Notas de Oporto
En Portugal, como en otros pa¨ªses civilizados de Europa, la relaci¨®n entre el pasado y el presente es menos abrupta que en Espa?a
Al d¨ªa siguiente de llegar a Oporto ya parece que uno lleva m¨¢s tiempo en la ciudad. Sales del hotel en la ma?ana de llovizna y bajas la calle de Ceuta hasta la esquina del caf¨¦ Guarany, y cuando eliges para desayunar una mesa junto a la cristalera que da a la avenida de los Aliados es como si estuvieras cumpliendo una querida costumbre, aunque ¨¦sta sea solo la segunda vez. El caf¨¦ Guarany se inaugur¨® a principios de los a?os treinta y hace algo m¨¢s de una d¨¦cada fue restaurado.
En Portugal, como en otros pa¨ªses civilizados de Europa, la relaci¨®n entre el pasado y el presente es menos abrupta que en Espa?a. En Espa?a, la mezcla de una codicia analfabeta y de una insensibilidad casi absoluta hacia el entorno, lo mismo el de la naturaleza que el de las arquitecturas y el de los objetos cotidianos, nos ha dejado en una especie de amnesia visual, una t¨¢bula rasa en la que monumentos intocables sobreviven rodeados de construcciones b¨¢rbaras, en espacios urbanos en los que m¨¢s all¨¢ de un centro congestionado de tr¨¢fico prolifera un crecimiento sin armon¨ªa ni orden, una tierra bald¨ªa para la especulaci¨®n, las rotondas y los centros comerciales.
No me gustan las ciudades decorativas, parques tem¨¢ticos deshabitados de vecinos y ocupados por turistas y tiendas de souvenirs folcl¨®ricos fabricados en China. Y me parece da?ina la obsesi¨®n por preservar incondicionalmente y volver imposible la construcci¨®n moderna en los centros hist¨®ricos. Pero uno de los mayores atractivos de ciudades como ?msterdam y Copenhague es la manera en que integran la modernidad de la arquitectura y el dise?o en un tejido urbano en el que est¨¢ presente sin arqueolog¨ªa ni abandono una secuencia temporal que abarca varios siglos, en un di¨¢logo f¨¦rtil no solo entre el ahora y los diversos ayeres sucesivos, sino tambi¨¦n entre las obras humanas y la presencia de la naturaleza, el mar y los r¨ªos, el clima y los bosques, por no hablar de algo que es uno de los mayores fracasos de nuestras ciudades espa?olas, su tr¨¢nsito hacia la periferia y el campo.
La plaza Carlos Alberto es una de las m¨¢s naturalmente armoniosas y menos solemnes que yo he visto en mi vida
Pero igual de grave es la desaparici¨®n del mobiliario p¨²blico, de empedrados y baldosas de aceras, de interiores de comercios y de caf¨¦s. Y de nuevo no es una cuesti¨®n de nostalgia decadente: en Francia, en Italia, en Escandinavia, en algunas de las ciudades de mayor vitalidad econ¨®mica y tecnol¨®gica, el impulso de lo nuevo convive con la preservaci¨®n de lo mejor de un ecosistema urbano modelado por los siglos, valioso todav¨ªa no por su antig¨¹edad, sino por su duradera eficacia.
Que una ciudad tenga buenos caf¨¦s ser¨ªa un motivo razonable para exiliarse a ella. En el caf¨¦ Guarany de Oporto se restauraron cuidadosamente los veladores de m¨¢rmol, las sillas, el embaldosado, las l¨¢mparas, los espejos. Se ha preservado el bello bajorrelieve art d¨¦co que dise?¨® en 1933 el arquitecto Rog¨¦rio Azevedo y el letrero de ne¨®n de la entrada. La m¨¢xima novedad son unos murales muy notables de la pintora Gra?a Moraes, con figuras y objetos de la vida ind¨ªgena en la Amazon¨ªa. Por la noche el caf¨¦ est¨¢ lleno de un p¨²blico que viene a cenar y a escuchar las actuaciones musicales. Por la ma?ana es un oasis de sosiego. Camareros uniformados y atentos sirven con una agilidad silenciosa. Hay quien trabaja o consulta cosas pensativamente en un port¨¢til y quien lee un peri¨®dico en papel mientras desayuna.
