Caf¨¦, tertulia y recado de escribir
El Caf¨¦ Comercial, centro de tertulias de escritores y actores, y otros bares de encuentro
Cada quien tendr¨¢ su ¨²ltima imagen del caf¨¦ Comercial, la pecera de Glorieta de Bilbao que cerr¨® el otro d¨ªa sin previo aviso, como los muertos repentinos. La m¨ªa es la lluviosa noche del pasado invierno en que all¨ª me enter¨¦ de la muerte de la actriz Rosa Novell. Hab¨ªa tan poca gente y tanto silencio que me calc¨¦ los auriculares y me puse m¨²sica, en bucle, para cubrir aquella ausencia: Modern Blues, de The Waterboys. Hay una ¨²ltima imagen ¡°fijada¡± para la posteridad, dure lo que dure: Miguel Batalla (sublime Jos¨¦ Sacrist¨¢n), el columnista umbraliano escribiendo a m¨¢quina en una mesa junto a la ventana, en Madrid 1987, la pel¨ªcula de David Trueba. Lo de la m¨¢quina deb¨ªa de ser un homenaje a Azcona, que me cont¨® que en el Comercial se alquilaba una, por horas, a los aprendices de escritor que lo frecuentaban. Yo no llegu¨¦ a escuchar esos tecleos, pero s¨ª el suave deslizar de los dedos por muchos ordenadores port¨¢tiles.
Para Azcona, el Comercial de la posguerra, que se convirti¨® en su segunda casa, era un caf¨¦ mesocr¨¢tico, de barrio, sin tradici¨®n literaria. ¡°Hab¨ªa¡±, me dijo, ¡°un par de prostitutas muy viejas y cargadas de joyas, ya retiradas; un cura que ven¨ªa con su ama y jugaba a las cartas en el piso de arriba, y los c¨®micos que trabajaban en el Fuencarral y el Maravillas. Se dec¨ªa que los jugadores, para no perder el tiempo bajando a la planta baja, orinaban en una lata de conservas que se pasaban por debajo de la mesa. Lo mejor de aquellos caf¨¦s era esa circulaci¨®n de gente absurda, que se sent¨ªa como en casa y hac¨ªa y dec¨ªa cosas incre¨ªbles¡±.
La tradici¨®n literaria comenz¨®, seg¨²n Azcona, a finales de los cincuenta, cuando hubo una especie de fuga de clientes del Gij¨®n al Comercial, y all¨¢ fueron llegando Eusebio Garc¨ªa Luengo, Ignacio y Josefina Aldecoa, el editor Fernando Baeza y, de vez en cuando, Rafael S¨¢nchez Ferlosio. En aquella ¨¦poca, el Gij¨®n era el caf¨¦ literario ¡°oficial¡± y el Varela (en la calle Preciados, esquina Veneras), era el ¡°caf¨¦ bohemio¡± por excelencia, donde Eduardo Alonso, un industrial que se alimentaba casi exclusivamente de Rioja y patatas fritas y escrib¨ªa poemas brev¨ªsimos, casi haikus castizos, en los recibos de las consumiciones, instituy¨® unas justas po¨¦ticas llamadas Versos a medianoche, donde Azcona, por cierto, se dio a conocer. Ana Mar¨ªa Matute, que odiaba el Gij¨®n, iba mucho a las Cuevas S¨¦samo, en la calle del Pr¨ªncipe, un intento de cave existencialista, donde se le¨ªan poemas, se organizaban veladas culturales y se conced¨ªa el famoso premio S¨¦samo, que dur¨®, si no recuerdo mal, hasta los primeros noventa. Y hab¨ªa muchas, much¨ªsimas sedes tertulianas m¨¢s, en caf¨¦s (donde todav¨ªa se ped¨ªa ¡°caf¨¦ y recado de escribir¡±) pero tambi¨¦n en cafeter¨ªas y tabernas.
Las tertulias, me contaba Azcona, exist¨ªan porque ¡°en las casas hac¨ªa un fr¨ªo de muerte, y la gente iba a los caf¨¦s en busca de calor animal. Y tambi¨¦n para ¡°hacer barra¡±, para dejarse ver, porque en la barra se acodaban los escritores o actores de prestigio¡±.
Se dice que tertulias y caf¨¦s (m¨¢s o menos ¡°literarios¡±) est¨¢n en extinci¨®n, y la ca¨ªda del Comercial podr¨ªa considerarse una puntilla, pero no, no lo creo del todo. Es cierto que el Gij¨®n es ahora un feudo tur¨ªstico (aunque sigue teniendo horas esplendorosas, por la ma?ana y rozando la madrugada), y que muchos caf¨¦s han desaparecido, mermados por la prisa, el ruido y la especulaci¨®n (entre otras causas), aunque siguen en pie, pienso ahora, el Central y el Barbieri, para citar mis favoritos, pero lo importante, y luego llegar¨¦ a eso, es que en Madrid hay muchos Gijones (o Comerciales) port¨¢tiles.
Miguel ?ngel Aguilar, que es uno de los hombres m¨¢s tertulianos (en el mejor sentido de la palabra) que he conocido, me cont¨® que acud¨ªa cada s¨¢bado a no menos de tres tertulias, una de ellas (¡°de asuntos, no de personas¡±, puntualizaba) liderada por Ferlosio en diversos bares de Madrid, es decir, sin sede fija. Cuando yo asom¨¦ por la capital me llam¨® mucho la atenci¨®n, en primer lugar, lo claros que estaban los ¡°centros gremiales¡±, por as¨ª decirlo. Del gremio teatral, por ejemplo: lonjas de contrataci¨®n eran, adem¨¢s del Gij¨®n y el Teide (donde acab¨® afinc¨¢ndose Gonz¨¢lez Ruano y hoy est¨¢ la Fundaci¨®n Mapfre), la terraza de Montestoril, en la Gran V¨ªa, a la que sol¨ªan acudir empresarios y productores; la cafeter¨ªa Dor¨ªn, en la calle del Pr¨ªncipe, junto a la Comedia, feudo de c¨®micos viej¨ªsimos y c¨®micos muy j¨®venes, ambos a la caza de un bolo o un papelito, y el sagrado templo de Oliver, el club farandulero por antonomasia, que abrieron Marsillach y Jorge Fiestas en Conde de Xiquena, aunque all¨ª sol¨ªan juntarse, como en Bocaccio, actores y escritores casi en igual proporci¨®n. (Los equivalentes barceloneses eran La Luna, el Sot, el Bocaccio originario, y, ya en los ochenta, el Raval).
Vuelvo a lo de antes: yo he encontrado en Madrid una ¡°esencia de tertulia¡± que puede brotar, por encima de las crispaciones, en cualquier lado y en cualquier momento, ese momento maravilloso en el que se pueden juntar alrededor de una mesa o una barra gentes de todo pelaje y echar a volar las cometas del ingenio y el afecto, para intercambiar puntos de vista, ocurrencias, relatos y conocimientos sin pedirle a nadie carnets de identidad o ¨¢rboles geneal¨®gicos.
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