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ADELANTO de 'Ca¨ªn. El ¨²ltimo manuscrito'

Carta a un hijo

Babelia presenta un fragmento de 'Ca¨ªn. El ¨²ltimo manuscrito', del novelista y periodista Gregor von Rezzori

Gregor von Rezzori en París en 1996, dos años antes de morir.
Gregor von Rezzori en Par¨ªs en 1996, dos a?os antes de morir. ULF ANDERSEN (GETTY)

Una guerra declarada a las abstracciones de los hombres es una de las tareas a las que, con una mezcla de sorna y amargura, consagr¨® su escritura Gregor von Rezzori. En esta magistral variaci¨®n intertextual de la ?Carta al padre?, de Kafka, el autor de la Bucovina da algunas de las claves de su ideario est¨¦tico, de su visi¨®n nada sacralizada del arte y la literatura.

Jos¨¦ An¨ªbal Campos

Peque?o hombre: Te llamo as¨ª porque has nacido con esa maldici¨®n, la de ser un hombre y que te eduquen como tal. Aunque quisiera, no podr¨ªa evitarte ese destino. Y tu destino es el de ser un hombre alg¨²n d¨ªa, con total independencia de lo que yo te diga. No soy muy diestro escribiendo declaraciones de amor [¡­] Dar expresi¨®n elocuente a mi amor sobre un trozo de papel s¨®lo fui capaz de hacerlo en mis a?os adolescentes, si es que puede hablarse de adolescencia ante lo que yo fui en esos a?os: la intersecci¨®n donde se cruzaban una infancia prolongada marcada por la nostalgia y una misantrop¨ªa precoz. Un mis¨¢ntropo ¨Cvalga decir¨C de la noble estirpe de un Karl Kraus (del que por entonces apenas habr¨ªa sabido nada de no haber sido por Stella, que me lo inculc¨® l¨ªnea por l¨ªnea, frase por frase). Pero t¨² entonces apenas hab¨ªas nacido y no sabes de lo que hablo. Y, como siempre, hablo demasiado. Ahora bien: esto que ahora te escribo, debe entenderse como una declaraci¨®n de amor. [¡­] Un d¨ªa crecer¨¢s, hijo m¨ªo, y te tropezar¨¢s con estas sabias m¨¢ximas de tu padre que te parecer¨¢n molestos y pesados lugares comunes, como si en lugar de ayudarte a ser t¨² te impidieran serlo. ?He de decirte que eso es algo que se repite de generaci¨®n en generaci¨®n? No s¨®lo se repite la rebeli¨®n contra los padres, sino tambi¨¦n, a trav¨¦s de ellos y m¨¢s all¨¢ de ellos, contra todo lo dado y predeterminado por la naturaleza en la vida y en el mundo. Contra todo el lastre del que tampoco ellos, los padres, han conseguido liberarse. Los hijos no conceden a sus padres el derecho a hablar sabiamente de aquello con lo que ellos mismos no han sabido lidiar. Por eso, peque?o hombre, no voy a agobiarte con todo lo que pesa sobre m¨ª: los problemas insolubles de este mundo, de los cuales forma parte tambi¨¦n la relaci¨®n entre padres e hijos. Te quiero, y ahora quiero dec¨ªrtelo: ninguno de mis amores ¨Cy no fueron pocos¨C fue m¨¢s puro, desinteresado y l¨ªmpido que mi amor por ti. Cuando naciste, te alc¨¦ a la altura de mis ojos para verme renacer en ti, para verme purificado de todas las m¨¢culas de las que soy portador. ?Te las enumero? No ser¨ªa ¨²nicamente la historia de una vida con todo lo que ¨¦sta tendr¨ªa de comprensible y ¨Ctal vez¨C de perdonable, sino