Cenando con Elizabeth
La novela 'Me llamo Lucy Barton' ha sido aplaudida en su pa¨ªs y que aqu¨ª va conquistando, poco a poco, el coraz¨®n de los lectores
Primer domingo de septiembre. Ocho y media de la noche y a¨²n arden las aceras. Cruza el taxi la glorieta de Atocha, veo que el tr¨¢fico del Paseo del Prado est¨¢ cortado por la Vuelta Ciclista y tengo un sentimiento de extra?eza delegado: el que puede experimentar la escritora Elizabeth Strout, reci¨¦n llegada de Nueva York, encamin¨¢ndose ahora hacia el restaurante en el que he pedido que nos cedan un rinc¨®n tranquilo, sin m¨²sica, algo que ya parece algo imposible en el mundo de la restauraci¨®n, y as¨ª mantener una charla apacible sobre los misterios de una novela, Me llamo Lucy Barton, que ha sido aplaudida en su pa¨ªs y que aqu¨ª va conquistando, poco a poco, el coraz¨®n de los lectores. Hubo otra novela anterior, Olive Kitteridge, publicada en castellano, que nos pas¨® casi desapercibida, aunque en EE UU ganara el premio Pulitzer y se convirtiera en serie de televisi¨®n con una brillante Frances McDorman.
La veo entrar mostrando una gran sonrisa. Elizabeth, una se?ora rubia de mediana edad, alta y delgada, una dama elegante con un toque de negligencia: lo que una aventura que es una mujer cultivada de Nueva Inglaterra. El reservadito que yo ped¨ª resulta ser una sala principesca. La desproporci¨®n entre el espacio y nuestra presencia hace que aquello parezca un decorado de Ciudadano Kane.
Me pido un tinto de verano y tras explicarle en qu¨¦ consiste, se suma a mi elecci¨®n, y al cabo de poco, nos estamos pidiendo otro. Al menos le he ense?ado algo, un detalle costumbrista, a esta mujer que tanto me ha dado llenando mis horas de insomnio con la historia de una joven internada en un hospital de Nueva York que recibe, casi por ¨²nica visita, a una madre a la que no ha visto en a?os. En esa extra?a intimidad de un cuarto de hospital cuya ventana da al edificio Chrysler la madre pueblerina y la hija urbana se sumergen en los personajes de la vida precaria y sombr¨ªa que Lucy dej¨® atr¨¢s, la cruda existencia en un pueblo de Illinois donde fueron poco menos que apestados por ser pobres. Hay algo que tengo por seguro resultar¨¢ cercano a los lectores que tengan viejos parientes de pueblo: esa sensaci¨®n de que reh¨²yen preguntar por detalles de nuestra nueva vida sin ellos, un desinter¨¦s que suele ocultar aprensi¨®n o pudor, pero que nos desconcierta; y otro aspecto que se nos antojar¨¢ tan propio del universo americano como alejado del nuestro: la rotunda soledad de esa joven enferma que a¨²n contando con marido y amigas pasa el tiempo amorfo del hospital a solas, salvo en los d¨ªas contados en que aparece esta madre que, est¨¢tica y fr¨ªa, hace brotar en la mente de la hija los recuerdos de una infancia traum¨¢tica.
Pero Lucy es una resistente, una resiliente, se ha construido una vida en la ciudad y publica cuentos en revistas. Le digo a su creadora que es un personaje digno de ser amado y que el lector la acaba queriendo para compensar su desamparo. Y Elizabeth dice que a ella tambi¨¦n le enternece esa voluntad de ser correspondida por su madre. Todos deseamos que nuestra madre nos apruebe y nos quiera.
Hablamos del pr¨®ximo oto?o que ser¨¢ intenso en la pol¨ªtica americana. La escritora se muestra firme partidaria de Clinton y horrorizada ante ese ser, Trump, excrecencia o s¨ªntoma de un reaccionarismo creciente. Yo le digo que a veces envidio la vida discreta de los escritores americanos, tan distinta de esta nuestra en la que por suerte o desgracia nos vemos impelidos a dar una opini¨®n; cada semana expuestos a ganar o perder lectores seg¨²n sean nuestras posturas pol¨ªticas o ante la vida. Los columnistas en EE UU son columnistas, los escritores escriben libros. Son dos oficios distintos. Y eso permite a los novelistas entregarse a una existencia m¨¢s sosegada, no expuesta al juicio continuo.
Pero volviendo a la soledad: nosotros creemos ver en Edward Hopper un retrato consciente del aislamiento emocional al que est¨¢n abocados los americanos, pero hace tiempo que pienso que Hopper pintaba lo que ve¨ªa, sin m¨¢s, y lo que ve¨ªa eran casas solitarias. Porque de casas solitarias est¨¢ el pa¨ªs lleno. Como de personas que viven solas. Retrataba el paisaje sin pretensiones de mensaje alguno. Lo mismo pienso de la novela de Strout. En una primera lectura, cre¨ª ver en Lucy Barton a tantas mujeres de Nueva York, la conceb¨ª como un s¨ªmbolo, y la escritora me cuenta que este personaje creci¨® en su imaginaci¨®n, sin modelo alguno, solo con la idea de una joven que creci¨® en la miseria y vuelve al pasado movida por la visita de una madre a la que desea amar, deseando comprenderla m¨¢s que culparla.
Me doy cuenta, una vez m¨¢s, de la maestr¨ªa de los americanos en el realismo. Se detienen en un personaje y lo escuchan, son fieles a su voz. Con tanta pasi¨®n nos la transmiten que nosotros creemos encontrar en ella la esencia de todo un pa¨ªs.
Babelia
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