Afrancesados
La cultura se ha vuelto anglosajona. Pero a uno le gusta ser afrancesado, por ejemplo, en la defensa de la igualdad civil o el laicismo
La palabra ¡°afrancesado¡± no tiene equivalente en franc¨¦s. El afrancesamiento ha sido una afici¨®n o una aspiraci¨®n espa?ola de siglos, cultural y tambi¨¦n pol¨ªtica, no siempre conectada con alguna realidad francesa, sino m¨¢s bien con un sue?o, un ideal que era el negativo exacto de muchas de las cosas que lament¨¢bamos aqu¨ª. El afrancesamiento naci¨® en el siglo XVIII como una querencia por la Ilustraci¨®n, y dur¨® quiz¨¢s hasta los a?os setenta del siglo pasado, ya irreconocible, convertido en moda de radicalismo prochino o de impenetrable jerga filos¨®fica. Me acuerdo de un conocido de entonces abriendo su maleta despu¨¦s de un verano en Par¨ªs, como si abriera el cofre de un tesoro: folletos mao¨ªstas, especulaciones de grandes cerebros sobre la Gran Revoluci¨®n Cultural Proletaria, etc¨¦tera; tambi¨¦n una revista de resplandecientes mujeres desnudas que se llamaba Lui. Para entonces, la transparencia magn¨ªfica y la agudeza irreverente de la lengua francesa que vivific¨® a nuestros ilustrados se hab¨ªan desfigurado en palabrer¨ªa abstrusa que no significaba nada y que era recibida como los dict¨¢menes de un or¨¢culo m¨¢s sagrado a¨²n por ser inaccesible. Los pisos alquilados de estudiantes de izquierdas con aspiraciones intelectuales ol¨ªan a aceite de girasol y a humo de tabaco negro, y contaban con estanter¨ªas hechas de tablas y ladrillos en los que no faltaban nunca las traducciones del franc¨¦s publicadas por Siglo XXI: Althusser, Nicos Poulantzas, Deleuze.
Quiz¨¢ mi generaci¨®n fue la primera que se desentendi¨® en mucho tiempo de la hegemon¨ªa cultural francesa
Me compr¨¦ un libro de Deleuze porque trataba de Proust y no entend¨ª ni una sola palabra. Compr¨¦ otro de pavoroso espesor de Poulantzas y se lo cambi¨¦ r¨¢pidamente y con algo de remordimiento a un amigo por un volumen de cuentos de Kafka. De aquellas abstracciones filos¨®ficas que adornaban una apolog¨ªa permanente del totalitarismo a m¨ª no me salv¨® una lucidez que no ten¨ªa. Lo que me salv¨® fue la pereza, la pura desgana de esforzarme en descifrar conceptos oscuros que se correspond¨ªan tan poco con cualquier hecho de la realidad como las especulaciones teol¨®gicas del siglo IV sobre la naturaleza humana o divina de Cristo o el enigma del Esp¨ªritu Santo.
Quiz¨¢ mi generaci¨®n fue la primera que se desentendi¨® en mucho tiempo de la hegemon¨ªa cultural francesa. Por culpa de Julio Cort¨¢zar, o gracias a ¨¦l, hab¨ªamos imaginado Par¨ªs como un escenario de bohemia intelectual y existencial m¨¢s que de compromiso pol¨ªtico. Hab¨ªa que ir por Par¨ªs con un cigarro en la boca y con las solapas del chaquet¨®n subidas buscando a la c¨¦lebre Maga ¡ªel nombre ya se las tra¨ªa¡ª, y que discutir sobre jazz con pedanter¨ªa y erudici¨®n sentados en el suelo, junto al tocadiscos. Botellas vac¨ªas de vino con velas encendidas eran elementos de decoraci¨®n opcionales.
M¨¢s tentadoras que la Maga de Cort¨¢zar me resultaban las mujeres espigadas y flexibles de las pel¨ªculas de la nouvelle vague
M¨¢s tentadoras que la Maga me resultaban las mujeres espigadas y flexibles de las pel¨ªculas de la nouvelle vague que irrump¨ªan de vez en cuando, sin aviso ni justificaci¨®n, en los cines rancios de ?beda. No creo que nadie haya retratado nunca el amor masculino por las mujeres con m¨¢s delicadeza que Fran?ois Truffaut. Las inquietudes er¨®ticas formaban parte de un vago impulso de emancipaci¨®n pol¨ªtica, de rechazo instintivo de la beater¨ªa eclesi¨¢stica y franquista. Ech¨¢bamos una moneda en la m¨¢quina de discos del bar y escuch¨¢bamos a Serge Gainsbourg y a Jane Birkin susurrando Je t¡¯aime, moi non plus. A pesar de nuestro franc¨¦s obligatorio, no entend¨ªamos pr¨¢cticamente nada. Para mayor sobresalto er¨®tico, yo hab¨ªa le¨ªdo y rele¨ªa una novela de Jes¨²s Torbado que se titulaba Las corrupciones. Trataba de un seminarista de provincias que abandona los h¨¢bitos para lanzarse a una vida de aventuras en autoestop por las carreteras y las capitales de Europa. En los muelles del Sena bebe vino tinto y escucha m¨²sica de guitarras entre cuadrillas de hippies y se acuesta con todo tipo de liberadas extranjeras.
