Y no comimos perdices
Conocer la potencia de la naturaleza nos vuelve cautelosos frente a quienes solo ven en ella naturaleza sobre la que ejercer derechos peligrosos
Viajo desde Buenos Aires hacia la provincia de Santa Fe. Atravieso la m¨¢s verde de las zonas de la pampa h¨²meda. De un verde que no es intenso, pero es parejo y, a cada rato, se combina con el verde oscuro de un monte de eucaliptos o la extensi¨®n amarilla de los rastrojos. Este paisaje no exist¨ªa hace un siglo. Nada de esta mezcla de capitalismo agrario y pintoresquismo cubr¨ªa la superficie lisa que el bus atraviesa. Hace un siglo, en esta zona, se estaban fundando las colonias de inmigrantes italianos; ellos iban a dar la primera mano de pintura a la pampa, que, en aquel entonces, era m¨¢s polvorienta que verde.
Hoy, porciones grandiosas de este paisaje reciben las plantaciones de soja que, despu¨¦s de la cosecha, se convierten en extensas y opacas manchas marrones. Cuando, hace unos a?os, trat¨¦ de comprar perdices en una carnicer¨ªa de Buenos Aires, mi proveedor habitual me dijo: ¡°Casi no quedan, porque se ha sembrado soja a los costados de los caminos donde las perdices sol¨ªan refugiarse¡±. Pienso: se salvaron de los cazadores que hac¨ªan posible que yo y gente como yo se las comiera sin remordimiento. Pero, me pregunto, ?se salvaron o, m¨¢s silenciosa y modestamente, desaparecieron?
En The Country and the City, el gran cr¨ªtico cultural Raymond Williams recorre varios siglos de historia inglesa siguiendo las transformaciones del paisaje. No conocemos paisajes ¡°naturales¡±, sostiene Williams como principio de su an¨¢lisis. Todos los paisajes europeos son paisajes construidos por el trabajo. Una visi¨®n estetizante (advierte Williams) pasa por alto las marcas del trabajo y de las costumbres que adquirimos para ¡°usar¡± el paisaje y, eventualmente, destruir la naturaleza original que, por otra parte, solo conocemos como hip¨®tesis cient¨ªfica o como reto?o de la imaginaci¨®n rom¨¢ntica. El trabajo construye y destruye aquello que convenimos en llamar naturaleza. Paisajes geol¨®gicamente similares (pongamos las llanuras rusas y argentinas o norteamericanas) difieren mucho porque en ellas el trabajo tom¨® formas diferentes de explotaci¨®n humana, divisi¨®n del territorio y modo de propiedad de la tierra. Todas las formas de cultivo son cap¨ªtulos de una historia.
?En qu¨¦ imposible y sofisticada naturaleza estaba pensando el arquitecto de los jardines de Trajano o los de la Alhambra?
El beatus ille que, lejos de los negocios, disfrutaba de la naturaleza, de lo que disfrutaba, en verdad, era de un paisaje hiperconstruido, como comprobamos cada vez que miramos un mosaico antiguo o un cuadro de escuela inglesa.??En qu¨¦ imposible y sofisticada naturaleza estaba pensando el arquitecto de los jardines de Trajano o los de la Alhambra? Solo quer¨ªa esculpir la naturaleza de manera antinatural. Todos fueron impiadosos destructores de lo que pod¨ªa quedar de arcaico recuerdo de tiempos desconocidos, tiempos en los que la naturaleza deb¨ªa ser dominada porque, si no se dominaba esa fierecilla, terminaba comi¨¦ndose un hombre en el almuerzo.
Conocer la potencia de la naturaleza y conocer la transformaci¨®n que realiza el trabajo nos curan de toda ilusi¨®n original. Eso no nos vuelve insensibles sino cautelosos frente a quienes ven en la naturaleza solo naturaleza sobre la que ejercer derechos tan irrestrictos como peligrosos. No es menos respetable, y no debe ser menos conservado algo que ha resultado de la historia del trabajo humano que la fantas¨ªa primitivista de que podr¨ªamos encontrarnos con una ¡°naturaleza¡± intacta. Como las heridas de las guerras, la historia humana del paisaje es imborrable.
Precisamente cuando los hombres (y las mujeres, agrego para que nadie crea que me olvido de la mitad de la humanidad a la que pertenezco) pensaron que hab¨ªan comenzado a batallar en mejores condiciones contra las fuerzas de la naturaleza, una nueva construcci¨®n de espacios hizo su irrupci¨®n triunfal desbordando los l¨ªmites de los jardines palaciegos y ofreciendo im¨¢genes y motivos a una nueva sensibilidad. Donde se podaban los ¨¢rboles para destruir la forma en que crec¨ªan sus hojas, como en tantos jardines del siglo XVIII, se empez¨® a pensar que esos ¨¢rboles eran m¨¢s pintorescos si se los dejaba crecer a su gusto. Y donde hubo extensiones inmensas, como la pampa, la agricultura hizo un nuevo paisaje casi de la noche a la ma?ana.
Durante siglos, pocos hab¨ªan considerado que una tormenta en el mar fuera objeto de contemplaci¨®n est¨¦tica. Para Homero, el mar fue siempre proceloso y del color del vino. Para Shakespeare, la tempestad interven¨ªa cambiando fortunas y destinos. Pero cuando los seres humanos empezaron a sentirse seguros en sus barcos y en sus costas fortificadas, la naturaleza desa?tada se convirti¨® en paisaje cultural (no solo el cuadro que la representa, sino tambi¨¦n el acontecimiento que, como ense?¨® Kant, en vez de aterrador comenz¨® a juzgarse sublime). El locus amoenus de Horacio o Garcilaso no ten¨ªa mucho m¨¢s referente que la imaginaci¨®n y el deseo. Sin embargo, se convirti¨® en paisaje real. Los personajes de novela inglesa discurrieron caminando por los prados. Jardineros y peones trabajaron duro para que la vida imitara el arte.
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