Las series que marcaron nuestra juventud
Los picapiedra, Heidi, Mazinger Z, Los caballeros del zod¨ªaco, Aquellos maravillosos a?os, Sensaci¨®n de vivir, El pr¨ªncipe de Bel Air, Hora de aventuras... Hay series que nos trasladan instant¨¢neamente a nuestra infancia y juventud con solo mencionarlas. De animaci¨®n y de imagen real. Comedias o dramones tremendos. Buenas o malas.Jot Down recopila en un libro (a la venta en su web y en su red de librer¨ªas) 100 series juveniles imprescindibles, en el que diferentes autores dirigen la mirada a ficciones que han marcado a los j¨®venes de ayer y de hoy.
En Quinta Temporada hemos tomado el testigo de esta propuesta. A continuaci¨®n, los redactores de EL PA?S Javier Salvatierra, Eneko Ruiz Jim¨¦nez, Fernando Morales, Miguel ?ngel Palomo, Manuel Morales, ?lvaro P. Ruiz de Elvira y Natalia Marcos recuerdan algunas de las series que marcaron su infancia y juventud. En los comentarios os invitamos a tirar de nostalgia y compartir vuestros recuerdos de estas u otras series.
Campeones, por Javier Salvatierra
El prodigio no era que dos gemelos con aladares deslizaran kil¨®metros sobre sus dorsales para que sus botas se acoplaran como los m¨®dulos de un cohete espacial (por fuerza uno de ellos deb¨ªa tener las suelas planas, ?c¨®mo lo hac¨ªa para no caerse?) y lograran catapultarse infernalmente a la estratosfera para rematar un bal¨®n. Tampoco era marcarle un gol a un portero del tama?o de un elefante que, adem¨¢s, se mov¨ªa con la agilidad de un jaguar, era capaz de aplastar un Tango como quien sostiene un cigarro y poner un bal¨®n en el pie a un compa?ero a dos provincias de distancia.
El prodigio no era un delantero capaz de chutar contra una ola y atravesarla, que la hubiera hecho dar marcha atr¨¢s de haberlo querido, menudo era Mark Lenders. Tampoco que los dioses antiguos, los de la naturaleza, dirigiesen algunos tiros que r¨ªete t¨² del potenci¨®metro del Fifa 15. Ni siquiera que el larguero sirviese de plataforma de lanzamiento ¡ª?se imaginan a Sergio Ramos esperando un c¨®rner subido al travesa?o? ?o a De Gea sentado en la cruceta para lanzar una estirada gatuna?¡ª. Ni tampoco era que pudiese observarse la curvatura de la tierra a ras de hierba en un estadio de juveniles ¡ªrecuerdo un libro de Sociales que promet¨ªa que, en d¨ªas claros, subido a un acantilado, pod¨ªas comprobar que la Tierra era redonda al ver alejarse un velero, que se iba hundiendo en el horizonte¡ª. El prodigio no era que en Jap¨®n todos los federados tuvieran nombres de Oxford, ni que alguno pudiera chuparse a dos docenas de jugadores rivales en partidos que duraban semanas y que a¨²n quedaran otros tantos con resuello.
El prodigio no era eso, no. El prodigio era que, con todo eso, lo ve¨ªamos, d¨ªa tras d¨ªa, como si nos fuese la vida en ello.
Pokemon, al igual que los Powers Rangers, es una de esas series que nadie que la disfrut¨® de peque?o deber¨ªa volver a verla. Descubrir¨ªamos que es repetitiva, facilona y con personajes que dan verg¨¹enza ajena. Destrozar¨ªa la infancia de los ni?os que crecimos en los 90 y esper¨¢bamos a las ocho de la tarde para comenzar a cantar aquello de "?Es Pokemon! Hazte con todos, s¨ª".
Pero Pokemon era m¨¢s que una serie. Era casi una religi¨®n. Sab¨ªamos todas las canciones, los latiguillos del Team Rocket, los pueblos con nombre de frutas y decir el nombre de los 151 animales de carrerilla, en orden y hasta en rap (que luego pasar¨ªan a ser 250, colgados en un p¨®ster cual tabla de multiplicar en la puerta de mi habitaci¨®n). Tambi¨¦n busc¨¢bamos cualquier momento libre para darle al on de la Game Boy y pegarnos a la pantallita. La imagen de nuestros recreos eran orwellianas: una decena de ni?os sentados en las escaleras pegados al Pokemon (mi maquinita era en color y con Pikachu dibujado). Si alguien no la tra¨ªa, segu¨ªamos las aventuras del otro, y si otro lograba algo incre¨ªble, todos nos peg¨¢bamos a ¨¦l tratando de evitar el reflejo de la pantalla. Compart¨ªamos estrategias y jugadas. Un d¨ªa descubrimos que haciendo una trampa con el cable link ¡ªcon el que nos conect¨¢bamos unos a otros¡ª pod¨ªamos conseguir a Mew, el misterioso Pokemon 151. Ese d¨ªa fue glorioso en el recreo.