la historia de sue?os incumplidos o cumplidos falsamente, la de azares y circunstancias fortuitas inextricablemente unidas y sobre las que el hombre enmara?ado en ellas no tiene influencia alguna; la historia, pues, de una ¨¦poca del mundo. ?Y c¨®mo podr¨ªa explicarte todo eso sino con un libro? Un libro que dinamitar¨ªa todas las categor¨ªas literarias, que, en su variedad, en sus estratificaciones y complejidades, ser¨ªa inenarrable. El libro que no s¨®lo podr¨ªa explicarte qui¨¦n soy, sino que tambi¨¦n te esclarecer¨ªa ¨Ca fin de esclarec¨¦rmelo a m¨ª mismo¨C lo que fue el azogado esp¨ªritu de la ¨¦poca en la que nac¨ª y crec¨ª, en la que viv¨ª, en la que vivo y vivir¨¦, los miles de d¨ªas respirados y por respirar a¨²n, d¨ªas que, como en un caleidoscopio, conferir¨¢n al contenido de los d¨ªas precedentes sentidos nuevos y transfigurados, metidos unos dentro de otros como los lentes graduables de un telescopio a trav¨¦s del cual puedes ver a un tiempo lo m¨¢s distante y lo m¨¢s pr¨®ximo, todo m¨¢gicamente alejado de tu realidad, proyectado hacia un plano abstracto. ?He de confesarte, hijo m¨ªo, que he portado este libro en m¨ª desde siempre? ?Que vivo como si mi existencia no fuera real si no la hubiera dicho, si no la hubiera narrado en mi libro? ?Qu¨¦ me obliga y permite confiar, qu¨¦ me empuja a la certeza de que s¨®lo puedo ser realmente si me abstraigo de m¨ª mismo, si emprendo la retirada de m¨ª mismo? Adem¨¢s, ?hacia d¨®nde? ?Hacia unos centenares de p¨¢ginas de papel impreso? ?Estar¨¢s en condiciones, hijo, de respetar esa forma de existencia de tu padre? ?Aun cuando ¨¦sta tampoco se vuelva real? ?Aun cuando ¨¦l lleve su libro ¨C?y se lleve a s¨ª mismo!¨C s¨®lo como un bello prop¨®sito, o peor a¨²n: como una promesa que nunca cumple, porque es demasiado d¨¦bil para ello? ?Muy poco hombre? ?O, quiz¨¢, demasiado hombre? Lo s¨¦ desde ahora; apenas acabas de nacer, pero ya lo s¨¦: no podr¨¦ sino decepcionarte, hijo m¨ªo querido. No crecer¨¢s como tantos otros hijos cuyos padres no existen como mito, sino que se plantan cada d¨ªa ante sus ojos en toda su realidad: hombres verdaderos. Activos. Fiables. Cabales y modestos. No unos charlatanes ni unos embusteros. El hijo de un carpintero, de un mec¨¢nico, de un tornero ve a su padre en su puesto de trabajo haciendo alguna cosa ¨²til. ?Dichoso el hijo del agricultor, del pescador, del due?o de una tienda, del alba?il! ?l ve a su padre mientras realiza sus actividades, aun cuando ¨¦stas no lo satisfagan del todo y dejen en ¨¦l un poso de anhelos inexpresados que lo impulsan a hacer otras cosas completamente in¨²tiles: criar palomas, por ejemplo, o la afici¨®n en su tiempo libre, con minucioso y paciente trabajo de a?os, a armar una torre Eiffel con mondadientes. Como si con eso crease algo situado por encima de s¨ª mismo, de su destino de zapatero remend¨®n, de alba?il o de tornero. Aunque sea algo in¨²til, aunque sea s¨®lo un pasatiempo, ser¨¢ realizado como si se tratase de un servicio divino. Aunque est¨¦ al servicio de cualquier divinidad sospechosa.

