Los dibujantes en la gruta
Un episodio casi secreto y memorable de la historia del arte en Espa?a puede verse ahora mismo, durante unos meses, en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid
Un episodio casi secreto y memorable de la historia del arte en Espa?a puede verse ahora mismo, durante unos meses, en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Entre 1912 y 1936, exploradores y dibujantes recorrieron una gran parte de los lugares en los que se encontraban los yacimientos de pinturas prehist¨®ricas en nuestro pa¨ªs, enviados por una Comisi¨®n de Investigaciones Paleontol¨®gicas y Prehist¨®ricas que se parece, por su t¨ªtulo, a esas sociedades cient¨ªficas que en las novelas de Julio Verne patrocinaban viajes de investigaci¨®n a los parajes m¨¢s apartados del mundo, los territorios de los que no exist¨ªan mapas, las grutas que pod¨ªan conducir al centro de la Tierra, incluso a la Luna.
En un pa¨ªs tan dif¨ªcil para la ciencia y tan hostil al conocimiento, la existencia de una comisi¨®n as¨ª es un atisbo de otra Espa?a posible que no ten¨ªa obligatoriamente que haberse malogrado. Durante esas d¨¦cadas atormentadas del siglo, entre la Primera Guerra Mundial y la guerra espa?ola, los exploradores y los sabios perseverantes organizaban con gran escasez de medios sus visitas a cuevas o abrigos rocosos que en muchos casos eran de acceso muy dif¨ªcil, y durante semanas o meses enteros se dedicaban a un trabajo que sin duda les dar¨ªa hondas satisfacciones est¨¦ticas, pero muy poco beneficio y ninguna gloria.
Viajaban por el Levante o por el sur de Espa?a casi siempre, pero en las fotos parecen equipados para enfrentarse a distancias m¨¢s novelescas, con sus chaquetas, botas, polainas de escaladores, con sus caravanas de mulos cargados de v¨ªveres, c¨¢maras y material fotogr¨¢fico, aparatos cient¨ªficos. Impresionan las fotos de esos exploradores atezados y barbudos, pero m¨¢s a¨²n muchos de los objetos e instrumentos mismos que llevaban con ellos, tambi¨¦n expuestos con gran rigor entre testimonial y po¨¦tico en el museo. Grandes trastornos hist¨®ricos mezclados con una antigua tradici¨®n de desidia han impedido que en Espa?a se preserven muchos de esos objetos con los que puede restituirse la vida cotidiana del pasado.
En el Museo de Ciencias Naturales, por una especie de milagro menor, se muestran ahora, adem¨¢s de un n¨²mero considerable de calcos y dibujos, cajas de l¨¢pices, cuadernos de trabajo, mochilas, cantimploras, latas de conservas, lupas, ¨¢lbumes, binoculares, sombreros, hasta una pipa extremadamente novelesca, una pipa que imaginamos en una cara atezada y barbuda, la de un dibujante que se olvida de ella mientras calca en papel transl¨²cido o dibuja a mano alzada una silueta de cazador que alguien traz¨® con soltura infalible hace 10.000 o 15.000 a?os sobre una pared lisa.
En el Museo de Ciencias Naturales, por una especie de milagro menor, se muestran ahora un n¨²mero considerable de calcos y dibujos
Cada dibujo es algo m¨¢s que una copia: es un acto de conocimiento, una experiencia soberana, lograda con mucha paciencia, con un entrenamiento que es tambi¨¦n una entrega y una inmersi¨®n en los procesos creativos de inteligencias remotas pero id¨¦nticas a las nuestras. Con mucha frecuencia era muy dif¨ªcil o del todo imposible captar con las fotograf¨ªas formas visibles que el ¨¢ngulo de la luz solar dejaba borrosas, o que se perd¨ªan en la superficie irregular de la roca, o a las que simplemente no pod¨ªa llegar una de las c¨¢maras aparatosas de entonces. En el arte prehist¨®rico, las fotograf¨ªas solas muchas veces no muestran nada, y la mirada necesita una forma particular y extrema de atenci¨®n que depende de la gu¨ªa de especialistas muy entrenados. Miras una pared o un fragmento de hueso y no ves nada, a lo sumo una mara?a de incisiones: pero de pronto, con la ayuda de un dedo ¨ªndice o de un puntero luminoso, el cerebro reconoce la silueta de un reno que alza el cuello berreando, o la de un cazador o un cham¨¢n o una figura posiblemente de mujer que recoge miel de un panal rodeada de puntos casuales que resultan ser una nube de abejas.
