Una aut¨¦ntica figura (y Ponce lo es) hubiera renunciado a la puerta grande
El catedr¨¢tico del toreo sab¨ªa, mejor que nadie, que su tarde no hab¨ªa sido apote¨®sica
Sigue coleando la salida a hombros de Enrique Ponce por la puerta grande de la plaza de Las Ventas el pasado 2 de junio tras cortar dos orejas a los toros de Garcigrande. Y no es para menos, pues ese honor se considera el m¨¢ximo galard¨®n que puede alcanzar un torero, es una inyecci¨®n de prestigio profesional y econ¨®mico y la consideraci¨®n o consolidaci¨®n del estatus de figura del toreo.
No es cualquier cosa cruzar el dintel de esa entrada desde la que se atisba la calle Alcal¨¢ a una altura solo reservada a los h¨¦roes artistas, a aquellos privilegiados que una tarde se sienten inspirados, sacan de lo m¨¢s hondo el misterio con el que nacieron, y emocionan, arrebatan, conmueven e irradian felicidad a miles de personas que hacen realidad un sue?o y son testigos de una obra m¨¢gica y deslumbrante para la vista y los recuerdos.
Con dos pinchazos no se puede salir a hombros con la conciencia tranquila
Salir por la puerta grande de Las Ventas es entrar en la historia; cruzarla a hombros y sufrir la paliza de aficionados extasiados, curiosos sorprendidos y ladrones de reliquias de un traje que quedar¨¢ hecho trizas y ser¨¢ guardado como una joya de familia por su due?o, es cumplir la ilusi¨®n de una vida; es vivir una experiencia ¨²nica, y algo sobrenatural para quien se siente torero en el alma, y para quienes tienen la fortuna de asistir a un espect¨¢culo irrepetible.
Por todo ello, ¡ªcasi nada¡ª, el cerrojo de la puerta grande de Madrid solo se debe abrir en ocasiones muy especiales; cuando un torero, un toro, una afici¨®n, un presidente y el cielo y la tierra se funden en una amalgama de sentimientos y brotan por generaci¨®n espont¨¢nea destellos de la magia inexplicable que solo puede destilar la fiesta de los toros.
La puerta grande solo se debe abrir cuando un torero protagoniza una faena cumbre, una obra rematada de principio a fin, desde los capotazos de recibo hasta la estocada final. Solo as¨ª, y nunca de otra manera, se justifica un premio tan extraordinario.
Se est¨¦ de acuerdo o no, guste o no guste, eso no sucedi¨® la tarde del 2 de junio.
No merece ya, a estas alturas, volver a las consideraciones repetidas sobre el magisterio indiscutible de Enrique Ponce y su posici¨®n de privilegio en la historia del toreo. Lo que se debe discutir, en todo caso, es si su salida a hombros respondi¨® o no a una actuaci¨®n fuera de lo com¨²n.
En primer lugar, llam¨® la atenci¨®n la devoci¨®n y arrebato poncista que se vivi¨® aquella tarde en Las Ventas. Parec¨ªa que jugaba en casa, que toreaba en Valencia o que miles de paisanos admiradores se hab¨ªan trasladado a la capital para dar un premio a su ¨ªdolo por tan larga y exitosa carrera taurina. Ponce es, adem¨¢s, un hombre educado, amable y generoso con todos, pero nada de ello justificaba ese afecto desbordante de la plaza entera hacia la presencia del torero.
Ponce perdi¨® una oportunidad preciosa para engrandecer la tauromaquia y su propia figura
No fue normal, nada normal, el entusiasmo que se cre¨® en Las Ventas desde el momento mismo en que Enrique Ponce se abri¨® de capa para recibir a su primer toro. Sorprendi¨®, asimismo, el frenes¨ª que produjeron sus primeros compases por bajo con la muleta, enardecimiento general que se mantuvo durante toda la faena, que fue, ciertamente, un compendio de la sabidur¨ªa de Ponce frente a un noble animal. Enrique pinch¨® antes de cobrar una estocada, pero ning¨²n admirador, pose¨ªdo como estaba del fulgor que desprend¨ªa su torero, recal¨® en el detalle. Mayoritariamente, se pidi¨® la oreja, que el maestro pase¨® entre v¨ªtores y alabanzas.
El segundo ya no fue tan noble; descarado de pitones astifinos, declar¨® pronto su invalidez; no contribuy¨® en el tercio de banderillas y lleg¨® a la muleta sin resuello ni clase. El torero demostr¨® su conocimiento y experiencia y le rob¨® muletazos, algunos enganchados, otros de escaso inter¨¦s, pero siempre muy por encima de las casi nulas condiciones de su oponente. A pesar de todo, la plaza vivi¨® unos momentos de locura colectiva, como si en el ruedo estuviera sucediendo algo m¨¢gico. Y no era as¨ª. En el ruedo hab¨ªa un torero que estaba resolviendo muy dignamente la papeleta de un toro muerto en vida.
Enrique Ponce volvi¨® a fallar con los aceros. Pinch¨® otra vez y cobr¨® una estocada tendida en el segundo intento. Pero los tendidos, tras una brev¨ªsima duda inicial, se poblaron otra vez de pa?uelos.
No fueron las suyas faenas de puerta grande. Fueron faenas inteligentes de una gran figura, pero no obras de arte de principio a fin y rematadas en la suerte suprema; aunque todo es discutible y v¨¢lido que miles de espectadores pensaran lo contrario.
Pero lo grave es que el catedr¨¢tico, Enrique Ponce, s¨ª sab¨ªa, mejor que nadie, que su triunfo no hab¨ªa sido apote¨®sico; sab¨ªa que la oreja del cuarto era m¨¢s que discutible; y sab¨ªa que con dos pinchazos no se puede cruzar la puerta grande con la conciencia tranquila.
Sin embargo, sali¨®. Se dej¨® izar a hombros y no se resisti¨® a vivir ese momento tan especial. Y ese no fue un comportamiento de figura del toreo.
Un maestro de verdad, un catedr¨¢tico, agradece el cari?o, pero no permite que lo saquen a hombros por respeto a ese preciado galard¨®n y a los compa?eros que s¨ª se merecieron el premio.
Pero Ponce flaque¨® como humano que es, y prefiri¨® la gloria de una tarde ¡ªaunque no la mereciera¡ª al respeto de la historia.
En una palabra, perdi¨® una oportunidad preciosa para engrandecer la tauromaquia y su propia figura. All¨¢ cada uno¡
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