M¨¢s informaci¨®n
La maestr¨ªa del fracaso. Cr¨ªtica de 'La muerte de mi hermano Abel'

[¡­] Tambi¨¦n los hijos de los empleados y los funcionarios saben de sus padres, saben que aunque no est¨¦n creando nada visible ni produzcan nada palpable, s¨ª que est¨¢n ?conectados al proceso de trabajo que mantiene funcionando el negocio?. Es injusto que un hijo no vea acrecentarse su orgullo cuando sabe que su padre no es m¨¢s que un empleado que trabaja sentado ante una ventanilla de Correos, un oficio honorable, sin duda, pero poco estimado por las ¨ªnfulas de clase. En cualquier caso, ¨¦l, el hijo, ve a su padre salir cada d¨ªa de casa con su cartera y su bolsa del almuerzo, siempre presa de la prisa temerosa de llegar tarde al ?trabajo?. ?Cu¨¢les son los sentimientos de ese hijo al ver partir a su honrado progenitor? Ser¨¢n ¨Cespero¨C sentimientos de orgullo y respeto, ya que el trabajo, sea de la naturaleza que sea, ennoblece, como bien se sabe. El trabajo tiene su recompensa, aunque tantas veces la paga sea p¨¦sima; es el trabajo del padre el que garantiza la existencia familiar, y lo hace aun m¨¢s all¨¢ de su propia capacidad para trabajar, ya que tambi¨¦n su viuda podr¨¢ nutrirse a partir de su labor. Preg¨²ntale a tu madre, ella podr¨ªa describ¨ªrtelo de un modo m¨¢s convincente de lo que yo ser¨ªa capaz; ella respeta el mito del trabajo hecho con disciplina, e intentar¨¢ implantar lo mismo en ti, consiguiendo con ello que tu padre no disfrute del respeto que otros hijos tributan a los suyos. Pero ?en realidad lo tributan? ?No ser¨¢ que lo simulan cuando contemplan a sus progenitores, en el tiempo libre, volviendo a construir la torre Eiffel con mondadientes, cuando los ven rindiendo culto a la sospechosa divinidad de unos juegos que no sirven para nada? Apenas has nacido, pobre hijo m¨ªo, y ya te ves en medio de un engorroso conflicto. Desde tu m¨¢s tierna edad tu padre te parec¨ªa sospechoso, y todo porque ha estado animado por un falso mito. ?l es un sumo pont¨ªfice de esa dudosa deidad de los juegos in¨²tiles, por lo que se le deber¨¢ el respeto devoto que se tributa al clero de todas las Iglesias. Pero ese respeto se le tributar¨¢ ¨²nicamente durante el tiempo y en la medida en que se mantenga conectado con el proceso de trabajo que mantiene funcionando el negocio. Y si no lo est¨¢, si no tiene para mostrar un rendimiento visible y palpable ¨Cy siempre hacen falta buenos ojos para ver y buen tacto para palpar¨C, cualquier empleado sentado delante de una ventanilla en Correos podr¨¢ mirarlo con desd¨¦n, como a un paria. Dios [¡­] lo expulsar¨¢ de su boca como har¨ªa con un escupitajo. Ya lo ves, hijo m¨ªo: el conflicto en medio del cual te has visto al nacer es un conflicto divino. Y en efecto, ser¨¢s educado para creer que vives en una comunidad de fe monote¨ªsta. Sin embargo, hay un sinf¨ªn de dioses distintos adem¨¢s de ?l, el ¨²nico, el que mantiene funcionando el negocio. Y entre ellos est¨¢ tambi¨¦n el dios de los que arman torres Eiffel con mondadientes. Tambi¨¦n su clero es sostenido por la comunidad, tambi¨¦n a ¨¦l se le da cr¨¦dito. T¨² mismo, sobre todo t¨², dar¨¢s alg¨²n cr¨¦dito a tu padre. ?l es un Sumo Pont¨ªfice de esa deidad in¨²til, el juego, uno de esos que se fabrican su mundo mediante un juego: un escritor. ?C¨®mo se te muestra ahora, investido de ese papel? Tendr¨¢s que caminar a