Contemplaci¨®n de las im¨¢genes
El ¡®Triunfo del amor¡¯ tiene una carnalidad t¨¢ctil que antes de Caravaggio no hab¨ªa logrado y ni siquiera intentado nadie
Estaba en Berl¨ªn en un viaje atareado y muy corto y me encontr¨¦ a media tarde con dos horas libres. Me dio la tentaci¨®n de ir a ver el Triunfo del amor, de Caravaggio, que est¨¢ en un museo de la ciudad, la Gem?ldegalerie. Tom¨¦ un taxi y procur¨¦ no impacientarme midiendo los minutos r¨¢pidos que ¨ªbamos perdiendo en el tr¨¢fico. Acercarse por primera vez a un cuadro que uno ha estudiado mucho pero no ha visto nunca es una emoci¨®n llena de intriga. La proximidad y la b¨²squeda ya forman parte del hallazgo, le agregan la tensi¨®n de lo muy esperado, de lo aplazado. Mi primera sorpresa fue la quietud que reinaba en el museo. Los visitantes eran numerosos, pero no demasiados. En el vest¨ªbulo no hab¨ªa ese alboroto entre de cafeter¨ªa y centro comercial que lo asalta a uno nada m¨¢s entrar a un museo americano. Al fondo de algunas salas hab¨ªa ventanales que daban a un jard¨ªn boscoso.
Cuando llegu¨¦ a la sala donde seg¨²n mi plano estaba el caravaggio, el sosiego del lugar ya me hab¨ªa apaciguado. Cruc¨¦ un umbral y lo reconoc¨ª, al fondo, junto al marco de una puerta, contra un fondo que recuerdo rojizo, el ni?o adolescente con cara de provocaci¨®n y de guasa, con una franca desnudez no edulcorada de idealismo cl¨¢sico, el dios pagano con un descaro de ragazzo di vita, con una carnalidad t¨¢ctil que antes de Caravaggio no hab¨ªa logrado y ni siquiera intentado nadie. Lo que desconcierta de Caravaggio es que reduce al m¨ªnimo la separaci¨®n entre el personaje y el espectador. Me acord¨¦ de que el cardenal romano que compr¨® la pintura la reservaba para el final del recorrido que hac¨ªan los visitantes por su colecci¨®n, y que la ten¨ªa tapada por un lienzo verde. Al descorrerlo el efecto era mucho mayor.
Porque el tiempo que ten¨ªa era muy limitado procuraba aprovechar cada momento de observaci¨®n, y era m¨¢s consciente de algo en lo que no se suele reparar demasiado: la pintura existe en el espacio, pero sucede en el tiempo; el tiempo interior y concentrado de la representaci¨®n y del proceso pict¨®rico y el tiempo sucesivo de la mirada que la examina, del espectador que permanece inm¨®vil o se acerca o se aleja unos pasos de ella, que va advirtiendo cada vez m¨¢s detalles, y que al ser consciente de ellos modifica la primera impresi¨®n. Contemplar un cuadro no es quedarse pasivamente ante ¨¦l, sino ejercer una actividad intelectual y sensorial de primer orden, tan profunda y tan rica como la del lector que al recorrer los signos impresos sobre el papel o la pantalla lleva a cabo complejas operaciones neuronales que duran milisegundos, y que despiertan en su imaginaci¨®n voces, presencias, mundos enteros.
Cuando yo estudiaba Historia del Arte, las explicaciones, casi todas marxistas o estructuralistas o psicoanalistas, eran tan petulantes que arrinconaban por completo a la obra
Pero ya ten¨ªa que irme. Hab¨ªa hecho el esfuerzo de no mirar ning¨²n otro cuadro para que no se me fatigara la mirada y ahora se me acababa el tiempo. Igual que lo hab¨ªa ido viendo de lejos mientras me acercaba, ahora le daba la espalda pero volv¨ªa a mirarlo desde la entrada de la sala. Entre los miles de reproducciones fotogr¨¢ficas que existen de ese cuadro, las que est¨¢n en el papel lujoso de los cat¨¢logos, o en las im¨¢genes instant¨¢neas de Internet, el Triunfo del amor que pint¨® Caravaggio solo existe en esa sala de un museo silencioso de Berl¨ªn; solo existi¨® para m¨ª durante el par¨¦ntesis de quietud entre un viaje en taxi y otro de vuelta hacia el hotel donde ten¨ªa una cita.
