Pierre Boulez resucitado
La nueva sala berlinesa inaugurada con su nombre y el programa de la Fundaci¨®n Juan March conmemoran al maestro franc¨¦s un a?o (largo) despu¨¦s de su muerte
M¨¢s que morirse, Pierre Boulez se ?consumi¨®. Se le nublaron los ojos primero. Porque no ve¨ªa. Y se fue marchitando su figura. Un hombre menudo de mirada clarividente y de manos elegantes, como demostraba cada vez que dirig¨ªa. Abjur¨® de la batuta porque le parec¨ªa un arca¨ªsmo autoritario. Y porque concebir la m¨²sica sin ella le permit¨ªa contenerla entre sus manos, por mucho que Boulez fuera un maestro cerebral, anal¨ªtico y cartesiano.
Ha transcurrido m¨¢s de un a?o de su muerte, pero ha adquirido actualidad -si falta le hiciera- porque la nueva sala de conciertos berlinesa ha sido bautizada con su nombre y porque la Fundaci¨®n Juan March le ha dedicado un programa conmemorativo.
Lo recuerdo dirigiendo Mois¨¦s y Aar¨®n en Salzburgo como si hubiera descendido ¨¦l mismo del monte Sina¨ª con la verdad revelada. Lo recuerdo meciendo el piano de Zimerman en el Concierto de Ravel. Y lo recuerdo conmocionado cuando en 1992 logr¨® abarrotar el Palacio de los Deportes de Madrid con un programa ¨¢rido, herm¨¦tico, de su propio repertorio.
Porque no fue f¨¢cil nunca la m¨²sica de Boulez, ni pretendi¨® serlo. Requiri¨® de los espectadores un esfuerzo de atenci¨®n y de predisposici¨®n conceptual, aunque se antoja demasiado restrictivo concluir que a la m¨²sica de Boulez se llegaba no por los sentidos sino por la inteligencia. De haber sido as¨ª, Boulez no habr¨ªa tenido una paciencia tan artesanal, ni habr¨ªa engendrado la sensualidad de sus R¨¦pons(1981) ni habr¨ªa buscado con tanto ah¨ªnco las texturas materiales de una obra cuya energ¨ªa dial¨¦ctica aspiraba a responder al ¡°horror vacui¡± que trajo consigo el trauma de la II Guerra Mundial. ?Qu¨¦ lenguaje musical era leg¨ªtimo despu¨¦s del Holocausto, de los bombardeos de Tokio, de la masacre de Dresde?
Boulez, como otros intelectuales de su tiempo, entendi¨® que la m¨²sica deb¨ªa anidar en la atonalidad, renunciar a cualquier actitud complaciente, resentirse, en todas sus acepciones, de un estado de duelo y de replanteamiento est¨¦tico rupturista, dogm¨¢tico, hasta cient¨ªfico, incompatible con el placer mel¨®dico y las convenciones sociales trasnochadas. Por eso propuso Boulez dinamitar la ?pera de Par¨ªs con los espectadores dentro.
Era una boutade, una provocaci¨®n de la que se responsabiliz¨® ¨¦l mismo para denunciar la ¡°mierda y el polvo¡± de la alta sociedad parisina. La misma sociedad que recelaba de Boulez como evangelista perpetuo e inagotable de la vanguardia. Y que discut¨ªa su ortodoxia y su implicaci¨®n pol¨ªtica, ejercida primero con la tutela de Andr¨¦ Malraux y patrocinada despu¨¦s con los poderes de la administraci¨®n miterrrandista.
Un agitador consentido y con sentido fue Boulez. Tanto quiso derribar la ambici¨®n metaf¨ªsica del compatriota Messiaen como repudi¨® a los mercaderes de la sociedad neoyorquina. Lo hab¨ªan nombrado al frente de la Filarm¨®nica no ya como sustituto de Bernstein, sino como absoluto antagonista -en el gesto, en el lenguaje, en el carisma, en la ¨¦tica-, de forma que la relaci¨®n fue intensa y traum¨¢tica, especialmente cuando Boulez se propuso renovar el repertorio y situar la proa de la orquesta en el horizonte de la vanguardia.
Fue Boulez un enorme director de orquesta, un superdotado maestro en el repertorio expresionista -Berg, Sch?enberg, Webern-, un sensibil¨ªsimo valedor del impresionismo -memorables las grabaciones con la Orquesta de Cleveland- y un sherpa resabiado en el laberinto r¨ªtmico de Bart¨®k y Stravinsky, aunque la proeza m¨¢s desconcertante de su trayectoria se produjo cuando sustituy¨® a Knappertsbusch en el Parsifal de Bayreuth (1966) y luego fragu¨® en la propia colina verde su Anillo del nibelungo (1976) en la dramaturgia atemporal de Patrice Ch¨¦reau.
Lo fragu¨® desprovisto de ret¨®rica y de la espesa p¨¢tina de las tradiciones que hab¨ªan desdibujado la tetralog¨ªa. Acudi¨® a la obra como si nunca se hubiera interpretado antes, razones suficientes para polarizar, otra vez, la disputa de la meloman¨ªa wagneriana. Que recelaba de un franc¨¦s racionalista y que reprochaba a Boulez haber eludido la sangre en beneficio de la esencia.
Menudo, discreto, herm¨¦tico en su vida, Boulez tuvo todo el poder y lo ejerci¨®. Construy¨® un lobby de compositores ¡°respetables¡± -Ligeti, Stockhausen, Maderna...-, despreci¨® a los antimodernos desde un dogmatismo sin fisuras -"la vanguardia es intransigencia"- e invirti¨® simb¨®licamente los t¨¦rminos el El martillo sin maestro. Fue la obra con que se dio a conocer universalmente en 1955. La estren¨® en Baden-Baden, que es donde ha muerto 60 a?os despu¨¦s, aunque Boulez, insistimos, fue un maestro, ora et labora, que siempre tuvo el martillo entre sus manos.
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