Una forma de sacudirse la caspa
A Fernando Trueba le gustaba la pintura, so?aba con Picasso, pudo haber sido pintor o escultor
Fernando Trueba limita al norte con Billy Wilder, al este con Rafael Azcona, al oeste con el piano de Bebo Vald¨¦s y el clarinete de Paquito de Rivera y al sur con sus propios atributos, que suele asentarlos como baza en espadas en cualquier alegre sobremesa donde unos amigos de su cuerda compiten por ver quien es m¨¢s c¨¢ustico, fr¨ªvolo, ingenioso, demoledor y divertido.
Dec¨ªa Rafael Azcona que no hay que fiarse de los proyectos cinematogr¨¢ficos que surgen al final de un almuerzo bajo la euforia de un par de orujos. Los verdaderos proyectos se deciden a las once de la ma?ana en el despacho del productor ante un caf¨¦ con sacarina. Frente a este principio can¨®nico Fernando Trueba debe mucho de su ¨¦xito a la energ¨ªa creativa que emanaba de una mesa del restaurante El Front¨®n, en la calle Pedro Muguruza de Madrid, donde sol¨ªa tomar asiento una vez por semana en compa?¨ªa del propio Rafael Azcona y de Jos¨¦ Lu¨ªs Garc¨ªa S¨¢nchez. La mesa ten¨ªa derecho de admisi¨®n: all¨ª no se sentaba nadie que fuera idiota o pesado. El restaurante ha cerrado, pero si hoy se pasara un detector por aquel rinc¨®n puede que la aguja diera a¨²n se?ales de la cantidad de talento e imaginaci¨®n que hab¨ªa quedado desperdiciada en el aire. De esa mesa salieron, entre otras pel¨ªculas, Belle Epoque, con el Oscar incluido, y La ni?a de tus ojos, bajo la inspiraci¨®n del orujo.
Los provincianos M¨¢ximo y Palmira, progenitores de Fernando Trueba, se hab¨ªan asentado en el barrio de Cuatro Caminos en los a?os cincuenta y comenzaron a fabricar hijos alegremente, hasta ocho, mientras Franco hac¨ªa de las suyas. Era una familia de clase subalterna, pero al parecer los padres inculcaron a sus hijos una divisa de combate: pobres s¨ª, pero tontos no. Ocho hijos supon¨ªa marcar territorios en habitaciones con literas, atronar el espacio con descargas del ¨²ltimo rock, cubrir las paredes con carteles de h¨¦roes inasequibles, leer libros de aventuras con una linterna debajo de las s¨¢banas. Los sue?os de Fernando Trueba conflu¨ªan con los de cada hermano en la olla familiar al mediod¨ªa y una forma de que no naufragaran en la ardiente sopera consist¨ªa en refugiarse los domingos con una bolsa de pipas en una sesi¨®n doble de un cine del barrio y pedir rescate a John Wayne, a Gary Cooper y a Humprey Bogart. Todo te ir¨ªa bien en la vida si aprend¨ªas a caminar, a fumar, a mirar a las chicas como ellos sin que los olores a freidur¨ªa de los bares de Bravo Murillo te bajaran la autoestima.
Fernando en el colegio pasaba por ser el m¨¢s listo de la clase y pronto se erigi¨® tambi¨¦n de forma natural en jefe del clan de los Trueba, gente toda muy despabilada, como se ha demostrado. Le gustaba la pintura, so?aba con Picasso, pudo haber sido pintor o escultor como su hermano M¨¢ximo o tal vez m¨²sico, pero todo cambi¨® aquel d¨ªa que en un cine de Cuatro Caminos vio la pel¨ªcula Ariane, de Billy Wilder, y fue cautivado por la iron¨ªa, sarcasmo, inteligente frivolidad unida a la fascinaci¨®n de este cineasta. Estaba claro que lo suyo iba a ser el cine si el cine era, como en este caso, la seducci¨®n entre la alada levedad de Audrey Hepburn y el car¨¢cter de Gary Cooper.
Todav¨ªa era un chaval con las manos en los bolsillos en las desoladas tardes de aquellos a?os sesenta en un Madrid donde se alternaban los anuncios de suspensorios ortop¨¦dicos con los gritos del Imperio hacia Dios, la publicidad del permanganato en los urinarios p¨²blicos con el cochinillo en Casa Bot¨ªn que tomaba Ava Gartner.
En el curso 72- 73 se matricul¨® en la rama de Imagen de la Facultad de las Ciencias de la Informaci¨®n. Fernando Trueba pertenece a esa generaci¨®n que decidi¨® abominar de la Espa?a negra, de la caverna y la clerigalla, m¨¢s por est¨¦tica que por ideolog¨ªa y comenz¨® a ejercer los nuevos ritos con un desenfado ¨¢crata. Pronto llegaron en su ayuda las canciones de George Brassens, los juegos con una c¨¢mara super 8, el primer viaje a Par¨ªs, las discusiones infinitas sobre literatura, cine, pol¨ªtica seguidas de borracheras en los bares de Reina Victoria, las revistas Fotogramas, Cineman¨ªa, Cahiers du cin¨¦ma y la nouvelle vague.
El lado gamberro, el exabrupto detonante como redenci¨®n, el hecho de que a esta vida hemos venido a divertirnos montando pollos comienza a formar parte de su est¨¦tica vital. ¡°No me he sentido espa?ol ni un solo minuto de mi vida¡±.-dijo un d¨ªa ante un ministro al recibir un premio nacional. Eso es exactamente ser espa?ol, pero no de la Espa?a de Rouco Varela ni de cebollinos reaccionarios. Fernando Trueba fue de los primeros en descubrir que los j¨®venes de su generaci¨®n hab¨ªan comenzado a estar en el mundo de otra manera, a amarse sin decir te quiero, a sentirse espa?oles de una forma distinta si se sacud¨ªan la caspa de encima. Su obra inici¨¢tica, Opera Prima, fue una definici¨®n propia que ya no abandonar¨ªa: la ¨¢cida b¨²squeda del lado m¨¢s inteligente del espectador para despertarle una risa disolvente, sello de la casa, como sucede en La reina de Espa?a, su ¨²ltimo trabajo.
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