Padres e hijos: el conflicto
Lo verdaderamente dif¨ªcil ocurre en casa, en la familia, sosten¨ªa Medea en una tragedia de Eur¨ªpides y revela Edmund Gosse en su autobiograf¨ªa
La guerra sucede fuera, pero el conflicto que te desgarra tiene lugar en el sal¨®n, en la habitaci¨®n, en el patio, en el jard¨ªn de casa. Es lo que cuentan los cl¨¢sicos griegos en sus tragedias, que siempre hay un l¨ªo familiar detr¨¢s de cada asunto de envergadura. Ocurre con Ant¨ªgona, cuando se rebela contra las leyes de Creonte dando sepultura a uno de sus hermanos, Polinices, que hab¨ªa disputado el trono de Tebas al otro, Eteocles, y que fue condenado a pudrirse a la intemperie hasta que se lo comieran los perros y los buitres. Pero hay muchos otros casos que muestran la misteriosa trama que modela las relaciones entre padres e hijos.
Por ejemplo, la historia de Medea. Le entr¨® una furia tan salvaje cuando supo que Jas¨®n iba a abandonarla por otra mujer que decidi¨® matar a los hijos que hab¨ªan tenido juntos. Eur¨ªpides lo recoge en una de sus obras. ¡°Dicen que nosotras vivimos en la casa una vida exenta de peligros y ellos luchan con la lanza¡±, observa Medea. ¡°Preferir¨ªa tres veces estar a pie firme con un escudo que dar a luz una sola vez¡±.
Lo verdaderamente dif¨ªcil ocurre en casa, sosten¨ªa aquella imponente mujer nacida en la C¨®lquida, con fama de hechicera y de hacer siempre lo que le ven¨ªa en gana y que un d¨ªa se enamor¨® y lo dej¨® todo por aquel extra?o que hab¨ªa llegado a su tierra y al que le facilit¨® las cosas para que se hiciera con el vellocino de oro. Se entreg¨® a Jas¨®n, se fue con ¨¦l, vivieron intensamente superando distintas adversidades hasta que su amado decidi¨® traicionarla. ¡°Que todo acabe¡±, dijo entonces Medea. ¡°?Qu¨¦ beneficio me proporciona la vida? No tengo casa, ni patria, ni refugio para mis males. Me equivoqu¨¦ cuando abandon¨¦ el palacio de mi padre, persuadida por las palabras de un griego, que me pagar¨¢ el castigo que merece con la ayuda de Dios. Pues nunca m¨¢s ver¨¢ vivos a los hijos que ha tenido conmigo, ni tendr¨¢ otros con su nueva esposa, ya que ella va a tener una funesta muerte con mis venenos¡±.
As¨ª son las tragedias, no se andan con chiquitas, todo es excesivo y brutal, la sangre corre f¨¢cilmente, los desgarros reclaman venganza, las espadas se alzan, y la muerte acude sol¨ªcita y cierra los ojos de las v¨ªctimas. ¡°?Oh hijos!, en vano me he esforzado y consumido, soportando terribles dolores en el parto¡±. Ha llegado la hora y Medea duda un instante. Todav¨ªa puede llev¨¢rselos y volver a su tierra, donde quiz¨¢ haya incluso cierto margen para la alegr¨ªa. Pero no, ha sido s¨®lo un momento de ofuscamiento y debilidad. ¡°Permitid, hijos, permitid a vuestra madre besar vuestra diestra¡±, les dice. ¡°Que se¨¢is felices, pero all¨ª; la ventura de este mundo vuestro padre os la ha arrebatado¡±. Est¨¢n en palacio, afuera corre la brisa, en las copas de los ¨¢rboles cantan los pajaritos. ¡°?Oh dulce abrazo, oh delicada tez y suav¨ªsimo h¨¢lito de mis hijos! Partid, partid. Ya no soy capaz de miraos, estoy vencida por la desdicha. Me doy cuenta de la maldad que voy a cometer. Pero m¨¢s poderosa que mis decisiones es la ira, que es la causa de los mayores males para los mortales¡±.
Zas. Se acab¨® todo. Las criaturas yacen ahora sin vida, y Medea igual se va medio son¨¢mbula a su habitaci¨®n donde habr¨¢ de empezar a aplicarse a la larga faena del olvido y tendr¨¢ que prepararse para abandonar todo aquello y salir de nuevo camino del destierro. Los hijos, en su historia, parecen s¨®lo una nota a pie de p¨¢gina frente a sus verdaderos desaf¨ªos. El amor la arranc¨® de su hogar, el amor la empuj¨® a cometer los actos m¨¢s viles para complacer a Jas¨®n, la furia del amor contrariado la ha llevado a asesinar a sus reto?os. Estos casi aparecen sin rostro, un detalle menor en la tragedia de Eur¨ªpides, un asunto secundario del mito.
