Bucarest
Llegar a esta urbe, para m¨ª, es encontrarme por primera vez en una ciudad de la literatura, pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo, Norman Manea
![Imagen de la ciudad vieja de Bucarest.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/WSVL2EXZ5XEWLXCE67PBNLNQ44.jpg?auth=ff96902e8d0a2fc0219d9e97a2d8380c4a8e704d3bb07ccf512c775f603153ca&width=414)
En Bucarest, a la ca¨ªda de la tarde, el aire fresco de mayo ol¨ªa a tilos florecidos. La imaginaci¨®n, por s¨ª sola, no produce m¨¢s que lugares comunes. Uno dice la palabra Bucarest y se imagina una capital de la Europa del Este, entre austroh¨²ngara y comunista, con edificios masivos, deteriorados y severos, con un tiempo que suele ser de invierno gris. Pero Bucarest, cuando se llega desde el aeropuerto, en una tarde de sol, parece una ciudad del Levante, quiz¨¢s de Grecia o Turqu¨ªa, aunque poco a poco se vuelve francesa, La Par¨ªs de los Balcanes, como dicen los gu¨ªas. Uno llega a Bucarest, como a tantos otros sitios, con su carga de lecturas y de expectativas literarias, que tampoco le sirven de mucho, porque casi nunca una descripci¨®n se parece a la realidad. Yo ven¨ªa con mis lecturas, sobre todo las de los diarios de Mihail Sebastian y los libros de Norman Manea, y con el recuerdo de mis conversaciones con ¨¦l, y tambi¨¦n el de una novela rara y en parte fallida de Saul Bellow, El diciembre del decano. En los diarios de Sebastian est¨¢ la Bucarest afrancesa y art d¨¦co de los a?os treinta que poco a poco se transforma en el escenario de una pesadilla; la hermosa ciudad de caf¨¦s y caminatas con amigos a altas horas de la noche sumergida de un d¨ªa para otro en una negrura de disidentes y jud¨ªos perseguidos y delatores y pistoleros fascistas. Bellow, que estuvo en Bucarest hacia 1980, cuando todav¨ªa duraban las ruinas del terremoto de 1977, dibuja una ciudad de fachadas en ruinas, de marrones y grises que derivan al negro en anocheceres luctuosos a las tres de la tarde. Para Norman Manea, Bucarest es la ciudad del miedo en los a?os de Ceausescu, la capital todav¨ªa llena de bellezas pasadas de su primera juventud, la ciudad reconocida y a la vez extranjera a la que volvi¨® despu¨¦s de muchos a?os de exilio.
Uno llega con su carga de expectativas literarias y de lecturas de Mihail Sebastian, Norman Manea y Saul Bellow
De modo que llegar a Bucarest, para m¨ª, es encontrarme por primera vez en una ciudad de la literatura y de los documentales hist¨®ricos, pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo. Con Norman Manea he estado muchas veces en Nueva York y algunas en Madrid, pero es solo ahora cuando voy a encontrarme con ¨¦l en su ciudad, entre la gente que habla el idioma para m¨ª impenetrable en que ¨¦l escribe, en la cultura donde se form¨® y de la que eligi¨® irse y a la que vuelve de vez en cuando, en parte con una gran efusi¨®n sentimental, en parte con desconfianza. Es aqu¨ª donde conoci¨® la opresi¨®n irrespirable, la vigilancia policial, el chantaje del miedo, la claustrofobia de la tiran¨ªa. Pero tambi¨¦n es aqu¨ª donde fue muy joven y donde fue descubriendo su vocaci¨®n por la literatura y por la libertad de esp¨ªritu, donde conoci¨® el amor y la amistad. Hemos venido a Bucarest para acompa?ar a Norman y a Cella, su esposa, porque ¨¦l cumple 80 a?os y se le ofrece un homenaje. Norman tiene el pelo muy blanco y una piel muy p¨¢lida sin arrugas, una sonrisa de cordialidad y de burla. Acostumbrados a escucharlo hablar en ingl¨¦s se nos vuelve extra?a su voz en rumano. Aqu¨ª percibimos mejor que en ninguna otra parte la conexi¨®n entre su literatura y su biograf¨ªa, entre las lealtades y las ataduras de su origen y la dimensi¨®n liberadora de su desarraigo.