En un libro tan singular por la originalidad de la mirada como por la limpieza del estilo, Entre miradas, Germ¨¢n Huici habla de Caravaggio y de ese minuto que dura como m¨¢ximo la contemplaci¨®n de sus tres cuadros sobre la historia de san Mateo en la capilla Contarelli, a un lado del altar mayor de la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma. Hay una especie de cepillo eclesi¨¢stico tecnificado en el que se deposita un euro, y a continuaci¨®n queda iluminada la capilla, una claridad muy fuerte que contrasta con la penumbra algo acu¨¢tica en la que parecen sumergidos frescos barrocos y los decorados de escayola dorada. El centro de Roma est¨¢ anegado de turistas, pero Huici anota no sin gratitud que en muchas de las iglesias donde se guardan pinturas valiosas no suele haber casi nadie. Se desliza el euro por la ranura y la maquinita hace un ruido de tax¨ªmetro antiguo. La brevedad del tiempo asignado nos incita a perseverar en la contemplaci¨®n. Y tambi¨¦n el hecho de que hemos tenido que buscar esta iglesia en el laberinto de Roma, y asegurarnos de que llegamos a ella en las horas caprichosas en que permanece abierta, y avanzar por la nave sombr¨ªa hasta este lugar preciso, esta capilla que tiene algo de la hondura de una cueva prehist¨®rica al fondo de la cual se encuentran pinturas sagradas.
Hace falta algo m¨¢s que tiempo y sosiego para apreciar las im¨¢genes de la pintura: tambi¨¦n es necesario el respeto
¡°La obsesi¨®n exhibicionista de nuestra ¨¦poca elimina el goce de la mirada sometida a limitaciones¡±, escribe Huici. Su libro es una vindicaci¨®n de la pintura, justo en una ¨¦poca en la que parece haberse vuelto irrelevante, al menos para los legisladores de las modas est¨¦ticas. La multiplicaci¨®n exponencial de las im¨¢genes industriales, su omnipresencia, su facilidad, su rapidez, nos han anestesiado contra los placeres demorados de un arte que exige lo m¨¢s raro y lo m¨¢s anacr¨®nico de nuestro mundo presente, la contemplaci¨®n y la lentitud. ¡°Una imagen a menudo requiere mucho tiempo para desvelar todo su potencial expresivo, est¨¦tico y narrativo (¡) Algunos cuadros se mueven si les dedicamos el suficiente tiempo¡±, dice Huici, con toda la raz¨®n.
Pero hace falta algo m¨¢s que tiempo y sosiego para apreciar las im¨¢genes de la pintura: tambi¨¦n es necesario el respeto, una cierta cautela hacia ellas, la cortes¨ªa o la humildad de no querer agotarlas con explicaciones inmediatas, hacerlas a un lado para instalar en su lugar, en vez de su silencio, la palabrer¨ªa de las interpretaciones. Igual que no toleramos dilaciones en la accesibilidad a las im¨¢genes, incluso al precio de trivializarlas, tambi¨¦n nos impacienta que permanezcan zonas oscuras en ella, resquicios de hermetismo o de ambig¨¹edad.
Cuando yo estudiaba Historia del Arte, las explicaciones, casi todas marxistas o estructuralistas o psicoanalistas, eran tan petulantes que arrinconaban por completo a la obra misma que parasitaban. Detenerse a mirar un cuadro con los ojos abiertos era una antigualla, un residuo de formalismo burgu¨¦s. Lo que hace con un conocimiento certero y flexible Germ¨¢n Huici es recobrar el gusto y el misterio de las im¨¢genes de la pintura, en una serie de itinerarios que abarcan desde la cueva de Chauvet hasta los v¨ªdeos de Bill Viola, con liviandad de ensayista, con la hondura de quien conoce muy bien la materia de la que habla. No hay reivindicaci¨®n valiosa del arte que no sea tambi¨¦n una vindicaci¨®n del mundo real: ¡°Es lo tangible lo que salva nuestras vidas¡±, escribe Huici, con un saludable desapego hacia las abstracciones. Y quiz¨¢s lo m¨¢s seductor de las im¨¢genes es que combinan la materialidad y el misterio: ¡°Las im¨¢genes han de ser misteriosas. Es importante no romper ese suspenso, ese suspense¡±.
Entre miradas. Germ¨¢n Huici. Elba. Barcelona, 2013. 108 p¨¢ginas. 12,50 euros.
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