El ¨²ltimo de los antiguos
La pintura moderna es en gran parte una refutaci¨®n del perfeccionismo clasicista de Ingres, y m¨¢s a¨²n de sus disc¨ªpulos acad¨¦micos
En el Museo del Prado Ingres es una presencia parad¨®jica. A Ingres la gran pintura espa?ola del siglo XVII, Vel¨¢zquez incluido, no le gustaba nada, porque se desviaba imperdonablemente del ideal establecido por Rafael, que para ¨¦l era el modelo m¨¢ximo de un arte alimentado adem¨¢s por los ejemplos de la Antig¨¹edad. En 1865, cuando todav¨ªa duraba la vida excepcionalmente longeva de Ingres, un viaje de otro gran pintor franc¨¦s al Prado estuvo en el origen de la transformaci¨®n de la pintura que iba a dejar definitivamente atr¨¢s la est¨¦tica del viejo maestro, ya entonces una reliquia de otras ¨¦pocas. ?douard Manet hab¨ªa estudiado la pintura espa?ola en los museos de Par¨ªs, pero fue en Madrid, en el Prado, donde se encontr¨® decisivamente con Vel¨¢zquez, en una contemplaci¨®n asombrada y exaltada que ciment¨® la madurez plena de su maestr¨ªa.
La pintura moderna es en gran parte una refutaci¨®n del perfeccionismo clasicista de Ingres, y m¨¢s a¨²n de sus disc¨ªpulos acad¨¦micos y pompiers que siguieron disfrutando de la preferencia del p¨²blico y de los organizadores de exposiciones oficiales hasta bien entrado el siglo XX, suministrando odaliscas, ninfas, diosas p¨¢lidas y carnales, h¨¦roes enf¨¢ticos de cuadros de historia, v¨ªrgenes y santos de cuadros religiosos con una blandura de estampitas devotas. Pero las cosas siempre son mucho m¨¢s complejas de lo que parece, m¨¢s a¨²n en el universo de las representaciones visuales, tan propicio a las resonancias y a las afinidades insospechadas.
Hacia 1900, para un pintor joven con ambiciones vanguardistas, Ingres pod¨ªa parecer un artista remoto, pura arqueolog¨ªa del inmovilismo acad¨¦mico. Pero cuando Picasso pint¨® Les demoiselles d¡¯Avignon, junto a las esculturas y las m¨¢scaras africanas, tuvo tambi¨¦n muy presentes, incluso con referencias literales, los desnudos femeninos de Ingres en El ba?o turco, la noci¨®n de un espacio ocupado casi enteramente por una acumulaci¨®n de cuerpos en posturas variadas. El retrato de Gertrude Stein, otro ejemplo can¨®nico de las rupturas radicales de la modernidad, recrea la composici¨®n y hasta la postura de uno de los grandes retratos de Ingres, el de Louis-Fran?ois Bertin. Cuando se le agotaron los rigores del cubismo y busc¨® en la inspiraci¨®n cl¨¢sica una manera de salir de ellos, Picasso regres¨® a¨²n m¨¢s abiertamente a Ingres, lo mismo en sus retratos al ¨®leo ¡ªel de Olga con un chal, el de Mujer de blanco¡ª que en sus dibujos imitados de las figuras lineales de las cer¨¢micas griegas y de los artistas neocl¨¢sicos que las reinterpretaban en el siglo XVIII, justo en los a?os en que el Ingres adolescente empezaba a educarse.
Cuando se le agotaron los rigores del cubismo , Picasso regres¨® a¨²n m¨¢s abiertamente a Ingres
(Otra semejanza se me ocurre, que tiene que ver con la formaci¨®n de los dos pintores: Ingres, como Picasso, era hijo de un artista s¨®lido y oscuro de provincias. El dominio insuperable que el uno y el otro tuvieron del dibujo se basaba en los dos casos en una exposici¨®n precoz a las disciplinas artesanales del arte).
