Lev¨¢ntate y canta
El Rundfunkchor de Berl¨ªn protagoniza un ¡®R¨¦quiem alem¨¢n¡¯ de Brahms que mira a los ojos en el Festival de Granada

Cae la noche sobre la colina roja de la Alhambra y los ¨²ltimos destellos de la tarde veraniega se reflejan en el almohadillado de la fachada del Palacio de Carlos V. Dentro, el p¨²blico espera desconcertado aunque avisado previamente de que este ser¨ªa un concierto poco ortodoxo, aguarda al coro Rundfunkchor Berlin al que no se ve por ninguna parte. Las luces del recinto palaciego se disipan y una voz comienza a sonar entre el p¨²blico. No hay butacas en esta noche de festival en Granada, no hay escenario evidente ni sillones ni todo el protocolo que podr¨ªa esperarse de un recital de m¨²sica coral al uso.
Las voces emergen de entre los asistentes, y el p¨²blico gira a un lado y a otro la cabeza buscando a aquellos que entonan las primeras notas de la partitura de Brahms. Vestidos de calle, discretos como turistas o vecinos de la ciudad, los integrantes del coro solo acompa?ados por un piano de cola empiezan a moverse entre la gente, que los ve de pie desde todos los rincones del patio. Una soprano agarra a uno de los asistentes del brazo y lo mira a los ojos mientras entona cara a cara un pasaje. Las sonrisas se suceden entre los que ven la m¨²sica cara a cara, como cantada solamente para ellos, en un recogimiento que no es posible vivir en un auditorio en el que el abismo del escenario es insalvable.
Los coros, divididos por sexos, se enfrentan en el patio en un deambular en escuadr¨®n que envuelve a los espectadores, mientras entonan el Porque toda carne es como la hierba, un canto de muerte revestido de blanco que Brahms dise?¨® con una grandeza arm¨®nica excepcional. Mientras, el coro masculino arrastra el piano de cola por el patio del palacio, cargado a sus hombros con sogas y elevado sobre una plataforma. Los integrantes del coro reparten cojines recubiertos de saco para aquellos que dentro de poco van a tener que sentarse en el suelo de adoqu¨ªn y piedra. ¡°?No es lo m¨¢s hermoso que has visto nunca?¡±, dice en ingl¨¦s un hombre de unos 60 a?os a la mujer que lo acompa?a y que le responde con un apret¨®n en el brazo.
El coro, que sigue deambulando por el patio, recibe las ¨®rdenes de dos directores situados en esquinas opuestas para que, mire donde mire el cantante, encuentre una referencia que provoque la sincronizaci¨®n, que es casi perfecta. El coro se abraza al piano, realza y agradece la misericordia divina mientras baila una danza en c¨ªrculo m¨¢s profana que sacra. En los cruces, sus caras reflejan una paz eterna, se miran a los ojos y aprovechan para asaltar con la mirada al espectador desprevenido, que se ruboriza ante una poderosa voz que le canta cara a cara.
En el centro del patio, un hombre se tiende sobre el recalentado suelo por el sol de junio y mira las estrellas a cielo abierto desde el gran tragaluz del patio de Carlos V. Una voz le despierta y se incorpora. Una soprano vestida entera de blanco se levanta de su ata¨²d simulado para confortar a aquellos a los que la muerte les ha tra¨ªdo la tristeza. En su camino, se encuentra con un miembro del p¨²blico que no se ha sentado, sino que permanece de rodillas sobre su coj¨ªn. Sin dejar de cantar, lo mira a los ojos, le acaricia el pelo, y se funde con ¨¦l en un abrazo. El hombre, lejos de asustarse, cierra los p¨¢rpados, respira hondo y se aprieta contra el est¨®mago de la cantante mientras esboza una sonrisa. No hay distracciones, nadie en el patio puede quitar la mirada de la soprano, que se marcha solemne por la escalinata del lateral del palacio mientras atr¨¢s solo deja el silencio.
Pero el silencio es solo un trampantojo que da paso a un movimiento fren¨¦tico del coro: carreras, cruces endiablados esquivando piernas y cabezas de asistentes a¨²n sentados en el suelo¡ Y en lo alto de la galer¨ªa, el bar¨ªtono esboza el momento de resignaci¨®n de este r¨¦quiem que dice que no hay morada eterna para el alma en este mundo, pero que s¨ª la hay m¨¢s all¨¢ de la muerte. El coro, como almas en pena, le da la r¨¦plica desde el suelo del patio mientras un grupo de ni?os surgidos de la nada despliegan alfombras de lino sobre la superficie del patio central. En el aire queda un regusto a esparto, a cereal y a tierra, en este r¨¦quiem que podr¨ªa tildarse de org¨¢nico y de natural.
Se acerca el gran final, cuando vuelvan las Bienaventuranzas que abren las puertas a la esperanza de una vida m¨¢s all¨¢ de ¨²ltimo aliento, y el coro se coloca custodiando la columnata del patio, envolviendo con sus voces al p¨²blico. Las luces, en una noche hermosa de verano, van rindi¨¦ndose y dejan el patio a media luz para los ¨²ltimos compases mientras Jochen Sandig, dise?ador de esta escenograf¨ªa, pulula entre la gente asegur¨¢ndose de que todo va bien con su americana negra y su pelo casta?o rizado. El patio se queda a oscuras, y el p¨²blico se estremece desde el suelo con una noche estrellada a la que hoy Brahms ha puesto banda sonora. Nadie se atreve a aplaudir cuando se queda el silencio, pero la ovaci¨®n llega pronto y, como un campe¨®n de liga, el coro se despide saliendo del palacio en fila mientras la gente lo arropa en un pasillo que le aplaude durante m¨¢s de 10 minutos.
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