La sonrisa triste de Mario Benedetti
Tal d¨ªa como hoy, el poeta de Uruguay cumplir¨ªa 96 a?os
El mediod¨ªa de Madrid en que Mario Benedetti dej¨® la ciudad en la que hab¨ªa vivido el exilio su mujer, Luz, tuvo un desliz: se dej¨® las llaves de la casa dentro del domicilio, junto a la plaza que luego recibi¨® el nombre del escritor cuyo aniversario celebramos hoy.
Ya no pod¨ªan entrar m¨¢s a la vivienda en la que hab¨ªan vivido. Como si fuera una met¨¢fora del desarraigo, su palabra tan perseguida, aquel olvido de Luz era como la declaraci¨®n de un presentimiento.
Benedetti, que se fue de Espa?a en 2004, ya no volver¨ªa jam¨¢s a Madrid, donde dej¨® editor y amigos, donde vio f¨²tbol y recit¨® poemas ante un p¨²blico que hubiera llenado estadios, donde vivi¨® la vida met¨®dica de un exiliado desacostumbrado siempre, a pesar de sus numerosos desv¨ªos obligados, a andar por caminos que no eran suyos.
Porque el mejor camino de Benedetti, el que supuso la sal de su vida, fue el de Paso de los Toros, donde naci¨® el 14 de septiembre de 1920, a Montevideo, donde muri¨® 89 a?os m¨¢s tarde.
Aquel olvido de las llaves fue no s¨®lo una premonici¨®n de ese desarraigo total de Espa?a, donde dej¨® cuadros y libros, casa y recuerdos, sino tambi¨¦n la triste comprobaci¨®n de la pen¨²ltima de las contrariedades de la vida de Mario.
Luz, su mujer, a la que dedic¨® bell¨ªsimos poemas de amor con cuya m¨²sica (de Serrat, de Viglietti) se adoraron muchos amantes, hab¨ªa perdido la memoria, aparte de la audici¨®n, que fue tan deficiente que Mario decidi¨® ponerle al tel¨¦fono, para que su sonido fuera advertido por ella, una especie de sem¨¢foro estridente de luz roja.
El regreso definitivo a Montevideo, donde lo vi varias veces desde entonces, result¨® alegre y penoso a la vez; por razones que tienen que ver con la historia familiar rompi¨® relaciones con su hermano, que era su mejor amigo, se deterior¨® hasta la muerte la salud de Luz, su amor, y ¨¦l empez¨® a vivir el resto de sus d¨ªas con la desolaci¨®n que acompa?¨® a su rostro perplejo del final.
En medio, durante sus a?os digamos felices, Benedetti fue digno heredero de aquel primer hombre de Poemas de la oficina, un montevideano que quer¨ªa para su pa¨ªs un futuro rojo y progresista, y que un d¨ªa se encontr¨® ante s¨ª con la peor de las conquistas del mal: la dictadura militar. El exilio lo llev¨® a Cuba, a Per¨², a Palma de Mallorca, a Madrid. Guillermo Shavelzon, Mercedes Casanovas, Chus Visor, Luis Garc¨ªa Montero, Benjam¨ªn Prado¡ ilustraron de atenciones sus vidas, la de Luz y la suya. Lo llevaron a recitales y a ferias del libro, conquist¨® el coraz¨®n de much¨ªsima gente y firm¨® miles de libros. En la Feria del Libro de Madrid se le ve¨ªa siempre con su Ventol¨ªn (fue cambiando de vaporizador contra el asma, porque siempre estaba a la ¨²ltima en estos descubrimientos pulmonares), firmando y anotando el n¨²mero de libros vendidos, siempre cerca de un cuarto de ba?o, porque adem¨¢s de met¨®dico era previsor y en esos tiempos a las ferias no le importaban tanto la pr¨®stata de los escritores¡
Era discret¨ªsimo (la ¨²ltima biograf¨ªa de Mario Benedetti, la de Hortensia Campanela, se titula Un mito discret¨ªsimo), se enfadaba en los debates pero manten¨ªa la caballerosidad (ten¨ªa a gala haber discutido de pol¨ªtica en este peri¨®dico con Vargas Llosa y mantener la amistad con su tocayo); y era firme en sus convicciones pasadas como si a¨²n estuvieran en Sierra Maestra, por ejemplo, los que hicieron la Revoluci¨®n Cubana.
Sus libros narrativos eran su obligaci¨®n y la poes¨ªa era su juego. Las novelas tuvieron como arranque hechos que ¨¦l mismo vivi¨®, pero dejaba que la fantas¨ªa se introdujera en ese barbecho para convertir tambi¨¦n sus textos en met¨¢foras del tiempo que fue viviendo, en el exilio y tambi¨¦n (otra palabra suya) en el desexilio. El exilio y sus penurias, que fueron muchas, le dejaron un car¨¢cter melanc¨®lico y acentu¨® la tristeza de su sonrisa desconfiada.
El regreso a Uruguay fue precedido por algunas dolencias operables pero duraderas, que le dejaron lesionado el esp¨ªritu y el cuerpo. Un d¨ªa, despu¨¦s de una de esas operaciones, le dije que conven¨ªa que se afeitara, que parec¨ªa, tan descuidado, m¨¢s enfermo. Al d¨ªa siguiente le fui a llevar peri¨®dicos (tambi¨¦n se los llevaba Chus Visor, su editor), porque su pasi¨®n por leer lo que pasaba no conoc¨ªa intervalos. Media hora despu¨¦s de estar juntos, sin haberle dicho nada de su nuevo aspecto, me pregunt¨®, con su sonrisa de ni?o: ¡°Juancito, ?no has visto que me he afeitado?¡±.
La enfermedad mayor de Luz termin¨® de acentuar su pesimismo sobre lo que iba a ser aquel nuevo trayecto que iba a emprender en su pa¨ªs. Los proyectos de la fundaci¨®n que lleva su nombre, y que con buena mano ha llevado hasta hace poco su fiel amigo Ariel Silva, le pudo levantar el ¨¢nimo, pero la muerte de su mujer fue como aquellos golpes de los que escribe C¨¦sar Vallejo. Un golpe cruel, el vaticinio del fin.
Fui a verle cuando ya no conoc¨ªa, a principios de mayo de 2009. Sus ojos grandes, negros, perplejo y rabioso, triste; aquella sonrisa se hab¨ªa desvanecido. No sab¨ªa qu¨¦ hac¨ªa, d¨®nde estaba, qui¨¦nes ¨¦ramos. Qui¨¦n era. Esa imagen que precedi¨® a su muerte, el 17 de aquel mes, fue luego un golpe para todos los que vivimos junto a ¨¦l, trat¨¢ndole o ley¨¦ndole, su diatriba con la vida, su b¨²squeda afanosa del amor, la tragedia de haber perdido su pa¨ªs y que al final perdi¨® incluso la ilusi¨®n de volver. Como si le hubieran robado, o extraviado, las llaves que guardan la felicidad de un hombre.
Babelia
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