Ahora vemos estos dibujos, estas formas entre figurativas y abstractas, con la ventaja de todo un siglo de arte moderno: ese espacio plano y sin perspectiva de las grandes hojas de papel como biombos japoneses es el de una parte de la pintura del siglo XX; esas figuras caligr¨¢ficas, esos signos que parecen manos o estrellas o discos solares los hemos visto en los cuadros de Paul Klee, de Joan Mir¨® o de Max Ernst, en los garabatos a tinta de Henri Michaux, en las crudas representaciones humanas de Jean Dubuffet y de los grafitis callejeros que fotografiaba Brassa?. La modernidad nos ha educado parad¨®jicamente en el aprecio de lo llamado primitivo. Hemos aprendido la radical originalidad pl¨¢stica del arte aborigen australiano. Vemos a estos cazadores con sus arcos y flechas, con sus figuras m¨®viles que son caligraf¨ªas exactas, y nos acordamos del dibujo a tinta japon¨¦s y de las representaciones de cacer¨ªas y batallas de los indios de las grandes praderas.
Ahora vemos estos dibujos rupestres, estas formas entre figurativas y abstractas, con la ventaja de todo un siglo de arte moderno
Pero no era ¨¦sta la mirada de aquellos dibujantes que copiaban con tanto respeto y talento hace un siglo el arte prehist¨®rico, despu¨¦s de viajar agotadoramente a lomos de mulos por serran¨ªas sin caminos, de acampar con sus tiendas de lona y sus l¨¢mparas de queroseno, como en los grabados de las novelas de Julio Verne. Conocemos los nombres de dos de ellos, los m¨¢s eminentes, y probablemente los que dedicaron un esfuerzo m¨¢s sostenido a aquella labor abrumadora: Juan Cabr¨¦ Aguil¨®, Francisco Ben¨ªtez Mellado. Cabr¨¦ Aguil¨®, formado como arque¨®logo y como pintor en la Academia de San Fernando, descubri¨® cuevas importantes y se mantuvo al servicio de la Comisi¨®n hasta el principio de la Guerra Civil; Ben¨ªtez Mellado fue disc¨ªpulo de Sorolla y amigo de Julio Romero de Torres.
Entre los dos crearon una obra que no es menos admirable por el hecho banal de que no haya sitio para ella en las jerarqu¨ªas est¨¦ticas habituales. Formados en la disciplina acad¨¦mica, se vieron enfrentados a un mundo visual para el que en ese momento apenas hab¨ªa referencias. Observando, calcando, imitando aquellas formas con una fidelidad tan absoluta como necesariamente creativa, Cabr¨¦ Aguil¨® y Ben¨ªtez Mellado se asomaban a la experiencia m¨¢s antigua de la representaci¨®n del mundo, de los animales y los seres humanos y las criaturas entre humanas y animales, entre reales y fant¨¢sticas, que constituir¨ªan el material de los mitos. Cada dibujo que hac¨ªan era la interrogaci¨®n de un enigma, un tanteo hacia el pasado que tambi¨¦n conten¨ªa una intuici¨®n del porvenir. En la disciplina escrupulosa con la que trabajaban hab¨ªa una modestia artesanal y probablemente un s¨®lido orgullo de gran arte consumado. Su gloria, como la de un traductor, se confunde con la invisibilidad, porque cuando vemos ahora los anchos paneles de papel transitados por veloces figuras de arqueros o de animales en fuga no nos cuesta nada imaginar que en realidad estamos viendo las obras originales.
Por culpa de la guerra, de la falta de medios, de las usuales penurias espa?olas, ese legado ha permanecido casi tan oculto como si se hubiera quedado en el interior de una cueva sellada por un derrumbe. Con extrema delicadeza, aprovechando al m¨¢ximo un presupuesto que ha debido de ser exiguo ¡ªni siquiera hay todav¨ªa un cat¨¢logo¡ª, el Museo de Ciencias Naturales ha organizado una exposici¨®n que lo atrae a uno y lo envuelve como en un viaje en el tiempo, un viaje al ayer de hace un siglo y al de hace m¨¢s de diez mil a?os.
Arte y naturaleza en la prehistoria. La colecci¨®n de calcos del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Calle de Jos¨¦ Guti¨¦rrez Abascal, 2. Madrid. Hasta el 19 de mayo.
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