Todav¨ªa s¨¦ de memoria el karaoke del Pokerap: ¡°Kabuto, Persian, Parax, Horsea... 150 o m¨¢s quedar¨¢n por ver, maestro Pokemon es lo que yo quiero ser¡±. Tampoco olvidar¨¦ nunca el d¨ªa que mi primo grab¨® su partida en mi cartucho. Nunca se lo perdon¨¦. ?Pokemon solo aceptaba una partida grabada! Ese drama.
PD: Poco despu¨¦s descubr¨ª Digimon. Como serie era mucho m¨¢s completa e interesante, pero nunca lleg¨® a alcanzar el nivel de fe que ten¨ªamos con Ash, Brock y Misty
V, por Manuel Morales
Entre las series que consumimos en nuestra ni?ez y adolescencia los nacidos a comienzos de los setenta recuerdo con especial cari?o V, aquella historia de lagartos disfrazados de humanos que llegan a la Tierra en platillos volantes con aparentes buenas intenciones. La serie es de 1983 (en Espa?a se emiti¨® a partir de febrero de 1985) y se convirti¨® en un acontecimiento. La pon¨ªa TVE los s¨¢bados por la tarde, a las 19.00, y ese d¨ªa solo qued¨¢bamos los amigos del barrio cuando la jefa de los lagartos, la malvada Diana, interpretada por una espectacular Jane Badler, se desped¨ªa hasta la semana siguiente.
La fiebre por V se contagi¨® a revistas, pegatinas, canciones, merchandising... La serie triunf¨® por su trama sencilla y por los entonces impactantes efectos especiales. Unos malvados intentan someten a los humanos, pero unos valientes, la Resistencia, se rebela contra ello. El nombre de la Resistencia era una f¨¢cil alegor¨ªa para identificar a los malos con los nazis. De hecho, los lagartos ten¨ªan un emblema que recordaba a la esv¨¢stica. La Resistencia estaba encabezada por el guaperas de Mike (Mark Singer), un reportero de televisi¨®n que descubre que los extraterrestres lo que quieren en realidad es esclavizar a los humanos y zamp¨¢rselos, y una m¨¦dica, Faye (Julie Grant). Por el camino hubo situaciones que daban bastante asco: un lagarto bueno (que tambi¨¦n los hab¨ªa), Willy, se l¨ªa con una humana. Como es sabido, aquel actor, Robert Englund, fue despu¨¦s el inolvidable Freddy Krueger. Lo que naci¨® de aquella relaci¨®n lagarto-humana fue bastante viscoso. Aunque para recuerdos asquerosos, el de Diana comiendo su alimento favorito, una rata, que deformaba su cuello seg¨²n la iba engullendo. Lagarto, lagarto.
Gal¨¢ctica. Estrella de combate, por ?lvaro P. Ruiz de Elvira
No s¨¦ si hoy en d¨ªa los ni?os sue?an con ir a las estrellas, con sobrepasar la luna e ir m¨¢s all¨¢ de Marte. Y, ?por qu¨¦ no?, llegar a otras galaxias en naves espaciales (hiperchulas, si no, no vale), investigar otros planetas, enfrentarse a razas alien¨ªgenas y sobrevivir a todo tipo de aventuras gal¨¢cticas. A finales de los setenta y principios de los ochenta creo que fuimos muchos los que, totalmente lobotomizados por La guerra de las galaxias, nos devoramos sentados ante la tele (?conviene recordar que por entonces solo exist¨ªa TVE y no hab¨ªa d¨®nde elegir?) aquella odisea espacial llamada Gal¨¢ctica. Estrella de combate (hay que leerlo con ¨ªmpetu y determinaci¨®n, como el doblador en castellano de la ¨¦poca), en la que una nave con los ¨²ltimos humanos vivos buscan un planeta donde asentarse, uno que supuestamente es una leyenda: la Tierra.
Han pasado casi cuatro d¨¦cadas (y por medio una revisi¨®n de la serie hecha tras el cambio de milenio de forma excelente por Ronald D. Moore), pero la luz estelar de aquella primera entrega sigue latente en muchos de nosotros. Ahora llega Star Wars, el despertar de la fuerza, que volver¨¢ a activar la imaginaci¨®n de una nueva generaci¨®n, pero el cine y la televisi¨®n en los ¨²ltimos a?os se lo ha puesto m¨¢s f¨¢cil (no es una queja, es una bendici¨®n) a los ni?os para so?ar, y hay muchas ficciones con naves espaciales hiperchulas y viajes interestelares en alta definici¨®n. Ante tal masificaci¨®n y con nostalgia (eso que tantos detestan), los que vivimos entonces con tanta pasi¨®n Gal¨¢ctica, sonreiremos y cada uno pensaremos que aquella nave, con Apolo y Starbuck, ¡°estaban en la pantalla solo para nosotros¡±.
