pagar unos costes, son los inevitables peajes para conquistar el para¨ªso. Lo que aterra es observar c¨®mo la fascinaci¨®n por las grandes abstracciones permite pasar de largo por los horrores concretos del presente. En Pasado imperfecto, Tony Judt quiso sacar a la luz las artima?as de las que se valieron los intelectuales franceses de posguerra para ningunear los dislates del estalinismo y enfrentarse abiertamente a cuantos criticaban al comunismo. Sartre lo hab¨ªa dejado muy claro con una ¨²nica frase: ¡°Un anticomunista es un perro, de ah¨ª no me ape¨® ni me apear¨¦ jam¨¢s¡±.
El que no est¨¢ conmigo est¨¢ contra m¨ª. El intelectual que se arroga la superioridad moral por estar del lado de ¡°los buenos¡±, el que silencia cualquier reparo, el que con la mayor irresponsabilidad cierra los ojos para mantener viva la buena nueva. Los brutales juicios pol¨ªticos que se celebraron en Mosc¨² en los a?os treinta quiz¨¢ quedaban entonces un poco lejos, pero en la misma ¨¦poca en que los intelectuales franceses celebraban la revoluci¨®n como la gran panacea que a todos iba a salvar, en los pa¨ªses del Este de Europa los dict¨¢menes de Stalin abr¨ªan la puerta a la represi¨®n y a la tortura y al asesinato de cuantos no comulgaran con la ortodoxia, por no hablar de la persecuci¨®n de los jud¨ªos, que qued¨® oscurecida y en un segundo plano. ¡°Cuando se ha establecido un nuevo orden social, el antiguo orden, el Antiguo R¨¦gimen y sus ¨¦lites son por definici¨®n ¡®culpables¡±, apunta Judt. El terror queda de esa manera autorizado.
?C¨®mo fue posible? ?Qu¨¦ mecanismos operaron para que los que deb¨ªan haber sido particularmente cr¨ªticos con la barbarie permanecieran en silencio y miraran a otra parte? ¡°Nos guste o no¡±, escribi¨® Jean Paul Sartre, ¡°la construcci¨®n del socialismo tiene el privilegio de que para entenderla uno ha de abrazar su movimiento y asumir sus metas¡±. Quiz¨¢ ah¨ª quede apuntado uno de los mecanismos m¨¢s perversos: s¨®lo desde dentro puede ponerse alguna objeci¨®n; hacerlo desde fuera supone siempre darle armas al enemigo. Y otro detalle: estar del lado de los elegidos otorga un privilegio, el de compartir la tarea colectiva de acabar con un r¨¦gimen podrido. La m¨¢s m¨ªnima cr¨ªtica es una maniobra orquestada por los otros, ese bloque compacto en el que est¨¢n todos los dem¨¢s, ll¨¢mese Antiguo R¨¦gimen, ll¨¢mense burgueses, ll¨¢mese casta.
As¨ª que ten¨ªan la convicci¨®n de estar en posesi¨®n de una indiscutible superioridad moral, pero hab¨ªa otro elemento que resulta esencial. Si los intelectuales franceses tuvieron en su d¨ªa tanto predicamento y marcaron el ritmo al que deb¨ªan bailar todos los dem¨¢s, su ¨¦xito e influencia creci¨® por otra exigencia que se produce en tiempos de crisis: ¡°Lo que realmente importaba era la acuciante necesidad de dar a nuestras vidas y a nuestra historia un significado¡±, apunta Judt. Y si se hab¨ªa encontrado una f¨®rmula para satisfacer esa demanda, la f¨®rmula de la revoluci¨®n, era importante evitar que los horrores del estalinismo no empa?aran o lastraran el desaf¨ªo. Los intelectuales franceses no es que dieran exactamente por buenos los desmanes comunistas, como hac¨ªan los militantes del partido, sino que procuraban explicarlos, darles sentido. Merleau Ponty, por ejemplo, consideraba que si la historia tiene un significado, s¨®lo se justifica por el cambio y la lucha, y es el proletariado quien impulsa ese motor. ¡°Si esas premisas son correctas, queda demostrado que las purgas y los juicios de escarmiento celebrados en Mosc¨² en los a?os treinta no s¨®lo fueron t¨¢ctica y estrat¨¦gicamente atinados, sino que tambi¨¦n fueron hist¨®ricamente justos¡±, comenta Judt al respecto. Este es el plan: ¡°El veredicto del futuro a¨²n no se ha pronunciado. Pero no tenemos m¨¢s remedio que actuar como si ese veredicto fuera favorable¡¡±.