hurtadillas por la casa, para no estorbarlo mientras realiza su sagrado ?trabajo?, tendr¨¢s que verlo a trav¨¦s del hueco de la cerradura, cuando mires a la habitaci¨®n a la que se ha retirado como si fuese el sagrario de su alta misi¨®n sacerdotal, y lo ver¨¢s tumbado en el sof¨¢, fumando y mirando al techo, o bien con los ojos cerrados, profundamente dormido. Quiz¨¢ oigas el martilleo pose¨ªdo de las teclas en la m¨¢quina de escribir, pero s¨®lo hasta que el sonido acompasado de aquel raro flujo de trabajo quede interrumpido de pronto, de forma inquietante, por el crepitar de la p¨¢gina arrancada al rodillo, por los crujidos del papel arrugado y lanzado a lo lejos. Temes al silencio que entonces sobreviene, temes ver la palidez en el rostro de tu hermosa madre. ?l, el padre, aparece en la puerta con cara enfurru?ada y el pelo revuelto, y va directo al mueble-bar en pos de la botella de co?ac, y se sirve un vaso grande lleno hasta arriba, y se lo zampa de golpe¡­; [¡­] tu madre dudar¨¢ de ¨¦l, pero es demasiado orgullosa para admitir que se ha equivocado al elegirlo. T¨², en cambio, sentir¨¢s n¨¢useas. Sabr¨¢s calar ese falso mito. Comprender¨¢s que tu padre no es m¨¢s que un embustero. Un estafador. Puede que busque tu cari?o, como hacen otros padres con sus hijos. Puede que te tome de la mano y te lleve al zool¨®gico de Hagenbeck o alquile un bote en el Alster para dar un paseo, como hacen los padres-carpinteros-mec¨¢nicos-torneros-alba?iles con sus hijos. T¨² aceptar¨¢s eso como una deuda, pero a sabiendas de que tu padre vive en el mundo como un par¨¢sito, que promete cosas que no cumple. (?Ah! ??Por qu¨¦ no eres el hijo de Karl Nagel?!). Podr¨¢s notar en las miradas de los amigos de tus progenitores, de sus parientes y conocidos, que ellos creen en esa fuerza creativa de tu padre tan poco como crees t¨², aunque ellos tambi¨¦n hagan como si vieran en ello ¨Cpor si acaso, por si, en contra de toda expectativa, lo prometido se cumpliese¨C la coronaci¨®n, el cumplimiento, la apoteosis del mito de la creaci¨®n: algo in¨²til, ciertamente, pero m¨ªtico. ?Habr¨ªa nacido entonces un libro! (Otro m¨¢s entre los cientos de miles de nuevos t¨ªtulos publicados cada a?o). T¨², en cambio, sabr¨ªas que tu padre es un timador. Y si te dijeran: ??Qu¨¦ gran hombre!?, una voz interior te dir¨ªa: ??S¨ª, pero, por desgracia, s¨®lo eso ¨²ltimo lo es en demas¨ªa: un hombre!?. Sobre todo si fracasa. Yo te quiero, peque?o hombre, y no quiero pensar en el futuro m¨¢s pr¨®ximo, en el que te esperan humillaciones que ser¨¢n inevitables en las desdichadas circunstancias del padre que te toc¨® en suerte: la insistencia de los acreedores llamando a la puerta de tu casa (el alquiler a¨²n no se ha pagado), la compasi¨®n de los ejecutores judiciales ante la precaria situaci¨®n de tu madre (compasi¨®n que no les impedir¨¢ cumplir con sus obligaciones), las habladur¨ªas de los vecinos (?