As¨ª son los ¨²ltimos d¨ªas
'La ¨²ltima posada', de Kert¨¦sz es un texto amargo sobre la depresi¨®n y la vejez, sobre el ¨¦xito desmedido que aparta al escritor de s¨ª mismo
Imre Kert¨¦sz era un hombre grande que se mov¨ªa despacio sobre el escenario y se manten¨ªa fuerte y firme delante del atril donde le¨ªa en h¨²ngaro. Los sonidos secos y raros de ese idioma eran m¨¢s musicales porque yo no los pod¨ªa asociar a ning¨²n significado. Los escuchaba como m¨²sica, y la sensaci¨®n se acentuaba cuando Imre Kert¨¦sz dejaba de leer y Andr¨¢s Schiff tocaba piezas breves para piano de B¨¦la Bart¨®k. La m¨²sica angulosa y desnuda de Bart¨®k sonaba como las palabras de Kert¨¦sz. Era una noche invernal de mucho fr¨ªo en Nueva York, hace m¨¢s de diez a?os. Entre el pianista y el escritor se notaba una fraternidad profunda. Los dos estaban juntos en el gran sal¨®n de actos del 92nd Street Y, el imponente centro cultural jud¨ªo del Upper East Side.
Hab¨ªa un silencio m¨¢s de concierto que de lectura literaria. La literatura y la m¨²sica se aliaban de una manera tan estrecha como la amistad entre aquellos dos hombres. Yo ve¨ªa por primera vez a Imre Kert¨¦sz, pero su escritura me era tan familiar como la manera de tocar el piano de Andr¨¢s Schiff, al que hemos tenido muchas oportunidades de admirar en Madrid. Por encima de los oficios tan distintos de cada uno de ellos, y tan visible como la amistad, estaba la pertenencia a un mundo muy semejante, que era tambi¨¦n el de B¨¦la Bart¨®k: el de la cultura que cuaj¨® en el centro de Europa y dio sus mejores frutos justo en los territorios en los que hab¨ªa de ser arrasada; una Europa tan empapada de presencia jud¨ªa como de antisemitismo, condenada al exterminio y a la di¨¢spora, a la fractura de la Guerra Fr¨ªa y el totalitarismo. Andr¨¢s Schiff, jud¨ªo h¨²ngaro nacionalizado brit¨¢nico, es uno de los grandes int¨¦rpretes de la m¨²sica para teclado de Bach. Imre Kert¨¦sz, que vivi¨® como un exiliado bajo la dictadura comunista de su pa¨ªs, se sent¨ªa parte de una literatura europea escrita principalmente en alem¨¢n por autores jud¨ªos y del todo ajena a las fronteras nacionales. Escribiendo en h¨²ngaro notaba la paradoja de saber que el espacio natural de su obra era el de la lengua alemana. Fue en Alemania, no en Hungr¨ªa, donde sus libros empezaron a ser reconocidos.
Cuantos m¨¢s premios y condecoraciones caen sobre ¨¦l, m¨¢s siente Imre Kert¨¦sz la mordedura de la depresi¨®n y la rareza de su propio destino
Aquella noche, en Nueva York, en un auditorio compuesto mayoritariamente por jud¨ªos de ascendencia europea, muchos de ellos hijos de exiliados, el novelista y el m¨²sico experimentaban tal vez la riqueza y la complicaci¨®n de sus dos destinos. Kert¨¦sz hab¨ªa estado en Ausch?witz y en Buchenwald. Schiff, 24 a?os m¨¢s joven, es hijo de supervivientes de los campos. El idioma de la cultura en la que los dos han resaltado tanto es el mismo que el de los verdugos que los condenaron. Su pa¨ªs de origen brilla m¨¢s por la m¨²sica del uno y la literatura del otro, pero su condici¨®n de jud¨ªos y de cr¨ªticos del poder despierta contra ellos siniestros rencores nacionalistas. Aclamado por un p¨²blico puesto en pie, reciente premio Nobel, aquella noche Imre Kert¨¦sz ten¨ªa una expresi¨®n entre agradecida e insegura. Parec¨ªa que todo aquello lo tomara por sorpresa y le viniera grande. Me fij¨¦ en que carec¨ªa de esa soltura como de actores avezados que tienen los escritores en los congresos internacionales de literatura. Sali¨® del escenario del brazo de una mujer m¨¢s joven, inclinando su gran estatura hacia ella, arrastrando un poco los pies.