Tampoco parece que tuviera demasiada importancia el nacimiento de Edmund, el ¨²nico v¨¢stago del c¨¦lebre zo¨®logo y naturalista Philip Henry Gosse. En su diario apunt¨® aquel d¨ªa: ¡°E. ha dado a luz a un hijo. He recibido la golondrina verde de Jamaica¡±. As¨ª que la llegada de la criatura vino a ser, para ese hombre tan ocupado en sus asuntos, como un inevitable contratiempo con el que no hay m¨¢s remedio que contar. En Padre e hijo, Edmund Gosse constata que ¡°tanto le interesaba el p¨¢jaro como el hijo¡±. Pero las cosas ir¨ªan modific¨¢ndose poco a poco y el peque?o adquirir¨ªa con el tiempo m¨¢s relieve hasta que todo estuviera dispuesto para el gran choque.
¡°Este libro es el relato de una lucha entre dos temperamentos, dos conciencias y casi dos ¨¦pocas. Concluye, como era inevitable, con una ruptura¡±. As¨ª empieza Padre e hijo, el libro que Edmund Gosse public¨® en 1907, el mismo a?o en que ingres¨® en la Royal Society of Literature. Nada puede resultar m¨¢s ajeno a la sociedad actual que lo que aparece en sus p¨¢ginas. Por lo pronto, una familia creyente, casi fan¨¢tica. Los padres de Edmund Gosse proced¨ªan de la clase media, y hab¨ªan sido educados, ella en la iglesia anglicana, y ¨¦l, en la wesleyana. Cuando se juntaron se hab¨ªan ido distanciando de sus respectivas comunidades religiosas pero s¨®lo para volverse a¨²n m¨¢s radicales. Formaban parte de un grupo, ¡°los hermanos¡± se llamaban, ¡°los hermanos de Plymouth¡± los llamaban, unidos por la comuni¨®n y la explicaci¨®n de las Sagradas Escrituras. Viv¨ªan, como quien dice, en Dios, dedicados a interiorizar sus ense?anzas y a dar noticia de la buena nueva. Cuando se casaron, el padre ten¨ªa 41 a?os y la madre, 38; ¨¦l era zo¨®logo y escritor de libros de historia natural, ella escrib¨ªa poes¨ªa religiosa. Edmund Gosse naci¨® en 1849, en la ¨¦poca victoriana. Inglaterra se proyectaba al mundo, convirti¨¦ndose poco a poco en un gran imperio, pero dentro de sus fronteras, y aplicando la lupa para ver de cerca, hab¨ªa gente como los Gosse, que ve¨ªan el pecado por todas partes, que hu¨ªan de toda tentaci¨®n recogi¨¦ndose en el Se?or y que se afanaban obsesivamente por seguir el camino de la salvaci¨®n. ?Hay algo m¨¢s extra?o a nuestra ¨¦poca que esa rancia espiritualidad? Edmund Gosse resume en cuatro pinceladas lo que era su familia, lo que eran ¡°los hermanos¡±: ¡°Pureza perfecta, intrepidez indomable y abnegaci¨®n absoluta; pero tambi¨¦n estrechez de miras, aislamiento, carencia de perspectiva y, sea dicho francamente, ausencia de simpat¨ªa humana¡±.
Es en ese marco, pues, donde se ha de librar la batalla. Porque los personajes podr¨¢n resultar realmente extra?os a nuestro tiempo --un atrabiliario naturalista, una mujer henchida de fe y un ni?o fr¨¢gil y enfermizo--, pero el combate en el que han de implicarse viene de lejos y sigue teniendo lugar, lo mismo en Berl¨ªn que en Nueva York, en Calcuta que en Kabul, en Oruro que en Minsk. Es el viejo asunto de las relaciones entre padre e hijo, el af¨¢n de uno por ir colonizando cada rinc¨®n de la conciencia del otro y el af¨¢n del otro por ir escapando de esa fuerza invasora. Lo dice Edmundo Gosse en un momento de su narraci¨®n: ¡°Yo era semejante a una planta sobre la que hubieran puesto un tiesto con el resultado de que el centro de la planta se habr¨ªa ahogado y paralizado, mientras que los brotes se habr¨ªan esparcido por todos lados hacia la luz¡±.