Reinaron entonces los grandes conceptos, las proclamas intachables, el af¨¢n justiciero frente cualquier desliz, la sospecha de que el enemigo acecha y que, si te descuidas, te da gato por liebre. La atm¨®sfera de la Guerra Fr¨ªa facilit¨® la polarizaci¨®n: quien critica la revoluci¨®n, y sus desmanes, est¨¢ del lado del imperialismo estadounidense. Judt habla de una estado de alerta generalizado y recuerda la sagacidad de Simone de Beauvoir, a la que se ¡°la tomaba muy en serio cuando describ¨ªa pel¨ªculas norteamericanas como Shane o Solo ante el peligro y las tachaba de propaganda militar dise?ada para preparar al p¨²blico occidental de cara a una ¡®guerra preventiva¡±.
¡°Para el intelectual de mediados del siglo XX, desencantado con las promesas fallidas del siglo XIX, el comunismo supuso la ¨²nica perspectiva a¨²n firme de que el mundo volviera a tener ilusiones de futuro¡±, escribe Judt. Por tanto, el desaf¨ªo era proteger esa ilusi¨®n, no rebajar el entusiasmo y cerrar los ojos ante cualquier complicaci¨®n. Y si en los pa¨ªses europeos del Este se estaban masacrando los derechos humanos, eran los derechos humanos los que se hab¨ªan convertido en un problema y ya no serv¨ªan, por tanto, ni como promesa ni como soluci¨®n.
En la batalla que libraron los intelectuales franceses por salvar como fuera esa ilusi¨®n de futuro, y encontrar de paso el calor que tanto se anhela en medio del duro fr¨ªo de un mundo devastado, uno de las artima?as m¨¢s perversas para evitar cualquier autocr¨ªtica fue se?alar a los otros. Tony Judt: ¡°La inmensa mayor¨ªa de los escritores, artistas, profesores y periodistas no estaban a favor de Stalin: eran contrarios a Truman. No estaban a favor de los campos de concentraci¨®n: estaban contra el colonialismo. No estaban a favor de los juicios de escarmiento en Praga: estaba en contra de las torturas en T¨²nez. No estaban a favor del marxismo (salvo en teor¨ªa): estaban en contra del liberalismo (especialmente en teor¨ªa). Y, sobre todo, no estaban a favor del comunismo (salvo sub specie aeternitatis): estaban en contra del anticomunismo¡±.
En ese viejo libro que trata, adem¨¢s, de una especie en extinci¨®n, el escritor brit¨¢nico comenta ya casi al final, con un deje de melancol¨ªa, que ¡°habr¨¢ intelectuales franceses durante muchos a?os por venir; todos ellos dir¨¢n sandeces de vez en cuando, y algunos dir¨¢n sandeces a todas horas¡±. Se refer¨ªa a ese permanente af¨¢n de pronunciarse, de pontificar, de se?alar el camino, de localizar a los enemigos, de proyectar para¨ªsos, de dictar soluciones simples para problemas complejos, de pegarse a las abstracciones frente al desorden del presente. ¡°Se trata de una forma de poder, y ¨¦sa es la raz¨®n de que resulte tan atractiva¡¡±, escribe. Y termina acord¨¢ndose de Montaigne: ¡°Nadie est¨¢ libre de decir sandeces. Lo penoso es cuando se dicen de forma memorable¡±.
Tony Judt. Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses 1944-1956. Traducci¨®n de Miguel Mart¨ªnez-Lage. Taurus. Madrid, 2007 (Tony Judt, 1992). 434 p¨¢ginas. 22 euros.
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