He encontrado referencias a aquella noche en una de las p¨¢ginas del ¨²ltimo libro de Kert¨¦sz, La ¨²ltima posada, que lleg¨® a mis manos, traducido por Adan Kovacsics, apenas unas semanas despu¨¦s de su muerte. Esa vez lo le¨ª de un tir¨®n en un vuelo de ocho horas en el que no hice casi nada m¨¢s. No vi pel¨ªculas ni escuch¨¦ m¨²sica. Solo le¨ªa y le¨ªa, primero a la luz de un largo d¨ªa solar y luego bajo la l¨¢mpara que solo me alumbraba a m¨ª en la cabina sumergida en la oscuridad. La ¨²ltima posada es un h¨ªbrido de diario y de tentativas de ficci¨®n, una poderosa invenci¨®n literaria y un documento amargo sobre la depresi¨®n y la vejez, sobre el trastorno de un ¨¦xito desmedido que aparta al escritor de s¨ª mismo y en medio de los agasajos y las condecoraciones y la grandilocuencia somn¨ªfera de los discursos le hace a?orar, con secreta exasperaci¨®n, el tiempo en que era un desconocido due?o de s¨ª mismo y no ten¨ªa nada que lo distrajera de la literatura.
Leer ese libro durante tantas horas seguidas, en el encierro de un avi¨®n, me contagia su maleficio. En Imre Kert¨¦sz, como en tantos depresivos, la lucidez sobre la propia condici¨®n y sobre lo sombr¨ªo del mundo se transforma en un tormento obsesivo y est¨¦ril. El espanto ante los brotes de antisemitismo en Europa, la herida de ser desde?ado y atacado cruelmente en su propio pa¨ªs, derivan a veces en irrespirable paranoia. En un insomnio que los f¨¢rmacos aletargan pero no alivian, regresan los fantasmas y la memoria se contamina de remordimiento, y la conciencia de miedo al porvenir, a la vejez que ya avanza, a la fatiga de los aeropuertos y los honores y de los compromisos que el escritor no tiene fuerza de voluntad para rechazar.
en medio de los agasajos y las condecoraciones a?ora el tiempo en que era un desconocido due?o de s¨ª mismo y no ten¨ªa nada que lo distrajera de la literatura.
Kert¨¦sz anota sus malestares y su des¨¢nimo en v¨ªsperas de ese viaje a Nueva York en el que yo fui a verlo. Pero tambi¨¦n se deleita escribiendo sobre la belleza de la ciudad vista desde una habitaci¨®n alta en el hotel Plaza, frente a Central Park, y sobre las conversaciones y las cenas con Andr¨¢s Schiff. La depresi¨®n es un estado intermitente que no excluye el aprecio por los placeres de la vida, la simple realidad asombrosa del mundo. Kert¨¦sz transita de un extremo a otro como sobre una plataforma inestable. Disfruta de Berl¨ªn y de la sensaci¨®n liberadora de haber salido de Hungr¨ªa, y al mismo tiempo toma nota de cualquier art¨ªculo injurioso que se haya publicado sobre ¨¦l en Budapest. Despu¨¦s de una vida de anonimato y pobreza en una dictadura, se complace en la libertad europea y en las ventajas del bienestar que le permite el ¨¦xito. Pero por dentro est¨¢ siempre el hocico de aquel perro negro del que hablaba Churchill, el ¡°perro que ni me deja ni se calla¡± de Miguel Hern¨¢ndez, la negrura par¨¢sita que es m¨¢s efectiva porque sabe alimentarse de los motivos racionales para la pesadumbre.
Cuantos m¨¢s premios y condecoraciones caen sobre ¨¦l, cuantos m¨¢s discursos noblemente sonoros sobre la literatura y sobre la condici¨®n humana se siente obligado a pronunciar ante dignatarios y asambleas, m¨¢s siente Imre Kert¨¦sz la mordedura de la depresi¨®n y la rareza de su propio destino. ¡°As¨ª son los ¨²ltimos d¨ªas¡±, escribe, dominado por una sospecha gradual de impostura: lo celebran como a un gran escritor, pero ya casi no escribe nada que le parezca valioso; ven en ¨¦l a los jud¨ªos perseguidos y aniquilados de Europa, pero ¨¦l, que no habla hebreo ni practic¨® nunca el juda¨ªsmo, sabe que lo ¨²nico que lo hizo sin remedio jud¨ªo fue la persecuci¨®n. Y a pesar de todo, aunque el p¨¢rkinson hace que le tiemblen cada vez m¨¢s las manos, se levanta en mitad de la noche, enciende el port¨¢til y se pone a escribir.
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