Para narrar esa historia, pues, conviene un escenario yermo en el que no haya casi ning¨²n adorno. Con el af¨¢n de que no sufriera ning¨²n contagio del resto de los mortales, a Edmund lo educaron sus padres en casa. No conoci¨® nada que se pareciera a la convivencia con un ni?o de su edad hasta que tuvo diez a?os. Pero antes padeci¨® un terrible desgarro. Ten¨ªa siete a?os, corr¨ªa el a?o 1856, cuando diagnosticaron a su madre un c¨¢ncer de pecho. Empez¨® entonces la lucha por la supervivencia, los torpes tratamientos de la ¨¦poca, la soledad y el intenso y devastador dolor. La madre y el hijo tuvieron que instalarse en un piso amueblado cerca del hospital y lejos del padre, y all¨ª el muchacho acompa?aba a la enferma, ley¨¦ndole fragmentos de libros mientras, poco a poco, se iba consumiendo. Lleg¨® el d¨ªa de la partida. La mujer, en la cama, y¨¦ndose ya le pidi¨® al marido que se ocupara del reto?o. ¡°As¨ª, mi consagraci¨®n, que empez¨® en la cuna, fue sellada por la m¨¢s solemne, la m¨¢s tierna, la m¨¢s irresisitible de las s¨²plicas, en el lecho de muerte de la m¨¢s santa y m¨¢s pura de las mujeres. ?Pero qu¨¦ carga, intolerable como la del Atlas, para los hombros de un d¨¦bil ni?o!¡±.
Esa carga que tantos padres conciben y que colocan sobre sus hijos: el dise?o de un futuro, la obligaci¨®n de cumplir un destino. A Edmund Gosse su madre lo quer¨ªa dedicado al Se?or y, a esa tarea se iba a dedicar su padre con obstinado empe?o. Cuando el ni?o ten¨ªa ocho a?os se trasladaron a un pueblo al lado del mar, Devonshire. Ah¨ª, en ese ¨¢mbito todav¨ªa m¨¢s desnudo, m¨¢s vac¨ªo de referencias, en un pueblo que s¨®lo eran dos hileras de casas y el mar (¡°la enorme llanura de las aguas¡±), se oficiar¨¢ el drama: acercamiento, complicidad y, finalmente, la ruptura.
Antes, un apunte sobre el padre. Nada m¨¢s llegar a aquel remoto rinc¨®n de Inglaterra sufri¨® la mayor de las crisis que iba a padecer como cient¨ªfico. Para ¨¦l, que se hab¨ªa dedicado con tanta meticulosidad a los organismos vivos, de los que hab¨ªa dado cumplida relaci¨®n en tantos libros que hab¨ªan tenido, adem¨¢s, mucho ¨¦xito, nada pod¨ªa resultarle m¨¢s familiar, m¨¢s pr¨®ximo, m¨¢s veraz, que la hip¨®tesis de la evoluci¨®n de las especies. Pero nada pod¨ªa chocar con m¨¢s ¨ªmpetu, al mismo tiempo, con su fe, con su arrebatada entrega a la letra de las Escrituras. Ya Darwin y Hoocker le hab¨ªan hablado del asunto, cuenta Edmund Gosse, en una de las reuniones de la Royal Society de verano de 1857. ¡°Dio un paso a favor de la verdad, luego retrocedi¨® angustiado y acept¨® la servidumbre del error¡±: as¨ª lo resume el hijo. Public¨® entonces Omphalos, donde pretend¨ªa reconciliar los avances de la ciencia con la verdad de la religi¨®n, pero fue un fracaso (¡°¡el espantoso fracaso / le llenaba de escombros¡¡±: Edmund Gosse cita esos versos). El caso es que todo aquello le medio enfad¨® durante un tiempo con las alturas. ¡°Durante sus incesantes pasos meditabundos alrededor del jard¨ªn, su alma estaba, por decirlo as¨ª, de rodillas, registrando todos los rincones de su conciencia para hallar alg¨²n pecado de obra u omisi¨®n; cada alegr¨ªa, cada bagatela, cada recreo, fue recogido en el polvo de sus recuerdos pasados, y aumentado hasta el punto de constituir una formidable ofensa¡±.