¡­ porque esos inmigrantes muertos de hambre se creen que son¡­?). Y para incrementar tu asco, el mito falso que rodea a tu padre (?Ya se sabe, los artistas y los poetas forman parte de la boh¨¨me?) lo har¨¢ aparecer como un personaje ambiguo y rom¨¢ntico [¡­] Contemplar¨¢s a tu madre y admirar¨¢s su buena educaci¨®n, su entereza, su postura erguida y esbelta, su pelo rubio de ni?a, sus ojos azules y brillantes de cuento de hadas y su boquita fruncida y altiva, y el amor por ella te oprimir¨¢ el coraz¨®n, se mezclar¨¢ con el odio por quien la somete a algo tan infamante en nombre de su inflado mito de artista, de Sumo Pont¨ªfice de una de nuestras deidades paralelas. No quiero ni pensar en lo amargo que ser¨¢ para ti todo esto, ya que durante el primer trecho de tu vida de ni?o, antes de que empieces a calarme, t¨² tambi¨¦n me amar¨¢s. Tu manita, llena de confianza, se posar¨¢ ¨ªntimamente en la m¨ªa, m¨¢s grande. Con el aliento contenido escuchar¨¢s los cuentos que sabr¨¦ contarte [¡­] Ocultar¨¦ a tus ojos la cajita con las dudosas pruebas fotogr¨¢ficas. Puedes prescindir de ella sin cargos de conciencia. Alguna que otra sospecha maliciosa te asaltar¨¢ a menudo: pero no, eres mi hijo; te guste o no, lo eres. Te reconocer¨¢s en m¨ª por la misma estirpe, por la misma inclinaci¨®n al juego, por la rabia y la risa, por esa aguda mirada burlona y aquel despreciativo encogimiento de hombros ante todo lo mezquino; por la cavilaci¨®n, la inercia y la tristeza innatas; te reconocer¨¢s en m¨ª, en definitiva, por todos aquellos rasgos que m¨¢s tarde intentar¨¢s superar con virilidad, a fin de dar satisfacci¨®n a esa otra parte de tu herencia: ser honesto, inequ¨ªvoco, confiado y digno de confianza, respetuoso con todas las normas de la decencia. Todav¨ªa me quieres tal como soy, porque notas que una parte de ti es exactamente igual. Pero eso no durar¨¢ demasiado tiempo. Tambi¨¦n eres el hijo de tu madre. Crecer¨¢s para convertirte en un hombre alem¨¢n, mi peque?o hombre. Y sucumbir¨¢s a otro mito bastante cuestionable: ?qu¨¦ es un hombre? Pero yo siempre, con tanto mayor dolor, te seguir¨¦ queriendo. Unselfish¡­ ?C¨®mo se dir¨ªa eso en nuestra lengua? Y no s¨®lo por ese breve per¨ªodo de unos pocos a?os en los que t¨² tambi¨¦n me quer¨ªas, creyendo ilusoriamente que yo era de la misma estirpe honesta, inequ¨ªvoca, confiada y digna de confianza (y que, en lo que a ti ata?e, probablemente ser¨¦ siempre), sino porque t¨² eres algo de mi creaci¨®n, algo mucho m¨¢s abstracto que el libro que tendr¨¦ que escribir para cumplir la promesa en la que me debato como un estafador. [¡­] Eres, por lo tanto, el producto intelectual de una estirpe materna: concebido en el placer e incubado con inercia, alimentado por mi esp¨ªritu y tra¨ªdo a la luz del d¨ªa entre espasmos de tormentos y de euforia. ?Debo explicarte la paradoja? Mientras que t¨², hijo m¨ªo querido, no eres propiamente mi hijo, por muchos genes m¨ªos que ronden por tu cuerpo, mi libro ¨Csi es que llego a escribirlo alguna vez¨C ser¨ªa el fruto m¨¢s ¨ªntimo y propio salido de m¨ª; mientras que, siendo tu progenitor biol¨®gico, tengo todo el derecho a llamarme tu padre, es decir, un hombre que ha procreado a otro hombre, de mi libro yo vendr¨ªa a ser la madre, raz¨®n por la cual ser¨ªa tanto m¨¢s hombre. ?Lo entiendes? T¨² eres el hijo de tu madre, y mi contribuci¨®n a tu gestaci¨®n y nacimiento fue un mero instante de olvido de m¨ª mismo, un instante muy similar a la muerte; todo lo dem¨¢s lo hizo ella: ella te llev¨® en su seno en toda tu realidad viva, te nutri¨® de ella y con ella, te hizo crecer y te expuls¨® de su cuerpo entre terribles dolores, te trajo a la luz del mundo desde sus propias entra?as. Pronto, hijo m¨ªo, cuanto m¨¢s r¨¢pidamente crezcas hasta convertirte en un hombre, olvidar¨¢s quiz¨¢ el hecho de que ha sido ella (casi) la ¨²nica que te ha hecho: en nueve meses de remedo acelerado de la evoluci¨®n que va del renacuajo al ejemplar protot¨ªpico de la especie zool¨®gica Homo sapiens. (?Vaya! ?Si al menos en este p¨¢ramo de cemento en el que vivimos hubiese a¨²n una charca lodosa en la que pudiera ense?arte los renacuajos! [¡­] Hasta hace muy poco, hasta que acab¨® la era glacial, ten¨ªamos peque?