El ronquido de 'True Detective'
Si cualquiera de ustedes es fan de Arthur Penn, John Frankenheimer, el Polanski de Chinatown o el Robert Benton de Al caer el sol, pueden ahorrarse el visionado de la segunda temporada de True Detective. Es m¨¢s, aunque no hubiera visto ninguna de esas pel¨ªculas y, en cambio, hubiera le¨ªdo alguna de esas novelas de intriga barata escritas por James Patterson o David Baldacci (alguien nombr¨® a James Ellroy, lo que s¨®lo podr¨ªa interpretarse como una broma, de la misma manera que aunque una pel¨ªcula sea coral no mienta uno a Altman en vano) tampoco ser¨ªa necesario que viera la segunda temporada de True Detective.
Ni siquiera es necesario comparar la segunda temporada con la primera. Parad¨®jicamente hemos tenido que leer que no es que esta entrega de True Detective fuera defectuosa, es que la primera no era para tanto, lo que no deja de ser hilarante, como si fueran hermanos siameses cuya dependencia mutua les hace inmunes al an¨¢lisis individual. M¨¢s all¨¢ de aprovechar la flojera de Nic Pizzolatto (creador, guionista y productor de la serie) para atizarle por la maravillosa primera entrega de la serie, esta segunda temporada demuestra que la pareja de baile importa, como importa cada decisi¨®n que se toma en el ¨¢mbito conceptual de una serie que, en principio, promet¨ªa empezar de cero cada temporada. Simplemente por ese motivo deber¨ªamos ser capaces de meternos con Pizzolatto por esta farsa de 2015 sin olvidar lo que nos hizo disfrutar en 2014.
As¨ª pues, hag¨¢moslo. Si la segunda temporada de True Detective fuera la primera y la hubi¨¦ramos encarado sin las expectativas que gener¨® el original, ?qu¨¦ podr¨ªamos decir de ella? Lo primero es que, por supuesto, no es impermeable a ninguna consideraci¨®n y es perfectamente criticable sin necesidad de recurrir a los golpes bajos. ?Funciona True Detective como serie de procedimiento policial? No. ?Eran necesarios cuatro protagonistas? No. ?Tiene tanta chicha la trama como para necesitar un desarrollo tan dilatado? No.
De entrada, Pizzolatto se equivoca al renunciar a un tono formal equilibrado. Su decisi¨®n (consecuencia de la muy publicitada pelea ¡ªperfectamente conocida en los pasillos de HBO mucho antes de que estallara en los medios de comunicaci¨®n¡ª entre el guionista y el director de la primera entrega, Cary Fukunaga) de confiar en directores distintos (hasta cinco), algunos de ellos simplemente vulgares (lo de Justin Lin deber¨ªa estar especificado en el c¨®digo penal) para plasmar su visi¨®n del universo de Los ?ngeles parece m¨¢s una cuesti¨®n de ego que una decisi¨®n ejecutiva.
El propio montaje de la serie es, por momentos, una aut¨¦ntica chapuza, con recursos tan anquilosados que parecen haber viajado en el tiempo desde los ochenta para acabar en la copia final. El gui?o/homenaje a David Lynch, con esos cantantes de bar y atm¨®sfera kitsch y la fotograf¨ªa supuestamente noir de Nigel Bluck, dejan al espectador en una especie de zona de nadie, sin saber muy bien en qu¨¦ g¨¦nero juega la serie. S¨®lo faltaba adornar el conjunto con unos di¨¢logos kafkianos, que son susurro, gru?ido o ch¨¢chara, dependiendo de si salen de la boca de Taylor Kitsch, Colin Farrell o Vince Vaughn. Este ¨²ltimo es uno de los errores de casting m¨¢s clamorosos de los ¨²ltimos a?os, y encargarle al pobre Vaughn que haga de villano trajeado ser¨ªa tanto como pedirle a Lindsay Lohan que interprete a Meryl Streep. Sus di¨¢logos suenan tan impostados como un Shakespeare declamado por un actor de medio pelo y nadie en su sano juicio puede tragarse que el personaje de Vaughn mande en Los ?ngeles: si hay alguien que no mandar¨ªa jam¨¢s en Los ?ngeles criminal, ese es ¨¦l.
La trama, falsamente compleja, se hace bola a medida que avanza, no porque sea dif¨ªcil resolver los acertijos sino porque la narraci¨®n es endemoniadamente morosa. Hay tantos momentos de relleno en True Detective que al final uno siente que hab¨ªa necesidad de tapar huecos y en lugar de ampliar el paisaje imaginario de los protagonistas se opt¨® por los planos a¨¦reos de la ciudad (el efecto hormiguero de la ciudad californiana s¨®lo se ha visto unas 10.000 veces antes) y un mont¨®n de conversaciones inertes que parecen puro onanismo verbal articulado en voz alta.
Los cuatro personajes son el mismo, dibujados con trazo tan grueso que al final uno podr¨ªa intercambiarlos sin problemas: hijos del tormento interior de toda la vida, representaciones pobres de prototipos ya agotados en la televisi¨®n moderna: el polic¨ªa alcoh¨®lico y corrupto en la crisis de la mediana edad (atormentado); el homosexual que no se atreve a reconocer su condici¨®n (atormentado); el g¨¢nster freudiano (atormentado) y la pobre Rachel McAdams, el ¨²nico eslab¨®n fuerte de la serie, que encima se ve empujada a lidiar con un actorazo como David Morse (su personaje de gur¨² es, directamente, risible), al que han vestido de Bruce Lee y obligado a hablar como si lo hubieran lobotomizado y que ¡ªnaturalmente¡ª est¨¢ muy atormentada. Sus problemas son tan burdos (por t¨®picos) y est¨¢n catalizados de una forma tan obvia, que es imposible sentir empat¨ªa por los personajes que se los calzan. Un aut¨¦ntico desastre que empieza en el minuto uno del primer episodio.
Todo lo que se cuenta en True Detective lo hemos visto, o¨ªdo o vivido antes. No hay ni un ¨¢pice de ambici¨®n, solamente un cubo de rubik que acaba siendo un simple avi¨®n de papel por mucho que nos empe?emos. No importa cu¨¢ntas vueltas le demos intentando cuadrar todas las caras: no hay nada que cuadrar. Por supuesto, el misterio es lo de menos cuando el desarrollo es pura somnolencia: uno puede llegar hasta el final por puro masoquismo o por una ¡ªcomprensible¡ª necesidad de justificar las horas perdidas.
Y ahora, si queremos, podemos hablar del original, tan solo para decir una cosa: el gran secreto de True Detective fue la capacidad del equipo de la serie para encajar conceptos tan aparentemente alejados como una trama policial cl¨¢sica (la caza de un asesino en serie) y una suerte de universo metaf¨ªsico. La cantidad de preguntas que gener¨®, la obsesi¨®n referencial (cultivada por los espectadores como si les fuera la vida en ello) y dos protagonistas metidos en una lavadora caliente y viscosa y cuyas conversaciones en el asiento de su coche le llevaban a uno a la contemplaci¨®n de la v¨ªa l¨¢ctea. Era algo distinto, enraizado en elementos conocidos pero lanzado en direcci¨®n contraria. Un bicho raro, revolucionario hasta su aterrizaje (lo ¨²nico discutible, la inevitable pero demasiado convencional captura del asesino) y capaz de hacernos desear la segunda temporada. Y ya se sabe: hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque puede conseguirse.
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