En Devonshire pas¨® de todo. Por lo menos en el interior de aquellas dos figuras, las del padre y el hijo: el resto s¨®lo era la vida corriente de un pueblo de campesinos. El peque?o empez¨® a acompa?ar al mayor mientras ¨¦ste se ocupaba de coleccionar, examinar y descubrir la fauna de la ribera. Aprendi¨® a su lado a catalogar cada an¨¦mona, Aprendi¨® a pintar con acuarelas. Aprendi¨® la disciplina de terminar el trabajo que hab¨ªa empezado, por duras que se pusieran las cosas. Fueron amigos: les encantaba hablar de asesinatos, como un a?o antes, todav¨ªa en Londres, se hab¨ªan entretenido en imaginar las escenas del Apocalipsis.
Al mismo tiempo, el padre tom¨® las riendas de la comunidad religiosa m¨¢s extrema del lugar y empez¨® cada domingo a predicar, y daba la comuni¨®n y procuraba conducir a los fieles, una colecci¨®n de gente sencilla de la zona, por el camino de la verdad. Estaba pendiente de su hijo, de que cumpliera rigurosamente sus ense?anzas. Lo bautiz¨® cuando era todav¨ªa un ni?o por el aparatoso rito de hundirlo en una piscina y, aunque la fe fuera cosa de adultos, el muchacho tuvo que hacerla suya y llevarla encima como un fardo. El padre volvi¨® a casarse, con una cu¨¢quera, pero no descuid¨® ni un instante la tarea que le hab¨ªa prometido a su primera mujer: hacer de su hijo un santo. Pronto, sin embargo, surgi¨® el primer brote de distanciamiento. Edmund Gosse describe as¨ª a su padre: ¡°Nada se le escapaba cuando miraba a trav¨¦s de una lupa, estaba ciego ante la inmensidad de la naturaleza. Le faltaban totalmente ciertos sentidos; creo que, a pesar de su sentimiento de la justicia, no ten¨ªa ni idea de la importancia de la libertad; a pesar de toda su inteligencia, el c¨ªrculo en el que se mov¨ªa su esp¨ªritu era muy limitado; a pesar de toda su fe en la palabra de Dios, no ten¨ªa ninguna confianza en la bondad divina; y a pesar de toda su piedad, tomaba habitualmente el amor por el temor¡±.
Un d¨ªa el ni?o escuch¨® los versos de Virgilio en boca de su padre. Otro d¨ªa supo de Los papeles p¨®stumos del club Pickwick, de Dickens. Ley¨® a Shakespeare, y despu¨¦s a Marlowe y a Ben Jonson. En un pueblo cercano se expuso Christ in the Temple, una pintura de Holman Hunt, uno de los artistas prerrafaelistas, y su padre lo llev¨® a que la conociera ¨Cm¨¢s adelante, cuando ya era un poeta y cr¨ªtico conocido, Edmund Gosse estuvo muy pr¨®ximo a los artistas de este grupo art¨ªstico--. La fascinante diversidad del mundo iba entrando en su casa, las murallas se iban cuarteando. En Padre e hijo, confiesa: ¡°la literatura me invitaba a caminar por innumerables senderos, cuyos meandros conduc¨ªan a lo opuesto del camino recto y seguro que conduce a la salvaci¨®n¡±.
Una vez invitaron al muchacho a una reuni¨®n con su grupo de amigos del colegio. Al padre le entr¨® el miedo de que fuera una ocasi¨®n para perderse y crey¨® que con una de sus habituales maniobras conseguir¨ªa que el hijo renunciara a la cita. Le sugiri¨® que rezaran juntos y que ya Dios le indicar¨ªa cu¨¢l era su voluntad. ¡°Mientras estaba arrodillado, sinti¨¦ndome peque?¨ªsimo al lado de la enorme masa de mi padre, corri¨® a trav¨¦s de mis venas, como una embriaguez, la determinaci¨®n de rebelarme¡±, cuenta Edmund Gosse. As¨ª que cuando terminaron, y el padre confiaba en que su hijo ya no ir¨ªa a la fiesta, lo sorprendi¨® con la noticia de que s¨ª, que hab¨ªa cre¨ªdo entender que Dios bendec¨ªa su asistencia.
La grieta estaba abierta. Los ¨²ltimos cap¨ªtulos de Padre e hijo son un fascinante recorrido por esa sutil y sorda batalla que libran uno contra el otro. Educado para ser d¨®cil y obediente, el muchacho se acerca entonces a sus lecturas, que son las que le est¨¢n abriendo nuevos caminos, con una actitud de exaltada fe cristiana. No es capaz todav¨ªa de romper el hilo que lo ata al mundo del que ha venido. Es m¨¢s, quiere volver a ¨¦l y precipitarse lo m¨¢s dentro posible. Un d¨ªa tiene un brutal arrebato y se acerca al ventanal de su casa esperando la gloriosa aparici¨®n del Se?or. No ocurre nada. El ¨²ltimo lazo se rompe entonces y ¡°el edificio artificial¡± de su ¡°extravagante fe comenz¨® a vacilar y a derrumbarse¡±.
