Mariposas y kamikazes
El bombardeo de Pearl Harbor provoc¨® la prohibici¨®n de "Madama Butterfly en EEUU
El 75 aniversario de la batalla de Pearl Harbor me ha hecho recordar las represalias culturales que se emprendieron en EEUU para despecharse del bombardeo japon¨¦s. Ninguna, acaso, tan expl¨ªcita como la prohibici¨®n de representar Madama Butterfly?en los teatro de ¨®pera nacionales.
La raz¨®n o la sinraz¨®n estribaba en que el melodrama pucciniano dejaba en mal lugar la moral del teniente de marina Pinkerton, no ya porque abandona a Cio-Cio-San en el puerto de Nagasaki, sino porque le reclamaba el hijo com¨²n para recriarlo en Am¨¦rica con su nueva esposa.
El desenlace es la inmolaci¨®n m¨¢s conocida de la historia de la ¨®pera. Un harakiri que acuchilla la conciencia de Pinkerton. Y que la censura americana, hipersensible en tiempos de guerra, interpretaba como una propaganda negativa en la pedagog¨ªa de la opini¨®n p¨²blica.
Los japoneses se convirtieron en minor¨ªa perseguida. Lo demuestra la proliferaci¨®n de los campos de concentraci¨®n que se instalaron en la costa Oeste. Y no s¨®lo para recluir a los extranjeros, sino para represaliar a los ¡°nisei¡±, sobrenombre de los japoneses de segunda generaci¨®n que aspiraban a convertirse en ciudadanos de primera y que terminaron expiando las medidas de xenofobia y discriminaci¨®n derivadas del ataque de Pearl Harbor.
Recu¨¦rdese que Butterfly?contiene, incluso, algunos pasajes del himno americano. Y que el choque de civilizaciones expuesto en la ¨®pera hab¨ªa degenerado en un conflicto militar, hasta el extremo de que los aviadores nipones, los kamikazes, tambi¨¦n se inmolaban como mariposas.
El contexto colabora para comprender las medidas de aislamiento a las que fue expuesta la ¨®pera de Puccini. Muy japonesa, es verdad, en el fervor oriental, en la exploraci¨®n ex¨®tica, pero muy americana en su propia concepci¨®n. Y no s¨®lo porque su promotor y libretista, David Belasco, era un avezado empresario de San Francisco, sino porque el propio t¨ªtulo pucciniano recal¨® en el Met neoyorquino (1907) con todos los honores de un reestreno.
Hab¨ªa concebido una tercera versi¨®n el compositor italiano. Y hab¨ªa logrado alinear en el reparto a Enrico Caruso y Geraldine Ferrar, de forma que EEUU dio a Butterfly m¨¢s gloria de la que la ¨®pera hab¨ªa conseguido en sus funciones de Mil¨¢n (febrero de 1904) y Brescia (mayo del mismo ejercicio).?De hecho, la ¨®pera se arraig¨® como un s¨ªmbolo del repertorio neoyorquino hasta el momento en que se dispuso la prohibici¨®n, cinco a?os de censura que terminaron en enero de 1946 y que devolvieron a Puccini y Belasco el derecho a la idolatr¨ªa.
Las estad¨ªsticas, en efecto, confirman que Butterfly es la s¨¦ptima ¨®pera m¨¢s representada en la historia del Met, un escal¨®n detr¨¢s de Rigoletto y un escal¨®n delante de Fausto. Hasta 868 veces se ha interpretado en el templo neoyorquino, contrapeso cuantitativo a la maravilla cualitativa que supone la ¨²ltima versi¨®n esc¨¦nica de Anthony Minghella.
El cineasta brit¨¢nico, mitad antrop¨®logo, mitad entom¨®logo, acert¨® con su punto de vista cuando estren¨® su Butterfly hace una d¨¦cada en el Met. Le concedi¨® una perspectiva pudorosa, elegante y dolorosa. Y la revisti¨® de inmisericordes premoniciones, empezando por la imagen de la geisha cuyo kimono se desfigura en unos haces de tela roja, poderosa hemorragia simb¨®lica que anuncia el final de la ¨®pera desde el principio, como hace Billy Wilder en?El crep¨²sculo de los dioses?arrojando a William Holden a la piscina.
Ha sobrevivido Butterfly a la muerte de Minghella. Y representa un hito esc¨¦nico en la historia contempor¨¢nea del Met, aunque toda la sutileza del montaje y todos los aciertos crom¨¢ticos que mecen la partitura adquieren un valor multiplicatorio cuando el reparto musical asume el dolor de Puccini. Sucedi¨® hace unos meses con la imponente Kristine Opolais. Una soprano de enorme poder dram¨¢tico que rebasa el estereotipo de la geisha de origami para convertirse en una suerte de m¨¢rtir griega. Parece el suyo el suicidio de Medea, aunque el libreto original del David Belasco indulta al hijo de Butterfly. Y lo entrega a la nueva mujer de su esposo para que lo cr¨ªen ambos en la tierra prometida de Am¨¦rica, lejos del pecado original.
Minghella elude el recurso de un ni?o. Lo transforma en un bunraku, una marioneta japonesa. Y, mutando, mutando, crea otra cris¨¢lida, un h¨ªbrido clandestino que se desenvuelve en escena gracias al movimiento invisible de los hombres sombra, no ya relacionando Butterfly con la tradici¨®n del teatro renacentista de Osaka, sino incorporando al montaje una ¡°compa?a¡± de espectros que mueven los hilos de la marioneta y que manipulan la acci¨®n misma entre los precarios recursos de una escenograf¨ªa minimalista.
Babelia
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