Pero nuestra cultura estaba dejando de ser francesa. En los institutos se ense?aba casi exclusivamente franc¨¦s, pero el ingl¨¦s era la lengua de las canciones que nos exaltaban. El franc¨¦s era disciplinario y escolar como el lat¨ªn. La m¨²sica de la libertad estaba cantada en ingl¨¦s. Escuch¨¢bamos las canciones queriendo seguir las letras impresas en las fundas de los elep¨¦s. Con la ayuda de un diccionario, las intent¨¢bamos rudimentariamente traducir palabra por palabra. No nos hac¨ªa falta entender casi nada para celebrar como himnos las canciones que llegaban no desde el otro lado de los Pirineos, sino desde mucho m¨¢s lejos, desde m¨¢s all¨¢ del Atl¨¢ntico, desde las costas mitol¨®gicas de California. La novela de Torbado nos animaba a escapar hacia el norte, pero cuando un amigo descubri¨® En el camino, nos hicimos devotos de Jack Kerouac y aprendices de beatniks por las carreteras comarcales de la provincia de Ja¨¦n. Berkeley y San Francisco eran nombres m¨¢s prometedores que Par¨ªs. Pero segu¨ªa siendo Radio Par¨ªs la emisora que sintoniz¨¢bamos cada noche para saber noticias no censuradas sobre Espa?a.
Despu¨¦s de dar muchas vueltas, me sigue gustando quedarme de vez en cuando a vivir en la lengua francesa.
La cultura, en las ¨²ltimas d¨¦cadas, se ha vuelto anglosajona, o directamente americana, aqu¨ª como en todas partes, en lo mejor y en lo peor, en lo singular y valioso y en la generalizaci¨®n de la basura. Pero en algunas cosas de primera importancia a uno le gusta seguir siendo afrancesado. En la defensa de la igualdad civil y el laicismo, por ejemplo; en los ideales pr¨¢cticos de la instrucci¨®n p¨²blica y la separaci¨®n de la Iglesia y el Estado, que en Espa?a siguen siendo en gran parte quimeras; en el ejercicio insobornable de la raz¨®n ilustrada y la irreverencia cr¨ªtica, que naci¨® con Montaigne y sigue m¨¢s vivo y relevante que nunca en cualquier p¨¢gina de Diderot.
Acostumbrado a la claridad y a la concisi¨®n del ingl¨¦s, la prosa intelectual francesa de los ¨²ltimos tiempos me fatiga muy pronto, aunque no tanto como ese derivado extremo de su opacidad que es la prosa acad¨¦mica americana, tan desdichadamente imitada en espa?ol. Pero algunos de mis maestros capitales, de mis escritores m¨¢s queridos, siguen siendo franceses, ahora m¨¢s incluso que cuando los descubr¨ª, porque ahora, m¨¢s que lecturas ocasionales, son h¨¢bitos de mi vida, compa?¨ªas constantes, siempre al alcance de la mano. Nunca me canso de volver a Montaigne o a los diarios y relatos de viajes de Stendhal. A pesar de su naturalidad, la lengua de Montaigne es arcaica, pero la de Stendhal tiene la inmediatez fresca del habla, de la charla vivaz de un amigo. Cuando era muy joven me gustaba aprenderme de memoria estrofas de Baudelaire, pero adonde vuelvo con mayor constancia es a sus ensayos y apuntes en prosa, sus p¨¢ginas insuperables de cr¨ªtica de arte, sus divagaciones sobre m¨²sica, la maestr¨ªa fragmentaria de El spleen de Par¨ªs, Los para¨ªsos artificiales, Mi coraz¨®n al desnudo. El rigor extremo que dieron al verso Baudelaire y Mallarm¨¦ se lo dio Flaubert a la prosa narrativa; pero tanto como las exactitudes y la contenci¨®n de Madame Bovary me gustan los desbordamientos verbales a los que se entregaba en sus cartas. En Proust uno se sumerge con plena felicidad durante largas temporadas. Marguerite Duras te mantiene en vilo durante las dos o tres horas de una tarde sin sosiego. Despu¨¦s de dar muchas vueltas, me sigue gustando quedarme de vez en cuando a vivir en la lengua francesa.
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