Edmund Gosse dej¨® Devonshire para irse a Londres a prolongar sus estudios. Su padre sigui¨® luchando para que siguiera los trazos que hab¨ªa marcado para su hijo en el lecho de su esposa moribunda. Le oblig¨® a que le prometiera por escrito, por ejemplo, que todos los d¨ªas traducir¨ªa y meditar¨ªa algunos de los vers¨ªculos del texto en griego del Nuevo Testamento que le acababa de regalar. El joven lo traicion¨® y no lo hizo. Escribe: ¡°?Qu¨¦ compa?ero tan encantador, qu¨¦ pariente tan delicioso, qu¨¦ amigo tan afable y simp¨¢tico hubiera sido mi padre, a no ser por aquella austera piedad que hab¨ªa de arruinarlo todo!¡±.
En una de sus visitas al peque?o pueblo se produjo el estallido. Estaban en el invernadero, lleno de magn¨ªficas orqu¨ªdeas, y el joven contest¨® de manera nerviosa y violenta a la incesante presi¨®n de su progenitor, ¡°¡y no deseo traer a mi memoria las frases entrecortadas de sollozos en que suplicaba que me dejasen a m¨ª mismo, en que rechazaba la idea de que mi padre fuese, ante Dios, responsable de mis secretos pensamientos y de mis convicciones m¨¢s ¨ªntimas¡±. La hora hab¨ªa llegado. Le tocaba volar solo.
[En otro registro, el de la alta divulgaci¨®n cient¨ªfica, y con una escritura ¨¢gil, un tono pr¨®ximo y sereno y una singular pasi¨®n por contar historias, el profesor de psiquiatr¨ªa Andrew Solomon public¨® en 2012 Lejos del ¨¢rbol, donde se ocupa justamente de eso: de la relaci¨®n entre padres e hijos. Con una notable particularidad, que los hijos no son como la mayor¨ªa de los dem¨¢s. Son sordos, enanos, con s¨ªndrome de Down, autistas, esquizofr¨¦nicos¡ Si ya de por s¨ª pueden ser dif¨ªciles las cosas entre padres e hijos, en estos casos lo son todav¨ªa mucho m¨¢s. Solomon da voz a la complejidad de esas relaciones y recoge un mont¨®n de testimonios cargadas de dinamita. En un libro anterior, El demonio de la depresi¨®n, se refiere a un momento que, de alguna manera, podr¨ªa leerse como la imagen que el espejo del presente devuelve a la escena en que la madre de Edmund Gosse est¨¢ punto de morir y ¨¦l ha acudido junto a su padre a despedirse de ella. ¡°Mi madre decidi¨® matarse el 19 de junio de 1991, a los cincuenta y ocho a?os, porque si hubiera esperado m¨¢s habr¨ªa estado demasiado d¨¦bil para quitarse la vida, y el suicidio requiere fuerza y una especie de intimidad que no existe en los hospitales¡± explica Solomon. Comunic¨® la noticia a su marido y a sus dos hijos, que la acompa?aron a su dormitorio como estaba previsto. ¡°Se sent¨® en la cama y desparram¨® cuarenta p¨ªldoras sobre el edred¨®n¡±. Y poco despu¨¦s las fue ingiriendo una detr¨¢s de otra, mientras hablaban de los ¨²ltimos asuntos pendientes. ¡°Estoy triste porque me estoy yendo¡±, dijo y tambi¨¦n que no cambiar¨ªa su vida ¡°por ninguna otra¡±. Escenarios diferentes y ¨¦pocas muy distintas, y en ambas, el abismo del dolor].
Eur¨ªpides. Medea. Gredos. Madrid. 96 p¨¢ginas. 12 euros.
Edmund Gosse. Padre e hijo. Traducci¨®n de Luis de Ter¨¢n. Belvedere. Madrid, 2009. 244 p¨¢ginas.16, 70 euros.
Andrew Solomon. El demonio de la depresi¨®n. Traducci¨®n de Fernando Mateo y Francisco Ramos. Debate. Barcelona, 2015. 700 p¨¢ginas. 34,90 euros.
Andrew Solomon. Lejos del ¨¢rbol. Traducci¨®n de Joaqu¨ªn Chamorro Mielke y Sergio Lled¨® Rando. Debate. Barcelona, 2014. 1.064 p¨¢ginas.39,90 euros.
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