De manera natural, uno adopta un volumen de voz portugu¨¦s. Mirar simplemente por la ventana mientras se toma uno un caf¨¦ y un cruas¨¢n es un acto tranquilo de felicidad. La avenida de los Aliados es ancha y en cuesta, como la de la Liberdade en Lisboa, pero mucho m¨¢s corta. En ella hay algunas de esas estatuas de belleza sin ¨¦nfasis de Portugal: una muchacha desnuda con la silueta esbelta y una melena corta de los a?os veinte; un rey a caballo que lleva en la mano extendida no un sable ni un cetro, sino un proyecto de constituci¨®n. En una plaza peque?a, por los barrios altos, hay un busto de bronce de un caballero de morri¨®n b¨¦lico y feroces bigotes: pero resulta ser no un general, sino un bombero que gan¨® un campeonato internacional de su oficio en 1905.
La librer¨ªa Lello se ha convertido en destino de un turismo masivo desde que apareci¨® en las pel¨ªculas de Harry Potter
En Oporto, el aficionado a los placeres errantes de la ciudad descubre una de las plazas m¨¢s naturalmente armoniosas y menos declamatorias o solemnes que yo he visto en mi vida: es la plaza Carlos Alberto, con edificios comunes de alturas desiguales, con una forma m¨¢s o menos triangular y un parque modesto en el centro, con tiendas y peque?os bares y casas de comidas que sacan mesas a la acera en los d¨ªas de sol. Es una plaza despejada, pero tambi¨¦n acogedora, muy terrenal y vecinal y muy abierta a un gran cielo de gaviotas. En un lateral hay un almac¨¦n de tejidos de una arrebatadora arquitectura racionalista de hacia 1940; en medio de los jardines centrales, un monumento a los ca¨ªdos portugueses en la I?Guerra Mundial. Me gusta m¨¢s todav¨ªa que el de Lisboa. Es un soldado, delante de un monolito, sobre un pedestal de poca altura, con botas y polainas, con el casco apaisado de la infanter¨ªa brit¨¢nica, firme pero no marcial, las dos manos apoyadas en un fusil que tiene m¨¢s de apoyo para la fatiga que de arma ofensiva, con un aire abstra¨ªdo de calma y casi de pesadumbre, un superviviente vencido por recuerdos amargos o uno de esos soldados muertos y fantasmas que hablan en primera persona en los poemas de Siegfried Sassoon o de Wilfred Owen.
No lejos de all¨ª se puede asistir a una virulenta confrontaci¨®n entre lo mejor del pasado y lo peor del presente. La librer¨ªa Lello, dise?ada en 1906, con un interior asombroso de maderas talladas en un neog¨®tico Tudor, no se parece a ninguna otra que yo haya visitado. M¨¢s que una librer¨ªa, recuerda la biblioteca de una universidad muy antigua en un pa¨ªs muy civilizado. En ella puede sentirse la intemporalidad de las voces de los libros, pero tambi¨¦n la de la presencia de las generaciones de lectores. Porque aparece en las pel¨ªculas de Harry Potter, se ha convertido en punto de destino de un turismo iletrado y masivo, que llega a cada momento desde cualquier parte del mundo. Los due?os han tenido que instalar un quiosco de venta de entradas, delante del cual hay siempre una cola de turistas que ya distraen la espera haci¨¦ndose fotos, con o sin el pertinente brazo extensible. La entrada cuesta tres euros, que se le devuelven al que compra un libro. Pero en el interior que fue tan espacioso ya no hay sitio ni calma para mirar ning¨²n libro, ni para hacer otra cosa que no sea abrirse paso entre una masa de gente que toma fotos de s¨ª misma. Parejas, familias enteras, api?adas excursiones asi¨¢ticas, ni?os narcotizados por pantallas diminutas, un espesor de cuerpos en un vag¨®n de metro a hora punta, un chasquido de c¨¢maras digitales y tonos de tel¨¦fono. Desde una de las estanter¨ªas, un busto de E?a de Queiroz contempla el circo detr¨¢s de su mon¨®culo.
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