Picasso vivi¨® tantos a?os que fue coet¨¢neo en su juventud de C¨¦zanne y Degas y en su vejez de Andy Warhol. La vida de Ingres tambi¨¦n abarca periodos completos de la historia del arte: fue disc¨ªpulo de David y testigo de la Revoluci¨®n Francesa y le dio tiempo a asistir al esc¨¢ndalo provocado en 1865 por la Olympia de Manet. Quiz¨¢s por eso, cuando vemos el cat¨¢logo de sus retratos nos parece estar asistiendo a un desfile de personajes de novelas que van desde las de Jane Austen a las de Flaubert. Ingres aspiraba a la representaci¨®n de una belleza intemporal, la perfecci¨®n definitiva de un bajorrelieve cl¨¢sico o de uno de los grandes frescos de Rafael. Pero las aspiraciones conscientes de un artista rara vez coinciden con la disposici¨®n de su talento, y menos a¨²n con el juicio de la posteridad: lo que a nosotros m¨¢s nos atrae de Ingres, y aquello para lo que estaba m¨¢s dotado, no son esos cuadros que en su ¨¦poca se llamaban ¡°de historia¡± y se consideraban las cimas indiscutibles en la jerarqu¨ªa de la pintura: escenas de la historia antigua o de la mitolog¨ªa cl¨¢sica, en primer lugar, y luego de la Biblia o de los Evangelios.
Los h¨¦roes cl¨¢sicos y los santos y m¨¢rtires de Ingres pueden ser tan poco expresivos como estatuas de yeso, y sus desnudos femeninos mitol¨®gicos y sus odaliscas son de una sensualidad helada, perfectamente impersonal. Pero cuando pinta o dibuja a una persona real que est¨¢ posando ante ¨¦l, a un funcionario de la administraci¨®n napole¨®nica, a un burgu¨¦s henchido de seguridad en s¨ª mismo y buenos alimentos, cuando observa a una mujer, a un ni?o, cuando se detiene golosamente en los pormenores de un vestido o de un sombrero a la moda, entonces la pintura y el dibujo atrapan una presencia humana con una inmediatez, casi con una crudeza, tan reveladoras como las que por entonces estaba descubriendo ya la fotograf¨ªa.
Cuando pinta o dibuja a una persona real la pintura atrapa una presencia humana con una crudeza tan reveladora como una fotograf¨ªa
En los retratos al ¨®leo la mirada de Ingres es m¨¢s incisiva cuando se trata de hombres que de mujeres. La expresi¨®n de las mujeres deja traslucir menos que el lujo de sus vestidos o el de los interiores en los que posan, muchas veces cerca de espejos en los que se repite una figura doble mucho menos detallada. En los hombres se manifiesta f¨ªsicamente la ambici¨®n de los trepadores sociales y de los nuevos se?ores de aquella ¨¦poca de transformaciones portentosas: son contempor¨¢neos de los h¨¦roes sin sosiego de Balzac y Stendhal, mucho m¨¢s que de los burgueses apoltronados o los j¨®venes sin voluntad de Flaubert. El se?or Bertin, magnate y due?o de peri¨®dicos, viejo formidable de altaner¨ªa y de fuerza f¨ªsica, nos mira desde su retrato de 1832 con una fijeza desp¨®tica de ave de presa, el cuello macizo y las manos abiertas sobre las rodillas, como mirar¨ªa a sus subordinados, justo con esa actitud de autoridad cong¨¦nita que reconoci¨® Picasso en Gertrude Stein.
En los dibujos de Ingres no hay diferencia de percepci¨®n entre hombres y mujeres, y los ni?os son presencias tan individuales y completas como los adultos. Esas mujeres tienen las miradas y las expresiones perspicaces de las hero¨ªnas de Jane Austen, intimidades tan hondas y tan hechas de veladuras como la Eug¨¦nie Grandet de Balzac o la Emma Bovary de Flaubert. El dibujo adquiere sombreado y volumen para definir las redondeces de una cara o unas manos y se hace flexible y lineal en los pormenores del vestuario, preciso y a la vez esquem¨¢tico, r¨¢pido y sinuoso, anticipando la maestr¨ªa con el l¨¢piz y la tinta que tendr¨ªan mucho tiempo despu¨¦s dibujantes tan atentos al ejemplo de Ingres como Picasso y David Hockney.
Igual que tantos artistas enfermos de insatisfacci¨®n, Ingres no valoraba en su justa medida aquello para lo que ten¨ªa m¨¢s talento. Se resignaba a hacer retratos por el prestigio social y el dinero que le procuraban, y se sent¨ªa afrentado cada vez que alguien elogiaba sus dibujos con m¨¢s vehemencia que sus pinturas acabadas. Qu¨¦ miop¨ªa o qu¨¦ maleficio le impide tantas veces a un artista darse cuenta de lo mejor que hay en ¨¦l, lo fuerza amargamente a buscar y esperar lo que en el fondo no es suyo, a no intuir siquiera lo que perdurar¨¢ de su trabajo.
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