Meditaci¨®n de la llanura
Atravesando esta planicie amarilla y lisa se comprende que Alonso Quijano el Bueno no solo viviera aqu¨ª, sino que enloqueciera mirando estos horizontes
¡°La jaca corre desesperada, impetuosa; las anchurosas piezas se suceden iguales, mon¨®tonas; todo el campo es un llano uniforme, gris, sin un altozano, sin la m¨¢s leve ondulaci¨®n (¡) Por este camino, a trav¨¦s de estos llanos, a estas horas precisamente, caminaba una ma?ana ardorosa de julio el caballero de la triste figura; s¨®lo recorriendo estas llanuras, empap¨¢ndose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo ¨ªntimamente, profundamente esta figura dolorosa ?En qu¨¦ pensaba don Alonso Quijano, el Bueno, cuando iba por estos campos a horcajadas de Rocinante, dejadas las riendas de la mano, ca¨ªda la noble, la pensativa, la enso?adora cabeza sobre el pecho?¡±¡
En mitad de estos campos yermos uno se siente fuera del mundo
En qu¨¦ pensaba Alonso Quijano el Bueno yo no lo s¨¦, pero lo que s¨ª s¨¦ es en lo que pienso yo mientras recorro el mismo camino que ¨¦l hizo y, siguiendo sus pasos, Azor¨ªn siglos despu¨¦s, s¨®lo que en direcci¨®n contraria a la de ellos. De hecho, he dejado ya atr¨¢s Villarta de San Juan, ¡°el pueblo blanco, de un blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules¡± que Azor¨ªn cruz¨® camino de Puerto L¨¢pice, con su impresionante puente de piedra de m¨¢s de 300 metros sobre el r¨ªo Cig¨¹ela, que desaparece debajo de ¨¦l entre tar¨¢is, sauces y carrizos, y su ermita de la Virgen de la Paz, ante la que cada 24 de enero los villartinos tiran 2.000 docenas de cohetes, nada m¨¢s y nada menos, seg¨²n me cont¨® un vecino (Jos¨¦ Antonio Rodr¨ªguez Archidona, un jubilado de una almazara de aceite al que me encontr¨¦ en el puente), y ahora avanzo a campo abierto hacia el levante, hacia el difuso horizonte tras el que ha de estar Cinco Casas, la estaci¨®n del tren de Argamasilla de Alba a la que Azor¨ªn lleg¨®.
El Cinco Casas antiguo tiene un aire de poblado del Oeste
Y en lo que yo voy pensando es en lo mismo que ¨¦ste: que, atravesando esta llanura grandiosa, esta planicie amarilla y lisa como una tabla de planchar, desesperante y aburrida al mismo tiempo, bajo un cielo combado como una cuerda en la que el sol arde en vez de brillar, es como se comprende que Alonso Quijano el Bueno no s¨®lo viviera aqu¨ª, sino que enloqueciera mirando estos horizontes que ¨¦l convertir¨ªa en quimeras y en enso?aciones de su imaginaci¨®n febril. En medio de esta llanura, en mitad de estos campos yermos o cubiertos de cereal y de placas de termoenerg¨ªa (aut¨¦nticos sembrados futuristas delimitados por alambradas de kil¨®metros de longitud), uno se siente fuera del mundo, abandonado a su suerte por sus semejantes, que apenas circulan en coche por la carretera. Hasta Cinco Casas no encontrar¨¦ a uno de verdad.
Cinco Casas, a mitad de camino entre Villarta de San Juan y Argamasilla de Alba, es un pueblo doble, el antiguo, surgido en torno a la estaci¨®n del tren y pr¨¢cticamente deshabitado a lo que parece (salvo un almac¨¦n de vino y un par de casas con macetas, todos los edificios est¨¢n cerrados), y el nuevo, un poblado de colonizaci¨®n creado frente al antiguo hace varias d¨¦cadas para el aprovechamiento agr¨ªcola de los regad¨ªos que proporcion¨® la explotaci¨®n a trav¨¦s de pozos del famoso acu¨ªfero 23 del Guadiana. Tanto uno como otro tienen algo artificial, el Cinco Casas antiguo con su aire de poblado del Oeste, apenas una avenida que arranca enfrente de la estaci¨®n, y el nuevo con su trazado rectangular y anodino t¨ªpico de los de su especie. Solamente, entre los dos, el restaurante de la carretera (El Rinc¨®n de Don Quijote, c¨®mo no), lleno a la hora de comer de trabajadores (sus tractores y sus coches permanecen alineados a la puerta), parece algo m¨¢s real, aunque tampoco como para confiarse. Desde los ventanales del comedor, poniendo fondo al ruido de los cubiertos y a las conversaciones de los comensales, la llanura reverbera sin l¨ªmites hacia el horizonte.
La primera salida de don Quijote
Como es sabido, don Quijote sali¨® tres veces de su aldea y las tres regres¨® a ella. La primera, que fue tambi¨¦n la m¨¢s corta, la hizo solo y dur¨® dos d¨ªas, los que transcurrieron entre su partida un amanecer (¡°una ma?ana, antes del d¨ªa, que era uno de los calurosos del mes de julio¡±, escribe Cervantes) y su regreso a casa al siguiente d¨ªa, convencido por el socarr¨®n ventero que lo arm¨® caballero despu¨¦s de una noche en vela de que necesitaba, para ser un caballero andante de verdad, dinero, camisa blanca, ung¨¹ento para curar las heridas y un escudero. En total, no andar¨ªa m¨¢s de cincuenta kil¨®metros y, si es verdad lo que dicen de que Argamasilla de Alba fue el lugar de La Mancha que tanta tinta ha hecho correr por la indefinici¨®n en que lo dej¨® Cervantes, debi¨® de ser por esta llanura que se extiende alrededor de ¨¦l.
Pero Argamasilla de Alba est¨¢ ya muy cerca. A diez minutos en coche por la misma carretera rectil¨ªnea que me ha tra¨ªdo desde Villarta y que no es otra que el camino que don Quijote hubo de recorrer (suponiendo que, en efecto, Argamasilla de Alba fuese su patria chica, como Azor¨ªn dio tambi¨¦n por cierto) en su primera salida del pueblo en busca de aventuras de verdad. No cuesta mucho imaginarlo entrecerrando un poco los ojos a esta hora en la que el sol los ciega y en la llanura s¨®lo se ve el polvo que levantan las cosechadoras del cereal y algunos tractores y el perfil de alguna alquer¨ªa pintada de a?il y blanco, los dos colores de La Mancha y del cielo en este momento. Con el paso de las horas, las nubes han aumentado convirti¨¦ndolo en un cuadro de Zurbar¨¢n.
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