Hombre rico, hombre pobre, por Fernando Morales
Hasta finales de los a?os setenta, mi vida televisiva, como la de casi todos los preadolescentes de la ¨¦poca ya que solo exist¨ªa Televisi¨®n Espa?ola, estuvo marcada por los inolvidables dibujos de Hanna Barbera y series de animaci¨®n como Heidi, Marco, Mazinger Z o Vicky, el vikingo. Poco a poco me asom¨¦ al mundo de la ficci¨®n, primero con series espa?olas -imborrable el recuerdo de Curro Jim¨¦nez- y m¨¢s tarde con las extranjeras, como Bonanza, La casa de la pradera, Kojak o Kung Fu. Pero fue Hombre rico, hombre pobre, una producci¨®n de la cadena ABC, la que logr¨® que, por primera vez, desease que, al finalizar un cap¨ªtulo, pasara la semana lo m¨¢s r¨¢pido posible para plantarme ante la televisi¨®n y ver otra entrega de aquella apasionante historia. Adem¨¢s, tambi¨¦n por primera vez, la degust¨¦ junto a mis padres, poco proclives a este tipo de series y que se engancharon irremediablemente.
El argumento es bien sabido (la historia de dos hermanos cuyas vidas siguen caminos muy distintos, uno de ellos alcanza con el tiempo el poder y la riqueza y el otro llega al borde de la destrucci¨®n) y sus int¨¦rpretes, Peter Strauss y Nick Nolte, se convirtieron en grandes figuras del panorama televisivo. Pero en mi retina ha quedado grabado un personaje secundario, Falconetti, mi primer MALO con may¨²sculas. No hab¨ªa cap¨ªtulo en el que este querido villano, interpretado por el actor William Smith, no se superara en su maldad. Incluso en algunos de mis sue?os aparec¨ªa ese personaje alto, vestido de negro y con su parche en el ojo persigui¨¦ndome como si yo fuese el protagonista de la serie.
Resumiendo, Hombre rico, hombre pobre no solo logr¨® que los Premios Emmy le concedieran cuatro estatuillas y los Globos de Oro otras cuatro y que se convirtiese en todo un fen¨®meno en las pantallas estadounidenses, se convirti¨® en la pionera de una nueva forma de hacer televisi¨®n.
Pippi calzaslargas, por Natalia Marcos
Si tuviera que escribir de la serie que m¨¢s me marc¨® en mis primeros a?os lo tendr¨ªa clar¨ªsimo: Barrio S¨¦samo. Cuenta mi madre que mientras yo iba a la guarder¨ªa ella me grababa los cap¨ªtulos de Barrio S¨¦samo y por las tardes ve¨ªa las aventuras de Espinete, Don Pimp¨®n, Chema y compa?¨ªa en bucle una y otra vez. Luego vinieron Heidi, La abeja Maya, D'Artacan, Los diminutos, Campeones (no faltaba ni un d¨ªa a la cita con Oliver y Benji)... Un poco m¨¢s adelante, Bola de drag¨®n peg¨® fuerte y los Power Rangers y su espectacular cutrez (vista desde mi mirada adulta de hoy) se hicieron un hueco en mi afici¨®n televisiva.
Yo no era de esas ni?as que quieren ser princesas. Yo quer¨ªa dar la vuelta al mundo con Willy Fog, tener una casa en un ¨¢rbol como Punky Brewster y vivir aventuras de piratas como Pippi Calzaslargas. Por eso esta vez me voy a quedar con la serie que protagonizaba esta ¨²ltima. Una ni?a pelirroja con dos inquietantemente tiesas trenzas que viv¨ªa sola con su caballo con lunares Peque?o t¨ªo, y el mono Se?or Nilsson. Una ni?a con una fuerza que ya quisieran para s¨ª muchos de los protagonistas de H¨¦roes. Y una ni?a que deja alucinados a sus dos nuevos amigos, Tommy y Annika.
Pippi vest¨ªa de forma extravagante, no iba a la escuela y no ten¨ªa problemas financieros porque en un ba¨²l ten¨ªa un mont¨®n de monedas de oro. Claro, su padre era uno de los piratas m¨¢s importantes del momento y, de hecho, varios cap¨ªtulos de la serie contaban sus aventuras con los piratas. Pero, sobre todo, Pippi no ten¨ªa miedo a desafiar a los mayores, a llevarles la contraria y hacer lo que cre¨ªa mejor. El sue?o de cualquier ni?o.