Le complace que le contemos nuestra primera impresi¨®n favorable de su ciudad, el contraste con las expectativas sombr¨ªas. Bucarest, en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes, de bulevares muy anchos con avenidas de grandes arboledas y jardines f¨¦rtiles que se desbordan sobre las verjas de villas unas veces reci¨¦n pintadas y otras hundidas en el abandono. En Bucarest coexisten desordenadamente la belleza y la ruina, el esplendor vegetal y la nobleza afrancesada de la arquitectura y los barrios de bloques id¨¦nticos con fachadas agrietadas y ropa colgada en los balcones. Hay algo de Par¨ªs y de Buenos Aires en algunas perspectivas, y hay tambi¨¦n algo que le hace pensar a uno en la vitalidad y la cochambre de Atenas o de Estambul, aunque en mi caso esta sea una comparaci¨®n imaginaria.
Bucarest, en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes, de bulevares muy anchos con avenidas de grandes arboledas y jardines f¨¦rtiles
Y de repente donde te encuentras es en otra de las ciudades en las que no has estado nunca, Pyongyang. Parece que el dictador Ceausescu, cuando visit¨® Corea del Norte, decidi¨® copiar los espect¨¢culos de masas y la magnificencia funeraria de las arquitecturas erigidas en honor de su amigo y correligionario Kim Il-sung. La ambici¨®n constructiva es otro de los variados delirios que comparten los d¨¦spotas comunistas y fascistas. A la ma?ana siguiente del homenaje a Norman el cielo se hab¨ªa vuelto bajo y gris y hab¨ªa una llovizna fr¨ªa, y a nosotros nos venci¨® la tentaci¨®n morbosa o la curiosidad de visitar el Palacio del Pueblo, la sede ahora del Parlamento rumano, el edificio que Ceausescu y su esposa, Elena, decidieron que ser¨ªa su mayor legado para la posteridad. De nuevo se ve un confrontado con la incompetencia de la imaginaci¨®n: el horror literal de la realidad es insuperable. Uno ha visto fotos y documentales, ha le¨ªdo descripciones: nada lo prepara para el encuentro con una monstruosidad que es al mismo tiempo aterradora y rid¨ªcula, amenazante como los edificios que dise?aba Albert Speer para Hitler o como un mausoleo de un s¨¢trapa comunista y rid¨ªculo en la vulgaridad de su desmesura como el palacete de un narcotraficante en una urbanizaci¨®n de lujo.
Unidos a un grupo de turistas escuchamos las explicaciones de un gu¨ªa que camina con destreza hacia atr¨¢s, sobre una alfombra roja que se pierde en las lejan¨ªas vaticanas de un corredor con candelabros y m¨¢rmoles. El gu¨ªa anda hacia atr¨¢s para mirarnos de frente mientras enumera de memoria, no sin cierto orgullo, cifras insensatas: este es el segundo edificio m¨¢s grande del mundo despu¨¦s del Pent¨¢gono; el tercero m¨¢s voluminoso, despu¨¦s del hangar de ensamblaje de cohetes en Cabo Ca?averal y del Templo de la Serpiente Emplumada de Teotihuac¨¢n, y por delante de la pir¨¢mide de Keops; es la ¨²nica construcci¨®n terrestre visible desde la Luna; tiene 1.100 habitaciones; su gasto anual en electricidad es equivalente al de una ciudad intermedia.
Asomados a un balc¨®n que da a una plaza enorme, a un c¨ªrculo de edificios gigantescos e id¨¦nticos, a una avenida que se pierde en la bruma, el gu¨ªa nos dice que para construir este entramado monumental y urbano se arras¨® una quinta parte de la ciudad hist¨®rica, y se destruyeron 40.000 viviendas, expulsando sin miramientos a quienes las habitaban. Al final de la avenida estaba proyectado un momento cipl¨®peo dedicado a la victoria del socialismo. Rupert Murdoch quiso comprar el palacio por 1.000 millones de euros para convertirlo en un casino. Hay algo de lujo imb¨¦cil de casino en esta inmensidad de dorados, escalinatas y m¨¢rmoles. La mayor parte de los 1.100 salones no se han usado nunca. Pienso en Norman Manea, un hombre fr¨¢gil y solo que escrib¨ªa para nadie en un cuarto sin calefacci¨®n de esta ciudad, que resist¨ªa sin humillarse, mientras decenas de miles de siervos trabajaban para levantar el palacio que el tirano no lleg¨® a ocupar nunca.
Diario (1935-1944). Mihail Sebastian. Traducci¨®n de Joaqu¨ªn Garrig¨®s. Destino. Barcelona, 2003. 703 p¨¢ginas. 26 euros.
El regreso del h¨²ligan. Norman Manea. Traducci¨®n de Joaqu¨ªn Garrig¨®s. Tusquets. Barcelona, 2005. 392 p¨¢ginas. 20 euros.
El diciembre del decano. Saul Bellow. Traducci¨®n de Jes¨²s Pardo. Debolsillo. Barcelona, 2014. 424 p¨¢ginas. 8,95 euros.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.