¨ªsimas charcas que colmaban los cr¨¢teres dejados por las bombas, pero eran biotopos muertos; adem¨¢s, en el ¨ªmpetu de la reconstrucci¨®n, fueron prontamente recubiertos de hormig¨®n (la vida, que hab¨ªa comenzado en el agua, encuentra su final en el cemento). Perd¨®name que divague. Hablaba de tus or¨ªgenes, de un hombre a otro hombre. A pesar de todo el amor que sientes por tu madre, t¨², hombrecito, no le estar¨¢s agradecido por haberte hecho (casi) a solas, y menos le agradecer¨¢s que, para engendrarte, necesitara el aporte de tu padre y te haya hecho, de ese modo, un hombre que ahora hereda el legado maldito de los padres de todos los hombres: ser un z¨¢ngano, incapaz de crear vida humana a partir del propio cuerpo, como puede hacerlo cualquier madre. Y deja en paz a pap¨¢ Freud, que descanse en el pulular espermatozoico de sus disc¨ªpulos y adeptos. La supuesta envidia de todas las mujeres por tu peque?a pirulilla no es nada comparado con tu envidia primigenia por no poder engendrar. Condenado est¨¢s a la procreaci¨®n abstracta: a reproducir e imitar el mundo en su eterno proceso de autorrenovaci¨®n. Condenado a ser creador epigonal, imitador simiesco, sumido en una insatisfacci¨®n jam¨¢s saciada. Porque abstracto es lo que produces. Nunca vida, s¨®lo imitaci¨®n simiesca de la vida, destrucci¨®n de todo lo vital. Y por mucho que maldigas esa herencia de tu padre (?me temo que ser¨¢ la ¨²nica!), por mucho que me odies por ello, no podr¨¢s disolver jam¨¢s el lazo que te une a m¨ª. Tambi¨¦n ella te apremiar¨¢ a jugar el abstracto juego de los hombres: crear de nuevo, recrear el mundo. Aunque, como hijo obediente de tu madre, escojas el camino m¨¢s cabal de la silla de escritorio con derecho a pensi¨®n en la vejez, nada te impedir¨¢ construir, en tu tiempo libre, torres Eiffel con palillos mondadientes. Puede incluso que tu herencia masculina te convierta en un ser tan osado como para impulsarte a crear piezas de cer¨¢mica, o quiz¨¢ incluso a autorrealizarte en el lienzo del pintor, en el barro, el yeso, el m¨¢rmol; o quiz¨¢ hasta en el papel; pero en alg¨²n momento alguien dir¨¢ a media voz a tus espaldas, lleno de reconocimiento: ?Lo hered¨® de su padre. ?Qu¨¦ gran hombre¡­!?. No olvides, eso s¨ª, la maldici¨®n que pesa sobre la condici¨®n masculina: quien no es consciente de su maldici¨®n como hombre, sigue siendo, en el mejor de los casos, alguno de los que mantiene funcionando el negocio, mientras que est¨¢ en tus manos el reinventarlo todo desde el comienzo. Pero, en fin, tal vez te conviertas en alguien demasiado d¨¦bil y perezoso como para ser nada de esto, por lo que seguir¨¢s siendo una promesa incumplida. De cualquier manera, yo estar¨¦ siempre muy orgulloso de ti, y aunque para entonces quiz¨¢ sea ya demasiado tarde para decirte lo mucho que te quiero, cuenta con que lo seguir¨¦ haciendo; porque lo hago, en definitiva, por ser lo que soy, tu padre.

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