Honestidad de la rabia
Era, en persona tambi¨¦n, y con otros, un hombre solitario, temeroso del ruido medi¨¢tico
Hace un a?o, quiz¨¢, cuando le dieron m¨¢s premios de los que ¨¦l mismo se hubiera imaginado, Rafael Chirbes se estaba quitando de fumar, y recib¨ªa otro premio. Alejado del mundo y del ruido que ¨¦ste produce en los medios acostumbrados a que el escritor sea, sobre todo ahora, un p¨¢jaro medi¨¢tico que va de flor en flor, el autor de Crematorio quer¨ªa quemar, como si se lo fumara, aquel periodo inclemente de su vida, cuando todo el mundo lo celebraba y ¨¦l hubiera elegido, sencillamente, el silencio.
Y al silencio volvi¨®, ignoro si fumando o no, pero s¨ª centrado en s¨ª mismo, concentrado, luchando contra los fantasmas verdaderos que fueron sus elefantes negros, los habitantes perversos y ruines de las s¨¢tiras a las que someti¨® al tiempo que le toc¨® vivir. Este tiempo vivido por Chirbes es, naturalmente, el tiempo espa?ol, que lo convoc¨® a un compromiso intelectual y civil que marc¨® para siempre, para lo dur¨®, su literatura.
Visto desde la perspectiva de hoy, cuando ya la muerte cabrona cierra el par¨¦ntesis y convierte el pasado en una cosa concreta y cerrada, final, Chirbes deja un testimonio que tiene dos partes: la est¨¦tica, pues prolong¨® a autores como Garc¨ªa Hortelano y sus exploraciones sociales en un pa¨ªs ensombrecido por la guerra incivil sin desde?ar la audacia de los inventos literarios; y la ¨¦tica: nunca se dej¨® vencer por los cantos de las sirenas cr¨ªticas, que le afearon en un tiempo triste que hiciera lo que le daba la gana con su compromiso y quisieron tacharlo de la historia de la literatura.
En ese entonces, un noble art¨ªculo de Antonio Mu?oz Molina (En folio y medio, publicado por este peri¨®dico) puso a Chirbes en el destacado lugar al que lo llev¨® su esfuerzo moral por escribir lo que ve¨ªa y lo que sent¨ªa sin romper sus fronteras est¨¦ticas y sin renunciar a sus convicciones ¨¦ticas. Sigui¨® as¨ª, como aquellos personajes de Vicente Soto, machacando en la misma piedra hasta que puliment¨® con textos extraordinarios por los que recibi¨® tantos premios, de los que trataba de curarse igual que se trataba de curar del tabaco.
Era ya, pues, un maestro, alguien a quien los j¨®venes visitaban para encontrarse a un personaje distra¨ªdo, de mirada clara, la boca siempre en estado de estar callada, escuchando sin hablar, escuchando siempre, d¨¢ndole vueltas, aunque no lo tuviera, al cigarrillo cuyo humo ve¨ªa como un abrazo del aire.
Era, en persona tambi¨¦n, y con otros, un hombre solitario, rabiosamente solitario; su honestidad era tambi¨¦n rabiosa, como si, en este caso s¨ª, tuviera claro que la frontera entre ser un buen escritor y ser un individuo en busca del abrazo de los medios hubiera una distancia que ¨¦l nunca quiso cruzar.
Por eso uno se fijaba tanto en ¨¦l cuando recog¨ªa esos premios, como si en alg¨²n momento se fuera a ir corriendo como un caballo salvaje en busca de la madriguera donde reposar sus ojos.
Este momento ha llegado. Gran Chirbes, esos ojos claros sobre la tierra quemada de la Espa?a que dibuj¨® con la precisi¨®n de un pintor asustado por la dureza del vecindario.
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