¡®Arrepentimiento¡¯ (1) | ¡®Nada que hacer¡¯
Carlos L¨®pez (Madrid, 1962), Guionista de 'El Pr¨ªncipe', inicia estos relatos semanales por los que desfilar¨¢n algunos de los mejores escritores de series de televisi¨®n espa?olas
Se le ha quitado el hambre. Mario contempla en silencio la piel rugosa y moteada de una pera que ya no se va a comer. Mira el paisaje de ladrillo que ofrece la ventana y una noche m¨¢s vuelve a desear que le permitan salir a la calle para caminar sin rumbo, para pisotear la nevada que ha tomado por sorpresa la ciudad. Ha encajado con disgusto lo imprevisto del traslado, que le obliga a recoger sus cosas a toda prisa y ceder la habitaci¨®n a un enfermo a punto de salir del quir¨®fano. No hay elecci¨®n: tendr¨¢ que instalarse en una sala compartida con otro paciente, en la misma planta. La quinta. Cardiolog¨ªa.
All¨ª le conducen cuando faltan solo unos minutos para el apagado general. Su nuevo compa?ero de habitaci¨®n est¨¢ conectado al ox¨ªgeno, medio adormilado, y tiene tan pocas ganas de conversaci¨®n que ronca sonoramente un instante despu¨¦s de las presentaciones. El celador trae la pera que Mario olvid¨® en la bandeja y con ella en la mano Mario retorna a su ¨²nica certeza: no sabe qu¨¦ hacer. No hay visitas. No tiene lectura ni monedas para el televisor. Aburrido, se levanta y se asoma al ba?o, echa dentro un vistazo en busca de alg¨²n motivo de protesta que alcance para llenar de contenido la pr¨®xima media hora.
Entonces entra ¨¦l, como una sombra. El ch¨¢ndal oscuro, la gorra negra, la braga tambi¨¦n negra que oculta su rostro y que el chaval descubre lo justo para preguntar a Mario con urgencia: "?Es usted Alejandro Espinoza?"
¡°El chaval saca una pistola, ante la que Mario obedece sin pensar¡±. Todo comienza con una pera de piel rugosa
Mario niega con un cabeceo. Se?ala a su compa?ero, que ronca como un bendito. "Creo que es ese de ah¨ª". El reci¨¦n llegado aprovecha que Mario ha extendido el brazo y lo toma con fuerza para llevarlo de vuelta a su cama, como quien maneja un l¨¢tigo, y cuando lo tiene encajonado le trasmite instrucciones precisas, unas palabras que Mario nunca olvidar¨¢: "Mira a la pared. No te muevas, no digas nada. Esto no va contigo."
El chaval saca una pistola, ante la que Mario obedece sin pensar. Y cara a la pared, mirando los desconchones del yeso, sobre los que un enfermero alguna vez colg¨® un p¨®ster de la sierra de Cazorla, Mario escucha los disparos. Sordos, irreales, amortiguados por el silenciador, necesariamente mortales. Dos en la barbilla, dos en el pecho, uno en cada costado. Tac, tac, tac, tac, tac, tac. El ca?¨®n toca la piel, suenan como grapas. Terminada la tarea, el chaval escapa con el mismo paso firme que le trajo a la habitaci¨®n.
Pasan unos minutos y Mario a¨²n permanece inm¨®vil, los ojos cerrados, el miedo latiendo con fuerza bajo el pecho. No le hace falta mirar: Alejandro est¨¢ muerto. Mario aguanta como una estatua, a la espera de que entre alguien y d¨¦ la voz de alarma.
Es el ¨²nico instante en que sus vidas coinciden. Alejandro, el que acaba de morir, era un capo de un c¨¢rtel colombiano. El chaval contratado para asesinarle, un sicario reci¨¦n aterrizado en la ciudad. Y Mario, el testigo involuntario del crimen.
Nunca antes se hab¨ªan visto. Ninguno de los tres quer¨ªa estar ah¨ª.
Ma?ana, cap¨ªtulo 2 del relato Arrepentimiento: La mano tiembla
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