Starsky y Hutch, por Miguel ?ngel Palomo
Un coche color rojo tomate con bandas blancas en los laterales se lanza a toda velocidad por las calles. Dentro van un tipo rubio y otro moreno. En cuanto el veh¨ªculo se detiene, el moreno salta por encima pisoteando el cap¨® sin contemplaciones para darle lo suyo a unos malotes. M¨¢s tarde, el rubio, en plena persecuci¨®n, se lanza de culo contra el techo de otro coche. Y el moreno sube y baja corriendo unas escaleras, golpe¨¢ndose contra las paredes¡ De repente, las letras (por entonces no eran los t¨ªtulos de cr¨¦dito) dicen que la cosa se llama Starsky y Hutch. Y si se tienen 11 a?os en el momento en que uno ve por primera vez semejante cosa en la tele, uno ya sabe que no quiere ver nada m¨¢s. ?Y s¨®lo era el principio (por entonces no era la cabecera) del cap¨ªtulo!
Luego nos fuimos enterando de que Starsky era el moreno y Hutch el rubio. El autom¨®vil era un Ford Torino de 1975 (y en todos los barrios de Madrid hab¨ªa un macarrilla que pintaba en su coche las rayas blancas laterales). Los dos amiguetes eran polic¨ªas y soltaban algunos chistes entre palo y palo a los malos. Y ten¨ªan un confidente con pinta de malo tambi¨¦n, pero que era de los buenos. Y un jefe gru?¨®n, al que no hac¨ªan demasiado caso porque siempre los perdonaba. En Espa?a s¨®lo hab¨ªa dos cadenas de televisi¨®n y aunque la serie era un poco violenta, tus padres te dejaban verla. Porque Starsky y Hutch eran lo suficientemente duros para tu padre y lo suficientemente simp¨¢ticos para tu madre (y Hutch, adem¨¢s, guapo). Los cap¨ªtulos se emitieron en cuatro partes (por entonces no eran temporadas) hasta que, inauditamente, se acabaron un d¨ªa (por entonces, con 11 a?os, uno cre¨ªa que eso duraba toda la vida), lo que supuso una de nuestros primeros topetazos con la realidad televisiva: nada durar¨ªa nunca toda la vida, ni siquiera Los Soprano¡
Entre la ni?ez y la adolescencia, el territorio televisivo, por fuerza, ten¨ªa que estar marcado por Starsky y Hutch. Porque eran t¨ªos geniales, colegas hasta la muerte, porque eran divertidos y estaban del lado de la ley, porque conduc¨ªan de maravilla, porque ligaban y porque no hab¨ªa mat¨®n que se les resistiera. Y lo ve¨ªas en tu casa, en la misma tele donde ve¨ªas los viernes por la noche Un, dos, tres¡, que era lo que a¨²n te anclaba a la infancia, mientras que esta serie te anunciaba que ya empezabas a estar fuera de ella. Cuando uno fue m¨¢s mayor, se enter¨® de que esos maravillosos ratos con Starsky y Hutch eran responsabilidad de la cadena estadounidense ABC. A¨²n m¨¢s mayor, uno se enter¨® de que en 2004 alguien perpetr¨® una pel¨ªcula que tambi¨¦n se llamaba Starsky y Hutch. Por supuesto, uno no fue a verla ?Faltar¨ªa m¨¢s!
Looney Tunes, por Eneko Ruiz Jim¨¦nez
Buster Keaton, Charles Chaplin y Bugs Bunny. El l¨ªder de los Looney Tunes era el verdadero maestro del humor de mi infancia. Era arrogante, seguro de s¨ª mismo, inteligente y a ratos insoportable (El Pato Lucas era mucho m¨¢s humano e imperfecto). Yo quer¨ªa ser como ¨¦l de mayor. Hasta las zanahorias las mordisqueaba con elegancia.
Hac¨ªa slapstick, mon¨®logos y hasta cantaba ¨®pera. Ver los Looney Tunes es una experiencia que no se repetir¨¢ nunca y que ha influido de una manera u otra todo el humor americano. Estaba repleto de grandes personajes, una serie de antih¨¦roes como el Coyote, Piol¨ªn o Pepe Le Pew (que deber¨ªa ser denunciado por abuso sexual) que no ser¨ªan admitidos hoy en televisi¨®n. Genios creativos como Tex Avery o Mel Blanc se atrev¨ªan a hacer ¨®pera para ni?os, a dedicar todo un episodio a un n¨²mero de piano o a saltarse la cuarta pared con s¨¢tiras de Hollywood o hablando directamente con el espectador. Bugs Bunny es la mayor estrella de la meca del cine que jam¨¢s ha existido. ?l lo sab¨ªa y lo llevaba con orgullo.
Mientras caminaba por la calle con mis padres e iba en coche guionizaba en mi mente programas con los personajes de todos los dibujos reunidos, pasando aventuras juntos. Bugs Bunny siempre era el maestro de ceremonias. El m¨¢s listo.
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